jueves, 30 de junio de 2011

Lovesexy

Comprensible. Cuando se habla de Lovesexy (1988) saltan a la palestra The Black Album y Sign 'O' The Times —especialmente este magistral y doble elepé— para advertirnos de que Prince había puesto el listón tan alto que cualquier cosa que viniera después iba a estar por debajo. Compresible hasta ahí, pues Lovesexy tiene la suficiente categoría como para defender su idiosincrasia con o sin comparaciones, y en él se respira el talento de uno de los artistas más refinados que ha conocido la música pop.

Lovesexy abunda en el sonido que desde 1999 y Purple Rain desarrolla el autor de Mineápolis y que le eleva a su privilegiada posición. Aunque es cierto que el álbum es más suave que sus predecesores, nadie más que Prince podría haberlo hecho. El funk clintoniano pasado por el tamiz principesco de No y la espléndida Alphabet St., los dos primeros cortes, no invita a confusión alguna, guiados por su gozoso falsete, que igual pasa por sexual que por delicado. Glam Slam es el típico material que en manos de otro sería una horterada, pero que Prince sublima con su habitual aptitud, llenando de matices una canción que tiene un hermoso final instrumental. Siguen la emotiva Anna Stesia y Dance On, haciendo honor a su nombre el tema más cercano al synth pop del disco. Los casi seis minutos de Lovesexy, la balada When 2 R In Love, la concisión y contención de la bellísima I Wish You Heaven y Positivity completan un álbum que no es el mejor del príncipe del rock, pero del que es fácil disfrutar si nos olvidamos de los precedentes que le hicieron referencia indispensable de la música de los años ochenta.

jueves, 23 de junio de 2011

Trout Mask Replica

Quizá a primera vista pueda parecer un impromptu en veintiocho actos facturado por un grupo de friquis (ésos que dan grima en la contraportada), pero nada más alejado de la realidad. Este monumento a la atonalidad rock fue minuciosamente ensayado —siguiendo las instrucciones más que las partituras de Don Van Vliet— durante varios meses antes de que en un solo día fueran registradas las veintiocho piezas ideadas por Captain Beefheart. Ya lo decíamos al hablar de su debut, Safe As Milk: es harto complicado que nuestras palabras sirvan para que el oyente que se acerque por primera vez a Trout Mask Replica (1969) se haga una idea de lo que ahí se va a encontrar. Traducir al castellano, en nuestro caso, la visión que de blues, rock y free jazz da Van Vliet en su obra cumbre es absolutamente imposible. ¿Que ha influido en Tom Waits? Sí, y mucho. Pero la música de Waits (es decir, la música de Waits a partir del esencial Swordfishtrombones) no es ni la décima parte de radical que la del Capitán. ¿Que Trout Mask Replica es una grabación tan extrema como, por ejemplo, Cluster 71 o Tago Mago? También, pero no hay signo alguno en su musica de querer romper con sus raíces afroamericanas. En el fondo, Beefheart sigue tocando blues, a pesar de hacerlo añicos y devolver los fragmentos en un orden irreconocible. Quizá ésa sea la diferencia esencial con la vanguardia alemana, aunque el inconformismo artístico, la visión tajantemente subjetiva y la ausencia de concesiones les pueda emparejar.

Producido por Franz Zappa, que ese mismo año publica Hot Rats (otro disco extraordinario en el que también colabora Beefheart), Trout Mask Replica es, en primera y última instancia, lo que muchos artistas persiguen (otros no, dicho esto sin menosprecio) y pocos consiguen: una obra única que, fagocitando su entorno y sus precedentes, los escupe sin desprecio pero bajo un nuevo prisma que servirá de guía libertaria y espiritual —nunca norma de aprendizaje técnico— para el creador rebelde del futuro. Estrictamente alejada de la improvisación, como ya se ha informado, la disonancia es aquí contraria a la aleatoriedad o al automatismo y recoge el mundo armónico de Beefhart; un mundo que habita entre el delta del Misisipi, la British Invasion, el sistema dodecafónico y la vanguardia jazz de los años sesenta, aunque ninguno de los cuatro le dicte los pasos a seguir. Pequeñas fanfarrias, soliloquios, garage y funk pervertidos: canciones que parecen a punto de romperse, pero que no lo hacen; que tienen su consistencia y su peculiaridad —precisamente— en una inconsistencia que no deja de anunciarse sin llegar a materializarse. Un doble elepé de casi ochenta minutos que no lo pone fácil, al que hay que ir porque él no viene al oyente, y que necesita de la implicación del mismo para reconstruir en su cabeza —de su inteligencia y su bagaje depende el resultado final, siempre mutante y provisional— lo que los músicos deconstruyen fuera.

