domingo, 29 de enero de 2012

Black Tiger


Segunda pieza de su brillante trilogía —tras la que la calidad de las grabaciones de Y&T caerá en picado—, Black Tiger (1982) puede no estar a la altura de la primera entrega, Earthshaker, pero contiene la que para mí es su mejor canción, uno de los himnos definitivos del hard rock de la década en la que ve la luz: Forever. Pivotando alrededor de tan magna pieza encontramos un álbum poderoso que ha sobrevivido en un negociado —metal de una época generalmente nefasta— cuyas obras, en su mayoría, no han resistido el paso del tiempo. La veloz Open Fire, la pegadiza Don't Wanna Lose y su fenomenal riff, la agresiva Black Tiger o la chulesca My Way Or The Highway funcionan bien, pero tienen que rendirse ante la joya de la corona, una impresionante composición en la que la guitarra de Dave Meniketti hace estragos. Obviamente, si Forever marcara la tónica de Black Tiger, estaríamos ante una obra maestra; sin embargo, aun no siendo el caso, los resultados son notables. En una línea similar, Mean Streak completará al año siguiente la tríada sobre la que se sostiene todo el prestigio —en estudio, por supuesto, pues en directo no lo ha perdido en absoluto— de la banda californiana. Puede no parecer demasiado, pero sí suficiente para brillar por encima de un gran número de indocumentados que, a la sazón, vendían pose e imagen en lugar de música. Mejor o peor, es lo que siempre ofreció (y ofrece) Y&T.

martes, 24 de enero de 2012

The Blues And The Abstract Truth


No sé si habrá álbum alguno en toda la historia del jazz con un sonido tan límpido como el de la obra maestra de Oliver Nelson, The Blues And The Abstract Truth, sesión registrada el 23 de febrero de 1961 en la que los músicos participantes lograron una perfección inaudita. Similar a la de Kind Of Blue —para andar sin rodeos y situar al lector que desconozca la grabación—, la categoría de las interpretaciones sorprende incluso sabiendo el nombre de quienes las llevaron a cabo, pues parece casi imposible que todos dieran lo mejor de sí el mismo día. Pero eso es lo que nos dicen los oídos.

Cumbre del hard bop, cercano al jazz modal, la diferencia más evidente con el mencionado Kind Of Blue es que mientras el elepé de Miles Davis es un ejercicio de introspección y melancolía, en The Blues And The Abstract Truth manda la extroversión, aunque ambos contengan poderosas reflexiones estéticas de amplio calado teórico. A lo largo de seis cortes compuestos y arreglados por Nelson, también a los saxos alto y tenor, escuchamos la flauta y el saxo alto de Eric Dolphy, la trompeta de Freddie Hubbard, el saxo barítono de George Barrow, la batería de Roy Haynes, el piano de Bill Evans y el contrabajo de Paul Chambers (estos dos últimos nexo de unión con Kind Of Blue); instrumentos tocados con una fuerza y una pureza que maravillan e intimidan al mismo tiempo, que trascienden el término jazz inevitablemente para incrustarse en el muro de la mejor música del siglo XX, abstrayendo el blues y situándolo en un terreno diseñado y pisado sólo por ellos en el momento en que rompían el silencio aquel día de febrero de 1961.

Como las más grandes obras de arte, las intenciones quedan superadas por los resultados, más aún si hablamos de un septeto donde la suma de las partes es exponencial y, al igual que en la teoría marxista de la plusvalía, lo que cada músico aporta crece al añadirse a un conjunto que, por su propia naturaleza, logra efectos que la labor individual es incapaz de prever, pues siempre remitirá a aquél, siendo su valor relativo. Algo tendrá que ver en todo ello la figura aglutinadora de Oliver Nelson, favorecedora de la creación de un ambiente en el que los maestros reunidos interaccionen y logren que su talento sirva, al mismo tiempo, para el crecimiento personal y el desarrollo grupal.

