miércoles, 25 de mayo de 2011

Who's Next


Algo parecido a lo que había sucedido a Brian Wilson en 1967 sucederá a Pete Townshend pocos años después. Si en el caso de los Beach Boys Smile no vio la luz para ser sustituido por esa hermosísima miniatura que es, digan los que digan, Smiley Smile, en el de los Who fue Lifehouse el proyecto  damnificado —más ambicioso (o pretencioso, según se mire) aún que Tommy— para que Who's Next, para mí el mejor disco del grupo, viera la luz. En ambos casos, Smiley Smile y Who's Next tomaban material de los discos cuya no publicación permitía su existencia. ¡Benditos sean los discos no publicados!, exclamemos. Benditos, sí… si lo sustitutos tienen la talla de los mencionados.*

Editado en 1971, y fuera lo que fuera de la historia de Lifehouse —no estamos aquí para juzgar intenciones sino hechos—, Who's Next es, se mire por donde se mire, una obra magna que aúna los hallazgos en el estudio del grupo —especialmente de un Townshend volcado en los sintetizadores— con la energía que trasmite en vivo, cuya prueba es el esencial Live At Leeds, publicado el año anterior. Baba O'Riley ya nos avisa de que, si bien éstos no son los Who de My Generation, tampoco son, por fortuna, los de Tommy —un muy buen disco a pesar de la estafa conceptual (contra ella, diríamos quizá con mayor precisión)—, ni es Who's Next una ópera rock. Los sintetizadores (que, sonando a clavicordio, abren el álbum), el piano y la voz de Townshend mezclados con sus potentes guitarrazos marca de la casa y la inefable percusión de Keith Moon, el violín que entra al final y que convierte al tema en una suerte de danza rusa… No busca el grupo inglés el camino fácil, pero tampoco se aleja del concepto más básico del rock and roll, alejamiento que tantos disgustos dio durante los años setenta bajo el paraguas del rock sinfónico. Bargain, ya con Roger Daltrey cantando, sube la adrenalina a cualquiera con una guitarra de Townshend que viene directa de Link Wray y unos fantásticos, aunque no muy prominentes, sintetizadores. Love Ain't For Keeping son dos minutos en los que el grupo convierte el blues en algo propio. My Wife es una joya compuesta por John Entwistle en la que también canta y toca el piano. Precisamente de este instrumento se encarga Nicky Hopkins en Song Is Over, emocionante tema de música y letra que parecen hechas la una para la otra. Repite Hopkins en la aún más emotiva Getting In Tune, que tiene un pequeño interludio en el que Hopkins flirtea con el honky tonk y un final acelerado en el que el grupo suena más cercano que nunca a los Stones. Going Mobile rebaja un poco el clímax para introducirnos en las dos canciones que tan extraordinariamente despiden Who's Next. Behind Blue Eyes convierte, por arte de birlibirloque, una preciosa balada acústica de celestiales coros en un pedazo de hard rock que, ya en su final, recupera la suavidad inicial. Won't Get Fooled Again, una de las canciones más famosas de la banda, tiene comienzo similar al de Baba O'Riley, aunque sea un tema mucho más largo, de más de ocho minutos. Todos se lucen con sus instrumentos, pero uno no puede evitar el rendirse ante esas sacudidas que sufre la guitarra eléctrica en manos del principal compositor y líder de los Who, Pete Townshend, que alcanzaba aquí, junto a sus compañeros, la cumbre de su carrera gracias a una de las más personales y apasionadas propuestas de la historia del rock: Who's Next.

*Smile fue publicado, finalmente, en 2004 por Brian Wilson en solitario para convertirse en uno de los mejores discos de lo que va de siglo y Pete Townshend editó The Lifehouse Chronicles en 2000, una caja de seis compactos