Al borde del abismo con la cabeza bien alta, Trout Mask Replica nos habla del disidente que se aferra a la tradición, aun a sabiendas de que ésta probablemente no le quiera. Nos habla también de la tradición hecha pedazos —difícil ver paradojas a esas alturas del siglo XX—, del rock and roll sin zapatos de gamuza azul. Que nadie piense en madurez o pamplinas similares (¿es más maduro Bird que Duke Ellington?: sólo formular la pregunta causa vergüenza ajena), sino en un creador que busca su camino y no sigue el que ya está marcado —las cosas suelen ser más sencillas de lo que parecen—, aunque haya que tener una sensibilidad y un talento (y un valor) para encontrarlo como los que muestra Don Van Vliet, transgresor por antonomasia de los códigos de la música de Chuck Berry, incluso siendo ésta la que practica el enfant terrible del rock and roll en Trout Mask Replica.

lunes, 20 de junio de 2011

The Best Of Eddie Cochran

Hay personas que viven noventa años y dejan la misma huella de su presencia en la tierra que un gato callejero atropellado a los pocos días de nacer. Hay otros que no viven ni la tercera parte y, sin embargo, ven reflejada su impronta mucho tiempo después de su desaparición. Eddie Cochran es, por supuesto, de los segundos: un sólo vistazo a los artistas que han versionado sus temas dan idea del impacto que las grabaciones del mítico rocker —muerto en 1960 a los veintiún años— causaron en los Beatles, Blue Cheer, Led Zeppelin, Sex Pistols o los Who; grabaciones cuyas reminiscencias siguen presentes, en mayor o menor medida, en el rock and roll del siglo XXI. Pues no sólo hablamos de una gran voz, sino de un notable guitarrista, del que nunca sabremos hasta qué punto hubiese evolucionado en su manejo de las seis cuerdas electrificadas si tan brillante era su sonido con tan solo dos décadas de existencia.

Aunque los hay más completos, este recopilatorio puesto en circulación por EMI en 1985 puede servir de guía para conocer los méritos, la clase y el glamour de Cochran. Summertime BluesC'Mon Everybody, sus dos canciones más famosos (ambas de 1958), son joyas universales que, por mucho que las escuche, a quien esto firma le siguen poniendo los pelos de punta. Three Steps To Heaven, Sittin' In The Balcony Drive In Show muestran la cara más sentimental del cantante y guitarrista, que se mueve como pez en el agua en el terreno del doo-wop y las baladas. Con Jeanie Jeanie Jeanie y Somethin' Else, entre las que se cuela Teenage Heaven, tenemos a Cochran de vuelta al mejor rockabilly. My Way y Cut Across Shorty nos hacen saber que también se maneja con soltura —qué placer oírle cantar en las dos— en el rhythm & blues y el country. El resto de las veinte canciones de The Best Of Eddie Cochran recorren caminos similares con igual elegancia, destacando, quizá, la excelente versión de Ray Charles (Hallelujah, I Love Her So). Estremece, además, escuharle cantar a Buddy Holly, The Big Bopper y Ritchie Valens en Three Stars, pues un año más tarde, al igual que las tres estrellas, también él morirá en un trágico accidente. La vida es así, que diría un futbolista, y a cada cual nos despide —como empresario desalmado librándose de sus trabajadores— cuando lo cree necesario. De Eddie Cochran se desprendió demasiado pronto, no cabe duda, pero no fue capaz de impedir que su escaso periplo fuera de relevancia enorme para el futuro del rock and roll, la música que él contribuyó a forjar. Otros, ya lo hemos dicho, llegan a ancianos sin haber oteado más allá de la mediocridad.

