lunes, 28 de marzo de 2011

Demolition 23

Sólo dos años en activo y un disco publicado es el resumen de la existencia de Demolition 23. Puede parecer poco, pero cuando uno escucha su homónimo y único álbum, se pregunta: ¿para qué más? Publicado en 1994, Demolition 23 podría haber sido perfectamente un trabajo en solitario de Michael Monroe, el mejor de su carrera, incluso, de no existir Life Gets You Dirty, pero lo que era un grupo dedicado a versionar en vivo material ajeno, un mero divertimento, acabó grabando uno de los más poderosos discos de rock and roll de los años noventa bajo el nombre de Demolition 23.

Junto a Little Steven (auténtico entusiasta del disco y el grupo) a los controles, Jay Hening a la guitarra, Jimmy Clark a la batería y el también Hanoi Rocks Sam Yaffa al bajo, Michael Monroe da a luz el más punk de sus trabajos, en el que siete temas propios (compuestos en su mayoría por el finlandés, Van Zandt y Jude Wilder) conviven con versiones de los Dead Boys, Johnny Thunders y UK Subs. El álbum comienza de manera espectacular con Nothin's Alright, la mejor canción jamás escrita por Monroe, de rotunda interpretación y fantástica letra, en la que la influencia de los Sex Pistols, al igual que en la siguiente Hammersmith Palais, otro bomba de relojería, no tiene intermediarios. Dos magníficas loas al desencanto. The Scum Lives On es un recuerdo a sus héroes muertos (Johnny Thunders, Stiv Vators, Brian Jones, Bon Scott, Keith Moon, Rob Tyner) en contraste con quienes no admira tanto ("All the politicians gonna live forever"). Dysfunctional da paso a las potentes revisiones (respetuosas pero convincentes) de Aint' Nothin' To Do y I Wanna Be Loved, a las que sigue el sereno desencanto de You Crucified Me, con un verso que resume todo el pensamiento lírico de Monroe: "Good intentions pave the road to hell". Same Shit Different Day (título explícito donde los haya) y la versión del Endagered Species —tremendas ambas— escenifican de nuevo el jaleo, la bronca, antes de que Deadtime Stories cierre el trabajo con una de esas baladas que tan bien le quedan a Monroe. No me queda otra que exclamar, y así dar por finalizada esta reseña: ¡vaya pedazo de disco! De aquéllos que por mucho que uno escuche jamás se cansa de hacerlo.

martes, 22 de marzo de 2011

Bitches Brew

Cuando salimos del estudio después de Bitches Brew, yo dije: "Esto no me gusta nada, Miles". Y él quedó muy defraudado. "No me gusta —dije—, es demasiado improvisado, sabes." Y un día, mucho después, entré en la CBS y la señora que trabajaba allí estaba escuchando una música increíble en su despacho. Dije: "¿Qué demonios es eso?". Y la señora respondió: "¿Qué quieres decir con qué demonios es eso? Eres tú y Miles y John y todos los de Bitches Brew".

(Joe Zawinul)

El momento que comencé a sentir que estaba ocurriendo algo verdaderamente extraordinario fue en Bitches Brew. (…) Estábamos situados en un gran círculo en el estudio, pero nadie sabía en realidad que buscaba él. Creo que ni siquiera Miles lo sabía, pero tenía una idea, como siempre, y él, al igual que todos, estaba experimentando otras maneras de percibir la música, lo que, por supuesto, es su enfoque característico, esa capacidad de extraer de los músicos cosas de las que tal vez ellos no eran conscientes.

(John McLaughlin)




Como epítome y excepción al mismo tiempo puede ser abordada la desbordante propuesta con la que en 1970 Miles Davis alcanza la cima de su carrera: Bitches Brew. Epítome porque en ella confluyen todas las formas que la música popular afroamericana ha ido adoptando hasta esa fecha en los Estados Unidos y las vanguardias que durante el siglo XX, con base principal en Europa, han ido modificando las tradicionales músicas sinfónica y de cámara. Excepción porque, sin dejar de ser jazz, Bitches Brew demuestra tal originalidad en su discurso que cuesta trabajo asociarlo a nada en concreto, aun sabiendo que no existe la generación espontánea en el arte. Incluso el anterior y soberbio In A Silent Way, que ha abierto el camino, se queda corto como referencia. Son las "otras maneras de percibir la música" de las que habla McLaughlin, las de un músico, Davis, de radical individualidad, siempre al acecho, siempre inconformista.