Comunión de talentos explorando el límite de sus facultades, no técnicas sino emocionales, parece, pues, adecuado utilizar el vocablo armonía, en todos los sentidos, para determinar lo que salió de aquella histórica jornada. Mis maltrechos sentidos se ensanchan cada vez que escucho a Nelson, Dolphy, Hubbard o Evans expulsar su humanidad para dejar su impronta imperecedera en The Blues And The Abstract Truth, tan sagrada para mí, por muy exagerada que les suene la comparación, como la que dejó Miguel Ángel en su Piedad. Siete músicos que volaron muy alto, muchísimo, hace ya más de medio siglo.

viernes, 20 de enero de 2012

Too Tough To Die


No es extraño que Motörhead dedicara una canción a los Ramones, pues quizá sea el grupo con que más cosas tenga en común. Poseedores ambos de una fórmula mágica, siempre han insistido en ella para esculpir cada uno de sus discos y epatar durante sus conciertos. Posiblemente, para algunos esto no implique riesgo o sea culpable de inmovilismo, pero componer e interpretar cientos de canciones agrupadas en álbumes que jamás sean malos justifica más que de sobra su camino, pues la calidad —la evolución también puede esconder carencias— es lo único que, en último término, diferencia al buen artista del mediocre.

Too Tough Too Die (1984) es, para mí, uno de los mejores trabajos de los Ramones en los años ochenta. Más duro que sus antecesores, no estoy de acuerdo con que el elepé suponga una vuelta a las raíces, como tantas veces se ha apuntado, pues el grupo jamás las había abandonado, aun escorándose algo al pop, y el sonido es diferente al de los primeros discos de los neoyorquinos, los de la década de 1970. Pero, como ha quedado claro en el primer párrafo, los Ramones son siempre, y bien, los Ramones: una banda de rock and roll impagable capaz de poner una sonrisa hasta en la cara del más amargado.

Los seis primeros temas son crudos y dejan claro quiénes son los maestros del punk, pero los tres siguientes —Chasing The Night, Howling At The Moon (Sha-La-La), Daytime Dilema (Dangers Of Love)— enseñan su faceta más bubblegum y dan un pequeño giro de tuerca sin salirse de los patrones habituales. Vuelven los autores de Rocket To Russia a la carga en los cuatros cortes restantes —macarrísima Dee Dee Ramone cantando Endless Vacation—, que culminan en un fin de fiesta puramente rocker, No Go, para bailar, bailar y bailar. Y certificar, una vez más, que con tres acordes y los mínimos recursos los Ramones trasmitían lo que otros no logran ni acompañados de orquesta. Lógico que se les quiera tanto.

martes, 17 de enero de 2012

Siempre te diré que no


Grabado entre finales de 2001 y principios de 2002 con la intención de que Loli Jackson Records (sello creado por Dover) lo publicara, Siempre te diré que no bien pudiera haber significado un ascenso en ventas y reconocimiento para Señor No, si no el espaldarazo definitivo a su carrera. Pero Loli Jackson se fue al garete y el disco quedó en barbecho hasta que en 2003 se convertía en la primera referencia de GP Records y, por desgracia, el último trabajo del grupo en estudio y con la formación clásica: Andoni, Mikel, Imanol y Xabi.

Lo primero que llama la atención del cuarto álbum de los donostiarras es el nombre del productor, Carlos Goñi, líder de Revólver, uno de las bandas más cursis que servidor haya podido escuchar. Pero, justicia manda, las guitarras llameantes de Xabi e Imanol, la magistral batería de Andoni y el bajo de Mikel nunca han recibido mejor tratamiento que con Goñi a los controles. Mordiendo desde el primer segundo, Señor No se vale de una colección de canciones impecable —nueve propias y una de Rory Gallagher, Shin Kicker— para grabar su obra maestra —no hay descanso alguno en el disco, ni bajón en las interpretaciones— y una de las cumbres del high energy hecho en España. Un Fiestón de rock and roll, como canta Xavi en el corte así titulado, en el que invoca a "Risi, y Bob, y Lemmy, y Rory y Johnny", con lo que pueden imaginar ustedes de qué va la música que brama en su interior como grito que, sin dar respuesta a nada, es sólo señal (o amenaza) de vida, reivindicación de uno mismo.  Unas letras llenas de lírico malditismo, que no cae en la autoconmiseración ni parece ridículo, sirven de aliciente extra para que el oyente de habla hispana se acerque al disco.