miércoles, 15 de junio de 2011

Sonic Temple

Como si quisieran recuperar la querencia melódica de Love sin perder el sonido y la pegada de Electric, Ian Astbury y Billy Duffy se aplicaron a fondo en Sonic Temple (1989) para dar con una colección de canciones que se encuentra entre las mejores de The Cult. Colección en la que encontramos dos préstamos directos de Led Zeppelin, aunque si consideramos que las canciones resultantes (Edie (Ciao Baby) y Soul Asylum) están muy bien y que Jimmy Page nunca tuvo pudor alguno en tomar ideas prestadas de otros (a los que tampoco pedía permiso), pues concluimos que no es sino peccata minuta.

Los seis minutos de Sun King abren de manera espectacular el disco. Un pedazo de canción, de ésas que levantan el ánimo a cualquiera gracias a unas guitarras incontestables de Billy Duffy. No le va a la zaga Fire Woman, primer sencillo del disco, que, en la línea de su antecesora, no reinventa el hard rock pero lo reescribe con dignidad, huyendo de la copia rancia. El resto del álbum —expuestas ya las reticencias sobre los dos temas  mencionados en el primer párrafo— cabalga en la misma línea (American Horse, Automatic Blues, Soldier Blue…), manteniendo el ímpetu de las interpretaciones la mecha encendida hasta el final. (Lo que no impide reconocer que la batería de Mickey Curry tiene la misma fuerza que la de Les Warner, pero nunca la riqueza de la del percusionista de Electric.)

No quiero dejar de señalar para concluir la presencia stooge en Sonic Temple, pues Iggy Pop canta en la magnífica New York City —la más cercana a Electric del álbum junto a Medicine Train, que cerraba la edición digital, pero no estaba en la analógica— y la portada remite a la de Fun House. No es obviamente el cuarto disco de los Cult la obra maestra del grupo de Detroit, pero veintidós años después de su publicación su garra y su brío se mantienen intactos.

domingo, 12 de junio de 2011

Chicken Zombies


Antes de que Gear Blues, Casanova Snake y Rodeo Tandem Beat Specter plasmasen la fórmula con perfección —cuatro japoneses comiéndose a los gringos en su terreno—, Chicken Zombies, el tercer trabajo de Thee Michelle Gun Elephant, editado en 1997, había dado con una explosiva y enjundiosa mezcla ya muy cercana a la de los álbumes mentados. Porque TMGE es uno de los escasos grupos que, sin salirse de la ortodoxia, revitalizó el rock and roll a finales de los noventa y supo dar voz propia a lo que en la mayoría es consigna repetida.

Alimentado por todos los palos de la baraja de la música del diablo, Chicken Zombies pone en pie una muralla de sonido digna de MC5 o Neil Young pero que remite igualmente a los Who, Eddie Cochran o Muddy Waters. Protagonista ineludible, la guitarra de Futoshi Abe, con su inconfundible estilo al pisar los trastes influido por Mick Green y Wilko Johnson, lidera trece canciones llenas de mordiente entre las que sobresalen los ocho minutos de Boogie, intenso y evocador tema que se desmarca del conjunto sin perder electricidad. El resto del grupo, a pesar del brillo de Futoshi, no se queda atrás en un alarde de precisión, potencia y conocimiento de causa de los que, verbigracia, Russian Huskey, Get Up Lucy o Romantic dejan constancia. Es decir, no hablamos de un mero avance de lo que está por venir, sino de lo que en aquel entonces era ya una realidad y los trabajos posteriores confirmarán sin lugar a dudas. ¿Supersuckers?, ¿Hellacopters? Sí, pero siempre por detrás de TMGE. Escuchen Chicken Zombies, y si no les queda claro, sigan con Gear Blues. Luego me dicen.

lunes, 6 de junio de 2011

Ecstasy

Consagrado por última vez por la trilogía que comprende, entre 1989 y 1992, New York, Songs For Drella (éste con John Cale) y Magic And Loss, el talento de Lou Reed había quedado más que probado, y su obra como una de las más importantes de la historia del rock. Así las cosas, daba igual que Set The Twilight Reeling bajara el listón —no siendo un mal disco— y que Ecstasy (2000) lo subiera de nuevo, pues aunque el sonido se situase entre la impoluta sobriedad de New York y la puesta al día de la Velvet Underground de The Blue Mask —Mick Rathke a la guitarra y Fernando Saunders al bajo son la mejor prueba—, no tenía la profundidad de ninguno de los dos. Pero es suficientemente bueno —un Lou Reed notable merece más la pena que discografías completas— como para traerlo aquí. Al menos así nos lo parece.