Grabado los días 19, 20 y 21 de agosto de 1969, estamos ante un doble elepé en el que, como dice Ian Carr, "La antigua idea de una serie de solos ha quedado descartada por completo y los elementos básicos son la trompeta de Miles y el resto del conjunto como un todo". Conjunto en el que hallamos dos, incluso tres, pianos eléctricos (Joe Zawinul, Chick Corea, Larry Young); una guitarra eléctrica (John McLaughlin); bajo y contrabajo (Dave Holland y Harvey Brooks); dos baterías (Lenny White, Jack DeJohnette, Don Alias); percusión (Don Alias, Junma Santos); saxo soprano (Wayne Shorter); y clarinete bajo (Bennie Maupin).

Pharaoh's Dance inicia el álbum, y no hacen falta sino unos segundos para percibir que nos abocamos a un abismo lúbrico en el que Davis introduce a sus acompañantes para dejar que sea el tiempo —jugando con los músicos, modificando, relativizando, esculpiendo notas, melodías, armonías— el que establezca las conclusiones. Compuesto por Zawinul, el motivo del pianista es instantáneamente anulado por un maremágnum de sonidos que invoca a una especie de rito pagano —como el de los faraones— dormido en el inconsciente atávico que desde lo más remoto de nuestros ancestros se cuela en un estudio de la Gran Manzana para crear la obra más rompedora y convulsiva que se pueda imaginar. El salto es sin red, de ésos de los que sales vivo o muerto, sin término medio. Y Davis sale tan vivo que incluso supera el esencial, y pareciera que insuperable, Kind Of Blue. La arrebatadora belleza de los veinte minutos de Pharaoh's Dance —por supuesto inefable, ya que hace inútiles las palabras— tiene su continuidad en los veintisiete de Bitches Brew, con la diferencia de que sólo hay aquí dos pianos, pues Larry Young no toca el suyo. Impresiona sobremanera en este tema la magnífica trompeta de Davis, que consigue extraer sonidos alucinantes de su instrumento.

El segundo disco contiene cuatro temas, más moderados en su duración. El primero y más largo de ellos es Spanish Key, grabado en la misma sesión que Pharaoh's Dance y también con tres pianos. Ni que decir tiene que mantiene esa arcana tensión que Davis establece, destacando el saxo de Wayne Shorter y la guitarra de John McLaughlin en determinados momentos de un corte en el que vuelve a sobresalir Davis. No llega a los cinco minutos el siguiente tema, precisamente titulado John McLaughlin (favor o detalle que el inglés devolvería años después al llamar Miles Davis a uno de los temas de su Electric Dreams), quizá por su escasa duración, y al quedar como mero bosquejo, el que menos descolla del álbum, a pesar de la excelente labor del guitarrista. Todo lo contrario tenemos que decir de Miles Runs The Voodoo Down, en el que el evidente punto de partida, el blues, es llevado a los terrenos alucinógenos por los que transita Bitches Brew. De nuevo Davis y McLaughlin brillan con luz propia y nos regalan generosas improvisaciones, en las que el inglés continúa reinventando la guitarra eléctrica y el estadounidense deja patente cuán dentro lleva la música de Louis Armstrong, probablemente, y en última instancia, su mayor influencia.

Pone Sanctuary fin a esta odisea con una balada. Los pianos de Joe Zawinul y Chick Corea bañan los agudos instrumentos de Shorter y Davis, reafirmándose el trompetista en su categoría de intérprete mayúsculo. Pero de nada serviría destacar solamente esta categoría para comprender la entidad de Miles Davis y la de Bitches Brew. Galvanizador de talentos ajenos, mente plecara, investigador sin límites, es la de Davis figura sin parangón que observa con atención y sin prejuicios tanto a Jimi Hendrix como a Karlheinz Stockhausen (sin duda, con mayor al segundo: la presencia del rock es mucho menor de lo que se cree), pero que crea un universo plástico sólo pendiente de sus conclusiones (o de las que de su práctica artística deriven). Un universo gracias al cual podemos escuchar la música de Bitches Brew y decir que hemos gozado de la más embelesadora de las experiencias.

jueves, 17 de marzo de 2011

Young Man´s Blues

Al amparo del espectacular éxito de Guns N' Roses, Geffen y otras discográficas saturaron el mercado —en un corto periodo de tiempo que no llegó a los cuatro años— de referencias teóricamente parecidas o potenciaron la promoción de artistas ya existentes que jugaban en la misma liga —o eso querían que se creyese de aquel tótum revolútum—. Como bien es sabido, Nevermind y el grunge acabaron con unos y con otros, pero probablemente no hubieran sido necesarios para terminar con Rock City Angels, grupo que parecía llevar tatuado el estigma del fracaso, a pesar de haber contado (o quizá por ello) con Johnny Depp en sus filas en un momento dado de su existencia.