viernes, 20 de mayo de 2011

Wave

No contiene la más famosa de sus canciones, la inmortal Garota de Ipanema, pero la belleza y la sensualidad de sus diez cortes hacen de Wave (1967) un disco insuperable que es considerado mayoritariamente como la mejor de las obras de Antonio Carlos Jobim. Registrado en los míticos Van Gelder Studios en la primavera del mismo año en el que ve la luz, Wave parece llevar inscrito en sus genes esa languidez del tiempo que precede al verano, sumada, por descontado, a la voluptuosa laxitud meridional siempre asociada a la bossa nova. Moldeados por violines, violonchelos, trombones, flautas y corno francés que dirige el ilustre Claus Ogerman, todos los temas del álbum mantienen una coherencia absoluta guiados por la guitarra y el piano de su compositor, que también se atreve con el clavicordio (escúchenlo en la maravillosa Antigua) y canta en el único corte no instrumental, Lamento. Qué delicia, qué placer, puede pensar perfectamente el oyente que disfruta de Wave y se deja mecer por su calidez y sus aromas alejados de cualquier estridencia y poseedores de esa superlativa musicalidad. Poco podemos añadir desde aquí a ella, pero sí al menos nos congratulamos en compartirla y darla a conocer a quien siga cometiendo el pecado de no acercarse a tan exquisito ágape. En Wave está el perdón y la respuesta.

sábado, 14 de mayo de 2011

Overkill

Aunque Motörhead jamás ha grabado disco malo, y aunque en los últimos quince años el grupo haya publicado material tan perfecto como el que atesoran Overnight Sensation o Inferno, sigue siendo, en mi opinión, Overkill no sólo su obra maestra, sino uno de los mejores discos de la historia del rock. Overkill (1979) define para siempre el sonido Motörhead, pero posee además una serie de matices que con el tiempo se perderán y que todavía lo emparentan con el space rock de Hawkwind sin renunciar a ser esa matadora maquinaria en la que el high energy y el hard rock no ocultan el boogie y el rhythm & blues que amamantan a Lemmy Kilmister y sus compinches.

Tan cercano a MC5, Little Richard o Deep Purple como tan lejano de todos ellos, el segundo trabajo publicado, tercero grabado, por Motörhead, Overkill, además de reunir una colección de canciones de órdago, cuenta con un Philthy Animal Taylor y un Fast Eddie Clarke que, junto a Lemmy, hacen que aquéllas suenen a gloria eterna e intransferible. La energía arrolladora de la batería de Taylor, el bajo retumbante y la voz cazalllera del maestro Kilmister y la fiera guitarra de Taylor dan vida a unos temas que nada más nacer ya eran clásicos de la banda: Overkill, Stay Clean, No Class, Damage Case, Tear Ya Down, Metropolis… Cualquier seguidor de Motörhead tiembla al escuchar dichos títulos, y lo hace con razón, porque estamos ante un elepé que se mantiene incólume junto a obras maestras cercanas en el tiempo como Let There Be Rock, Bloodbrothers o Never Mind The Bollocks. Treinta y dos años después nadie debería discutirlo, al igual que nadie debería soslayar a Motörhead —que se aventure a hacerlo delante de Lemmy— entre las referencias obligadas si de la música del diablo hablamos.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Palau de la Música Catalana. Piano Solo. 21-03-1997

Yo estuve allí, y le vi saliendo al escenario del Palau con la ilusión de tantos años que, a pesar de todas las luchas, se escapaban. Oí cómo tocó, cómo su piano se impregnó de toda la ternura del mundo. Nadie lo dijo, pero era una especie de ceremonia del adiós en honor de uno de los grandes del jazz.

(Joan Anton Cararach)

Grabado cinco meses antes de su desaparición y publicado de manera póstuma en 1999, el concierto que Tete Montoliu, ya tocado de muerte, ofrece el 21 de marzo de 1997 en el Palau de la Música Catalana de Barcelona es, como ha dejado escrito su viuda, Montserrat García-Albea Ristol, "un creativo recorrido por la historia del jazz. A través de sus músicos más admirados y temas preferidos, resumió en una hora y media su propia vida. Una lección magistral". Así es. Él solo con su piano se enfrenta al público y a todo el jazz que le ha precedido y educado (es decir, a la historia del jazz al completo) para salir victorioso si en términos agonales habláramos, pues no hay aquí batalla alguna, sino homenaje, ofrenda, comunión. Montoliu entrega su arte en esencia, ése que surge de aquel  niño nacido ciego en un país republicano al que la violencia fascista despertará de su sueño democrático —abocándolo a una guerra civil que será preludio de una mundial— cuando el músico sólo cuente con tres años.