Porque, aunque nada tuviera que demostrar Lou Reed en el último año del siglo XX, los casi ochenta minutos de Ecstasy arrojan un balance positivo.  Como es habitual en el músico neoyorquino, temas rápidos y lentos se alternan conteniendo hermosos poemas en los que imágenes brutales conviven con descripciones de lo cotidiano y reflexiones (a las que repugna la demagogia) acerca de la condición humana y las difíciles relaciones de pareja . ¿Canciones? Paranoia Key Of  E, con un riff de ésos que Reed aprendió de Keith Richards y que empapan todo el álbum; Ecstasy, espléndida balada (o similar) de iridiscente percusión de Don Alias; Tatters, extraordinaria descripción de una convivencia que se arruina con bebé de fondo, en la que un Reed relajado durante la mayor parte del corte acaba cantando lleno de dolor —como si quisiera implorar pero estuviera prohibido por el orgullo—: "Es triste irse así, dejarlo todo hecho unos zorros"; Baton Rouge, o Lou Reed íntimo y acústico; Like A Possum, en los antípodas, dieciocho minutos de hipnótica electricidad que a más de uno espantará; y Big Sky, que echa un cierre lleno de emoción:

"Grandes grandes grandes noticias en vez de eso vamos a joderles
Es una gran broma, ¿es que pensaban que éramos monjes?
Pero a nosotros ya no pueden contenernos más".

Cada uno que lo aplique a lo que quiera mientras un feedback digno de Neil Young nos dice adiós; el mejor arte siempre deja abierta la puerta a cuantas interpretaciones pueda hacer cada receptor. Y el del fundador de la Velvet Underground es de los mejores.

miércoles, 1 de junio de 2011

No mires atrás

El último disco que Pepe Risi publicó con Burning aún con vida, No mires atrás (1993), demuestra que el homenaje que les había hecho todo hijo de vecino en En directo no se les subió a la cabeza a Risi y a Johnny Cifuentes, aunque bien lo tenía merecido el mejor (o uno de los mejores) grupo de rock and roll que ha dado España. Ellos dos siguieron a lo suyo, componiendo y grabando material de tanta calidad como el que hoy traemos a Ragged Glory.

Con más de un tercio del disco ocupado por las baladas, Burning conseguía con No mires atrás un álbum muy notable que miraba con dignidad a su legado, aunque el propio título reivindicaba el presente del grupo evitando comparaciones tontas más que odiosas. De hecho, De vicio, el primer tema, es para mí una de las mejores canciones de toda su carrera, con ese fantástico riff que comparten guitarra y saxofón y que nos lleva al Chuck Berry de los setenta sin intermediarios. Perdiendo tu corazón, Weekend, Estrella de la noche, Coge la onda, Sigue a tu vida y la espléndida revisión hard de Las chicas del drugstore completan el lado salvaje del disco. El resto, cinco baladas entre las que brillan (y mucho) No mires atrás y Todo por nada, y un corte que les acerca al reggae y la pachanga, Jamás te arepentirás, que muestra la peor y más insufrible cara de Burning (que ya había mostrado en grabaciones anteriores, no era nueva). Un desliz lo tiene cualquiera, relativicemos, y, de todos modos, no invalida un trabajo cuando el resto de sus partes es de probada solidez.

Cuatro años después, en 1997, Risi moriría sin ver editado Sin miedo a perder, ésta sí su despedida de la banda madrileña. Recordémosle sin nostalgia, tan cercana muchas veces a la condescendencia, por sus canciones y disfrutemos de un músico que nunca perdió el norte ni la chulería y de un grupo que, incluso sin él, sigue en pleno siglo XXI al pie del cañón pareciendo hacer suyo el lema del disco, No mires atrás.