Young Man's Blues (1988) es el único trabajo que la banda publicó para Geffen, un doble elepé de quince canciones en tres caras a treinta y tres revoluciones por minuto y una versión diferente de Beyond Babylon, una de esas canciones, en la cuarta y última cara, ésta a cuarenta y cinco. La escucha del disco evidencia que son ZZ Top y los Stones quienes marcan el camino del quinteto, aunque sean los cadáveres de Eddie Cochran, Marc Bolan y Sid Vicious quienes se lleven los agradecimientos en los créditos. Sin duda que también el punk, el glam y el rockabilly les habían influido; incluso el soul de Otis Redding, de quien hacen su These Arms Of Mine; pero no de forma tan manifiesta, o a mí no me lo parece, como los dos grupos nombrados. Mucho más cercanos a los Black Crowes —que también en su debut se apropiarían de un tema de Redding— que al sleaze o al hair metal, Young Man´s Blues no tiene la consistencia del primer disco de los hermanos Robinson, pero sí la suficiente entidad como para hacer del álbum un trabajo de agradable y entretenida escucha, muy superior, en todo caso, y para que ustedes me entiendan, a cualquiera de L.A. Guns o Faster Pussycat.


De lo que podía haber sido su segundo disco para Geffen da cuenta Midnight Confessions (Lost recordings from 1989 to 1992), año en el que los Rock City Angels fueron expulsados de la casa que se había hecho de oro con el grupo de Axl Rose. Mera información que traslado, pues no hemos escuchado en Ragged Glory susodichas confesiones. Acabemos con una de las que hace el cantante Bobby Durango en la grabación que hemos tratado ("Nothing to tell you, nothing to say / Except sorry for all the pain"), de exacerbado y discutible romanticismo (más pragmático, Tomasi di Lampedusa lo llamó "el inevitable fondo de dolor" del amor y la vida), pero que da una pista de por donde va la lírica de Young Man´s Blues.

viernes, 11 de marzo de 2011

Washing Machine

Suele ser habitual situar la cumbre de Sonic Youth a finales de los ochenta, valiéndose para ello de Sister y, en mayor medida, de Daydream Nation como jalones musicales que estilizan sus primeros discos sin rendirse a las asechanzas del mercado. No seré yo quién lo discuta, menos aún pondré en duda la validez de obras de tal vigor y belleza como las nombradas. Pero sí que he de afirmar que la carrera posterior del grupo de Thurston Moore jamás ha caído en el aburguesamiento —high energy, punk, hardcore, krautrock, free jazz y todo tipo de vanguardias musicales, pictóricas y literarias (con la Velvet Underground y Nueva York como ejes referenciales) conforman el radical universo de un grupo (más bien una institución, con sus treinta años a cuestas) cuya aplastante personalidad se erige cual túmulo que entierra sus referencias y las convierte en arte con mayúsculas, inconfundible e insobornable— y ha dado trabajos que poco o nada tienen que envidiar a lo más reputado de su producción.

Washing Machine (1995) destaca entre dichos trabajos como una obra maestra descomunal, para mí, quizá, el mejor de sus elepés. Sin apenas el hálito garagero de los anteriores Dirty y Experimental Jet Set, Trash And No Star, Washing Machine es un disco complejo, difícil, del que no es posible hablar sin mencionar los veinte minutos finales de The Diamond Sea en los que desemboca el río de electricidad atonal en formato rock por el que ha navegado el oyente. Veinte minutos que parten de una hermosa melodía pop que, poco a poco, va deconstruyéndose. Son primero las guitarras las que se endurecen hasta oscurecer la melodía y dar lugar a dos minutos de ruido violento y abrasivo. Como si volviéramos del infierno, el motivo principal es recuperado, pero no para caer en el cielo; dicho motivo va perdiéndose de nuevo, sin prisa pero sin pausa, y es sustituido, ya hasta el final, por el delicado y sensorial pandemónium que construye Sonic Youth, para quien esto escribe momento cumbre, solemne, de su carrera y, por ende, de la historia del rock and roll.