Un prólogo de tres temas que culmina el Au Private de Charlie Parker nos introduce en los cinco capítulos que —dedicados al propio Montoliu, Duke Ellington, Dexter Gordon, John Coltrane y Thelonious Monk— se convierten en uno solo al servir como vehículo a los únicos protagonistas de aquel día de marzo de 1997: los dedos del pianista sobre las teclas de su instrumento. Llenos de swing o gravedad según convenga, los dedos de Montoliu ofrecen un recital extraordinario del que no es posible soslayar el hecho de que el propietario de esas diez herramientas de trabajo tan preciadas sabía que su vida llegaba a su fin. Por mucho que queramos evitarlo —Montoliu también lo querría— redobla dicha circunstancia la emoción, pues es difícil saber si el músico catalán hubiera realizado una performance tan cálida y exquisita si su salud no hubiera estado tan deteriorada. Lo que si me arriesgo a decir es que treinta años atrás no hubiera sido posible. Hay una sabiduría y una generosidad en la interpretación de Montoliu que sólo la madurez y la experiencia pueden dar, aun reconociendo que hay muchas personas a las que la edad no saca de la mediocridad ni a tiros.

Un tema de Montoliu, Apartment 512, sirve de epílogo a tan aleccionadora experiencia. Es la vida que se sobrepone a la parca durante aquella noche mágica en el Palau de la Música Catalana. La vida en forma de música hecha por un catalán en Cataluña, pero, como imaginarán, absolutamente universal y que vuela sobre los límites patrios. Pues si éstos son excluyentes, el jazz y Montoliu son inclusivos, no los conocen y capturan a cualquiera que esté abierto a la belleza. Es en ella donde todavía vive el pianista, estén donde estén su cuerpo y su país.

domingo, 8 de mayo de 2011

Ornette!

Yo escucho música de la misma manera en que el cerebro piensa. La principal diferencia es que la idea es algo concreto y el sonido no lo es. Si me pregunta qué es el sonido le diré que no tengo ni idea. Es algo que se te mete dentro por los oídos, pero eso podría ser también la sífilis. Y no es que necesite una definición pero me gustaría encontrarla.

(Ornette Coleman)


Si tras la grabación de una obra tan radical —y que el tiempo ha determinado esencial— como Free Jazz pudieron surgir de forma natural preguntas como qué hacer, por dónde seguir, es más, ¿merece la pena?, la respuesta de Ornette Coleman a todas ellas está en Ornette!, registrado en Nueva York el 31 de enero de 1961, mientras que Free Jazz había sido grabado el mes anterior. Retomando parámetros cercanos a los trabajados en el magistral The Shape Of Jazz To Come, aunque aquí los temas sean más largos, Coleman —ayudado por Donald Cherry a la trompeta, Scott LaFaro (que moriría meses después con sólo veinticinco años) al contrabajo y Ed Blackwell a la batería; es decir, el mismo cuarteto que sonaba por el canal izquierdo en Free Jazz con la excepción de Billy Higgins a los tambores—, da cuenta de cuatro temas durante cerca de tres cuartos de hora en los demuestra que con pocos elementos se puede sonar cual orquesta sinfónica.

W.R.U. es el primero y más extenso de los cortes, en el que una impresionante base rítmica que no deja hueco libre, sin renunciar a las filigranas estilísticas (y a soberbios solos), acompaña al saxo alto de Coleman, que se expande sin extenuación como si fuera el mejor intérprete del mundo. T. & T. está protagonizada casi al completo por Blackwell, ofreciendo éste una lección perentoria de percusión por la que uno siente un aprecio muy especial. C. & D. comienza con LaFaro tocando su instrumento con el arco. Tanto Coleman como Cherry tienen intervenciones de altura, respaldados de nuevo por un contrabajo y una batería excepcionales. R.P.D.D. es un final perfecto —cada nota que sopla Coleman elimina cualquier duda— que deja esa sensación de plenitud que sólo la obra de los maestros es capaz de trasmitir.