Con otros miembros —siempre Xavi Garre como figura insustituible— publicará el directo Señor Sí (todavía con Mikel y Andoni, pero sin Imanol), será la banda que acompañe a Roy Loney (ya sin ninguno de los tres) en Got Me A Hot One —trabajos ambos de mucho fuste— y nos regalará espléndidos temas en singles compartidos como La ruta interior o A todas luces, pero nueve años después seguimos sin material nuevo de Señor No reunido como Dios manda en un señor elepé. Menos mal que Siempre te diré que no sigue sonando como un cañón reluciente. Dispárenlo si aún no lo han hecho.

jueves, 12 de enero de 2012

Sticky Fingers


Es tan abrumadora la calidad de la obra de los Rolling Stones en el periodo que va de 1968 a 1972, que parece imposible destacar cualquiera de las cinco piezas maestras —cuatro en estudio y una en directo— que el grupo registra en unos años en los que el rock and roll conoce una fecundidad y un crecimiento que ya no se repetirán y de los que los Stones son ejemplo y adalides al mismo tiempo. Certificada dicha imposibilidad, tiene Sticky Fingers (1971) un sabor a guiso cocinado a fuego lento —de los que sigues disfrutando una vez asentado en el estómago tanto o más que al ingerirlo— que lo hace particularmente emocionante para mis sentidos. Música radicalmente hermosa, sensible, infinita, pero también lasciva y chulesca, que agranda el rock and roll sin pretender ser otra cosa, más bien reafirmándolo a gritos.  La presencia definitiva de Mick Taylor en unos Stones que estrenan sello propio mucho tendrá que ver en ello.

El histórico riff de Brown Sugar nos introduce en un opus de extraordinaria riqueza con el arrebatador sonido de las guitarras de Keith Richards y Mick Taylor y el saxo caliente de Bobby Keys. Sway es un lírico medio tiempo cuya poesía nace del contraste entre la dureza del sonido de las seis cuerdas y los arreglos de cuerda, bien al contrario que Wild Horses, conmovedora balada en la que predomina lo acústico y que ya grabara —versión que muchos consideran superior o más sensible— Gram Parsons con sus Flying Burrito Brothers en 1970. Can't You Hear Me Knocking —funk progresivo de segundo y largo tramo instrumental— demuestra lo alto que podían volar Mick Jagger y Keith Richards, sin miedo a ceder espacio a Keys y Taylor para que expandan junto a órgano y percusiones lo que había comenzado con el que quizá sea el mejor riff creado por los Stones. Tanta exuberancia es cortada por la sequedad y brevedad de la versión de You Gotta Move, que cierra la primera cara de la más austera de las formas. Bitch abre la segunda con un corte rápido que, al igual que Brown Sugar, no tiene continuación en el resto del trabajo. I Got The Blues es un sensacional acercamiento al soul con un corto pero estremecedor solo de órgano de Billy Preston que lleva al summum tan bella balada. Si bien Sister Morphine —tema retirado de la edición española por su clara alusión a las drogas cuyo lugar ocuparía el Let It Rock de Chuck Berry, aunque nuestros queridos censores (que prohibían todo menos lo que realmente había que prohibir) bien podían haber reprobado prácticamente el álbum entero— ya había sido registrada por Marianne Faithfull, autora de la letra, la versión de los Stones se hace indispensable y mantiene el sobresaliente cum laude. Dead Flowers, exquisita incursión en el country, y la preciosa Moonlight Mile culminan un trabajo que elevaba la música popular al más alto de los niveles, llenando de matices un discurso que seguía asentándose en Muddy Waters o Chuck Berry, pero que trascendía el modelo.