Antes, soberbias piezas como Becuz (de extraordinaria interpretación), Junkie's Promise, Washing Machine o Skip Tracer han puesto sobre aviso de lo que se avecina. Y lo que se avecina, junto lo que le ha precedido, al igual que decíamos del Ascension de John Coltrane, sólo puede dejar paso al silencio, pues es éste la única réplica que encuentra en la naturaleza, sobrecogida por el artificio humano. Igual de sobrecogido que queda el receptor (quien no haya salido espantado ante propuesta tan extrema: las hay más, y del propio grupo) de Washing Machine, uno de los pocos trabajos de su tiempo que mira cara a cara y sin temor alguno a los mejores discos del periodo dorado de la música rock. Porque, como el grupo que lo parió, es exactamente igual de bueno.

lunes, 7 de marzo de 2011

Lost City Blues

Lost City Blues (2000) fue el último de los discos de los Powder Monkeys. Lo repito: Lost City Blues fue el último de los discos de los Powder Monkeys. Lo repito… Podría seguir así hasta el infinito mientras de fondo alguien dice que el rock en nuestro tiempo lo protagonizan U2, Lenny Kravitz o Airbourne, ¡válgame Dios! Me viene al pelo este último grupo, pues es de Australia de donde viene, del mismo lugar del que procedía el trío que grabó en la primavera de 1999, en Estocolmo y para White Jazz, este pedazo de dinamita que debería poner los pelos de punta a cualquier amante del buen rock and roll.

Un álbum en el que el responsable de las guitarras es John Nolan —recuerden Negative Waves, esa fulminante obra magna— no parece que anuncie calma y levedad. Y Lost City Blues no lo hace. Alimentados pantagruélicamente de high energy, punk rock y heavy metal, el gran Nolan, Tim Hemensley —cazallero mayor del reino, bajista y víctima de la heroína en 2003— y Timmy Jack Ray tras los tambores ponen en pie una obra de un solo acto y diez escenas que puede dejar tarambana a quien a ella se acerque. Get The Girl Straight da el pistoletazo de salida con un nivel de intensidad que no decae en momento alguno durante el resto del disco. Guitarra, bajo y batería atruenan como cien bombas cuyo objetivo es el oyente incauto que no ha pasado de The Cult (y entiéndase esto como mero ejemplo). Autistas y cercanos al mismo tiempo, la ferocidad de los Powder Monkeys y su Lost City Blues surge técnicamente de los decibelios atormentados, pero espiritualmente lo hace de personas que también lo están, extremadamente sensibles, que encuentran en el refugio estético del rock duro la coraza que es al mismo tiempo causa y consecuencia, aun pareciendo imposible, de su debilidad. La misma debilidad, no hay duda, que llevó a Hemensley a la tumba y que sustenta la pasión —hermosa paradoja— que trasmite esta joya finisecular: El blues de la ciudad perdida, que es en realidad el de los hombres sin rumbo, sin meta, perdidos.

martes, 1 de marzo de 2011

Compassion

Aunque he leído en algún lado que es su tercer disco, Compassion (2000), si yo no estoy equivocado, es el cuarto trabajo de François Carrier y su trío, a los que en esta ocasión se suma Steve Amirault al piano —de ahí lo de François Carrier Trio + 1— en los tres temas más extensos del álbum. No engaña el título del álbum a quien se haya adelantado, pues es John Coltrane quien guía los pasos del saxofonista quebequense, más aún en los cortes, como el primero y homónimo, en los que colabora Amirault, en los que es imposible dejar de sentir el espíritu del cuarteto que en la primera mitad de los años sesenta reinventó el hard bop (y el jazz en general) violentando sus estructuras.

Ocho son los temas de Compassion, de entre los que cabe destacar —en un conjunto homogéneo y coherente— Nying Ye ("compasión" en tibetano), en el que los cuatro músicos se expanden durante doce minutos y medio y dan por finalizado el disco —ajenos a modas, pero también a pretensiones desorbitadas— con un muy buen sabor de boca. Parece la misión de Carrier y los suyos la de mantener vivo un arte que ya tocó techo, pero que él lleva en la sangre. Estamos hablando, es evidente, de músicos de primera categoría, maestros de la improvisación que siguen caminos conocidos, pero que lo hacen con convicción y sensibilidad. Curiosamente no es el líder de todos ellos quien más destaca, sino el contrabajista Pierre Côté, que lleva a cabo un trabajo de ésos que quitan el hipo. Las ejecuciones de Michel Lambert a la batería, Carrier y Amirault son muy notables, no lo niego, pero la técnica de Côté llama tan poderosamente la atención que llega a dejar a sus compañeros en segundo plano, incluso cuando son ellos los que improvisan (y eso que hablamos de un instrumento que tiende a estar en la retaguardia por su propia sonoridad). Si escuchan ustedes Compassion —placer oculto que gana con el tiempo— tendrán la oportunidad de comprobarlo.