Seguir hacia adelante, podría ser la conclusión del músico y del álbum. O: "Yo hago lo que me apetece cuando me apetece", si se quiere. Porque, en realidad, tan libre es la música que contiene Ornette! como la de Free Jazz. Tan libre y tan de vanguardia. Y para que nadie crea lo contrario —para que nadie crea que Coleman ha dejado de formar parte de la intelligentsia artística—, las iniciales que tan enigmáticamente titulan los temas están tomadas de obras de Sigmund Freud. De todos modos, aunque citar a Freud pueda ser signo de cultivo e intelecto, no olvidemos lo que él mismo dejó escrito en su obra maestra, El malestar en la cultura (C. & D.): "las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales". Son aquéllas las que guían, en último termino, al artista, por mucho que éste las barnice a posteriori o el crítico busque fundamentos epistemológicos a lo que es principalmente intuición.  Alrededor de ella especulamos con gusto, llegamos incluso a la digresión, pero el arte (y más aún en uno en el que la improvisación es esencial) es el que debe hablar. Y el de Coleman, como es habitual en el saxofonista, y sus compañeros es en Ornette! de primera fila.

jueves, 5 de mayo de 2011

Surrender

Trayendo elementos de synth pop, krautrock, funk o rap, los Chemical Brothers publicaron tres álbumes en los años noventa —no he escuchado su obra posterior, que la tienen— que muestran a dos artistas, Ed Simons y Tom Rowlands, honestos en su heterodoxia de disc jockeys que se lanzan a la creación en estudio. Surrender (1999) es el tercero de dichos discos, y sin llegar al nivel de los excelentes Exit Planet Dust y Dig Your Own Hole, nos habla de unos Hermanos todavía lúcidos y llenos de ideas notables.

A Kraftwerk remite directamente el pegadizo comienzo de Music: Response, con sus samplers, secuenciadores y cajas de ritmo que dominan todo el álbum. Under The Influence entronca con su labor de pinchadiscos, puro beat de pista de baile; beat que mantiene Out Of Control, aunque se utilice dentro de la más tradicional estructura de canción pop, con las voces de Bernard Sumner (también la guitarra eléctrica) y Bobby Gillespie acompañando la fantasía espacial de Simons y Rowlands. La funky y vacilona Orange Wedge antecede a Let Forever Be, en la que Noel Gallagher repite, pues también había cantado en el quinto corte (casualidad o no) del anterior Dig Your Own Hole: Setting Sun. Espléndidas las dos, por cierto. The Sunshine Underground —un paisaje de ocho minutos y medio de fascinante música electrónica— y Asleep From Day —exquisita ensoñación susurrada por Hope Sandoval— destapan toda la sensibilidad y categoría de los Chemical Brothers. Para flotar estando quieto o penetrar un muro sin romperlo. Got Glint? y Hey Boy Hey Girl nos devuelven a la pista de baile, especial y tajantemente el segundo corte, que fuera sencillo del disco. Surrender, el tema que menos me gusta, da paso a otra hermosura, Dream On, con Jonathan Donahue encargándose de voz, guitarra y piano. Se pone fin así a un trabajo que surca el especial terreno —de raíces techno y pop— que habitan los Brothers; terreno del que surgen los estimulantes sonidos estereofónicos —que es en el estudio donde tienen su razón de ser— de Surrender, al igual que de sus precedentes. Para mentes abiertas y sin prejuicios, no hace falta que lo diga.

lunes, 2 de mayo de 2011

Group Sex

Imitados hasta la saciedad, Black Flag, Dead Kennedys y Circle Jerks son los padres del hardcore que desde California dio su versión acelerada del punk. Formados por Keith Morris tras abandonar Black Flag —hablamos de un círculo minoritario, exclusivo y excluyente (si hacemos caso a Henry Rollins)—, los Circle Jerks publican en 1980 su primer álbum, Group Sex, que puede ser considerado como un tratado paroxístico y esencial del hardcore: simplicidad, velocidad y concisión (14 canciones en poco más de un cuarto de hora) en lo musical; gamberrismo, sátira social, provocación y mucho sentido del humor en lo lírico. Es decir, un esputo en toda regla del que mamarán miles de jóvenes ácratas y asqueados, rebeldes con o sin causa, que, en cualquier lugar del mundo, se animarán a vomitar su odio contra todo con la ayuda de dos acordes una guitarra, un bajo y una batería. ¿Para qué más?