La icónica portada de Andy Warhol —también censurada en nuestro país— envolvería llamativamente el elepé, redondeando lo que ya era perfecto. Obviamente, era difícil rayar tan alto durante mucho tiempo, pero, en un último impulso bien conocido, los Rolling Stones abandonarían su Pérfida Albión —el vil metal que todo lo mancha— para igualar con Exile On Main St., y de manera doble, lo logrado en los últimos años y cerrar un episodio imprescindible para comprender y disfrutar de esa gran novela llamada rock and roll, que —timo o no, como sostenían los Sex Pistols— a algunos nos da la vida. O al menos impide que nos la quitemos.

domingo, 8 de enero de 2012

Waiting For The Death Of My Generation

Si tienes un grupo cuyo nombre (The Streetwalkin' Cheetahs) has tomado prestado de una canción mayúscula de los Stooges (Search And Destroy). Si publicas un disco con un título tan magnífico como Waiting For The Death Of My Generation. Si la portada de la carpeta que lo contiene también está a la altura. Si en la funda que oculta dicha carpeta citas, entre otros, a B-Movie Rats, BellRays, Fishbone, Supersuckers, Hellacopters, New Bomb Turks, Zeke y Wayne Kramer. Si entre los temas del álbum hay una versión de los Saints (Know Your Product). Si todo esto es así, y no me engañan los sentidos como decía Descartes, entonces, amigo, ten claro que lo que vas a permitir que otros escuchen sea material de primera calidad; si no, el descalabro y la decepción serán mayúsculos.

Y claro lo tenían los miembros de The Streetwalkin' Cheetahs, pues, si bien no es Waiting For The Death Of My Generation (2001) Raw Power o Eternally Yours, las canciones que lo conforman dan la talla de sobra. Hard rock, punk, high energy, como imaginarán, melodías pegadizas, algún viento por aquí, algún piano por allá, un sitar que nos introduce en No more, Tony Fate componiendo y tocando su guitarra en Mama Train… esto es lo que nos encontramos en el elepé. Todo en su sitio, bien escrito e interpretado (quizá no tan bien producido), especialmente una primera cara llena de energía. Perdidos en el maremágnum del tiempo, este grupo y este disco merecen mayor atención que la otorgada a muchos que jamás la han devengado, aunque citen a los Dead Boys o lleven camisetas de los Ramones. Ésos cuyas palabras, como cantaba The Distraction, no casan con la música que tocan, "tú no tocas rock and roll". Sí que lo practican, con destreza y alma, los Streetwalkin' Cheetahs mientras esperan a que muera su generación. ¿Lo habrá hecho ya, o será lo de las generaciones como lo de Godot, prestas a llegar… mañana?

miércoles, 4 de enero de 2012

Roxy Music

¿Qué hay de nuevo en el rock desde que Brian Eno dejó a Roxy Music?

(Fernando Pardo)



¿Qué saldría de una coctelera en la que hemos agitado, en mayor o menor medida, partes de King Crimson, David Bowie, T. Rex, Beatles, Can, Cluster, Sam Cooke y Frank Sinatra? Sólo una respuesta se me ocurre a la mezcla de artistas tan dispares: Roxy Music. La sofisticada elegancia de Bryan Ferry, el afán experimental de Brian Eno y la energía de Phil Manzanera darán lugar a un álbum debut y homónimo peculiar y sugerente como pocos, puesto a la venta en 1972, sólo un año después de que la banda se formara.

Re-make/Re-model enseña las cartas a las primeras de cambio. Una melodía pop compuesta, como todas las demás, por Bryan Ferry, guiada por su voz y su piano, pero modificada por los constantes punteos de la guitarra de Manzanera, el sintetizador y los ruidos de Eno, el saxo de Andrew Mackay y la base rítmica de Paul Thompson (batería) y Graham Simpson (bajo). Son Eno y Mackay, aquí al oboe, quienes abren Ladytron antes de que Ferry nos seduzca y, más tarde, Manzanera, Thompson y Simpson muestren el lado más progresivo de Roxy Music. El aire honky tonk de If There's Something muta gracias al solo de oboe de Mackay que, ocupando la mitad del corte, a cualquiera recordará al grupo de Rober Fripp. Virginia Plain es la canción más inmediata del álbum, también una de las más cortas, destacando de nuevo los felices arreglos de Mackay para los dos instrumentos de viento que toca. En 2 H.B. es Eno el protagonista con sus teclas acuosas presidiendo el tema. Asimismo su sintetizador se encarga del preludio de The Bob (Medley), indescriptible composición en la que caben la música concreta, la electrónica, la clásica, el hard rock y el pop. Chance Meeting nos sigue situando en terreno similar, pues Ferry, Eno y compañía han articulado un discurso nada plácido con el que el oyente conectará siempre que esté dispuesto a abrir su mente. Would You Believe? es, quizá, más ortodoxa, aunque haya varios cambios de ritmo que descoloquen. Sea Breezes y sus siete minutos contienen la emoción melódica más delicada magistralmente garabateada en su parte central por el contraste atonal. También atonal es el tratamiento que recibe el doo-wop en Bitters End, aunque esta vez sean sólo dos los minutos que ocupa el tema que clausura la ceremonia. ¿Ceremonia? Sí, del buen gusto, de la creatividad, de la elaboración de propuestas personales e inteligentes, del aborrecimiento de la vulgaridad. De Roxy Music y Roxy Music.


Todavía mantendrá esta magia ritual —sostenida principalmente por el choque de las personalidades de Ferry y Eno— For Your Pleasure, siguiente trabajo del grupo, último con Brian Eno en él. Los discos que a partir de entonces grabará Roxy Music, al menos hasta Siren, serán excelentes, sí, pero el enfoque será otro, si no peor, no tan excitante. No toca hoy hablar de ellos, toca recordar uno de los debuts más atrevidos y originales que uno haya podido paladear. Cuarenta años han pasado por él y parece que Roxy Music —portada y pintas incluidas— se ría de ellos.

domingo, 1 de enero de 2012

A New Sound… A New Star… Jimmy Smith At The Organ Vols. 1-3


Recoge este formidable doble CD editado en 1997 los tres primeros discos de Jimmy Smith en solitario —de homónimo título excepto el que cierra la serie, The Incredible Jimmy Smith At The Organ Volume Three, pues el nuevo sonido de la nueva estrella se había hecho increíble—, registrados entre febrero y junio de 1956, y referencia indispensable si de jazz y órgano hablamos. Siempre en formato trío, acompañan a Smith, Thornel Schwartz a la guitarra en todos los álbumes, Bay Perry a la batería en el primero y Donald Bailey en el resto (aunque en varias páginas web se adjudique erróneamente a Perry la percusión del segundo elepé).

La aparente sencillez de tan básico grupo es refutada por las maravillosas improvisaciones de Smith, cuya ductilidad convierte el órgano en un instrumento diferente, explorando sus posibilidades desde una perspectiva lúdica —como si las teclas sonrieran al ser tocadas por los dedos del músico— que no renuncia a la investigación, sino al contrario. No queda ahí la felicidad que trasmiten estas grabaciones, concentradas y vivas como pocas: la guitarra de Schwartz, llena de preciso swing, complementa a Smith, y, por si hubiera algún resquicio, los dos percusionistas se encargan de cerrarlo para acercarse a una perfección que a los simples mortales nos deja embriagados.

Se añaden, además, alguno temas inéditos para redondear un artefacto espectacular que recopila tres discos publicados el mismo año en que se daban a conocer los dos primeros y esenciales elepés de Elvis Presley. Similar la belleza y calidad de todos ellos, hay más innovación y riesgo en la fórmula de Jimmy Smith que en la del rey de rock, sin que esto signifique menoscabo alguno para nadie, pues tan grandes intérpretes son el uno como el otro. En el caso de Smith, A New Sound… A New Star… Jimmy Smith At The Organ Vols. 1-3 no deja lugar a la duda. Pocas veces el adjetivo sorprendente ha estado mejor utilizado, aunque el que se adjudique al organista sea el de increíble. También nos vale.