lunes, 9 de diciembre de 2019

Plantando cara al sueño americano en dos rounds magistrales


ROUND 1

Tras años de regateos, escarceos y ambigüedades —que, todo hay que decirlo, no acaban de romperse—, Clint Eastwood ha entrado de lleno en las heridas de su país —quizá obligado por el enorme dolor que ha causado en Estados Unidos el once de septiembre— para crear su película más sincera, dura y desgarradora, si exceptuamos la extraordinaria Los puentes de Madison (1995), que es al amor lo que Mystic River (2003) a la patria, deshecha, pero patria al fin y al cabo. Pues no olvidemos que Clint Eastwood —al igual que el hoy tan en boga Michael Moore— es un patriota próximo al partido republicano. Y ahí está la clave. Veamos.


Siempre he pensado que lo más interesante de la obra de Clint Eastwood —y de otros cineastas clásicos de los que él proviene— no es lo que dice sino lo que no llega a decir, porque no quiere, porque no puede, porque no se atreve o, sencillamente, porque no sabe. Clint Eastwood no es un radical, ni un despojo social, ni un antisistema, ni nada parecido. Es una persona perfectamente asimilada por el sistema, igual que él lo tiene asimilado. Él no plantea el fin del estado o del capitalismo, ¡estaría bueno! Pero, sin embargo, tiene la suficiente perspicacia para darse cuenta de que algo no funciona y —y ésta es la razón por la que nos ocupamos de él— sabe plasmarlo con elegancia. Igual que John Ford, sin ir más lejos. Ejemplos sobrados tenemos en Un mundo perfecto (1993) o Medianoche en el jardín del bien o el mal (1997), donde una sociedad enrarecida es observada con ironía (en la segunda) y cinismo (en la primera), elementos que sirven a Eastwood de muro de protección. Muro que encuentra el espectador no tanto porque lo haya construido el director, sino porque es el director mismo. Y en esta coyuntura nos encontramos cuando, de repente e inopinadamente, se estrena Mystic River, con un Clint Eastwood que en sus últimos trabajos (la correcta Ejecución inminente (1999), la divertida Space Cowboys (2000) y la anodina Deuda de sangre (2002) parecía venido a menos. Y en el muro —sin llegar a caer del todo— se abren grietas lo suficientemente grandes para que descubramos las fisuras. Quizá sea la edad (recordemos, por seguir con el paralelismo, al último John Ford, con las excelentes y complejas El hombre que mató a Liberty Valance (1962) y Siete mujeres (1966), quizá el mencionado once de septiembre, el caso es que Eastwood arrostra —o se ve obligado a arrostrar, en la América de Bush y Schwarzenegger— el grave problema moral de su país —más por arraigado que por complejo— en "un thriller que rompe los límites del género y que invade —con la persuasión de la sugerencia— territorios centrales de la vida en Estados Unidos y de su cristalización en modelos de comportamiento propios de una sociedad en conflicto consigo misma", en palabras de Ángel Fernández Santos.



La película transmite verdad por todas partes, gracias a la brillante y en extremo realista puesta en escena de Clint Eastwood, las soberbias interpretaciones de Sean Penn, Kevin Bacon y un Tim Robbins estremecedor y el minucioso guion de Brian Helgeland. En ella, la acción deja paso a la contemplación y la intriga policiaca no es sino una excusa para la reflexión. Lo que antes era visto desde fuera, ahora es narrado desde dentro para describirnos una sociedad enferma, sucia y vengativa en la que sus componentes sufren hasta lo indecible por nadar en un mar de contradicciones insoslayable. Escenas como la conversación que mantienen Tim Robbins y Sean Penn en la terraza de este último o el interrogatorio al que el primero es sometido mientras acompaña a su hijo al colegio son ejemplo de ello. Escenas rodadas por Clint Eastwood con una sencillez y sinceridad emocionantes y comprometidas hasta la médula con sus personajes, como si hubiera temido abandonarles en su desamparo. 



Estamos, sin duda, ante uno de los mejores trabajos del director californiano y sólo el tiempo nos dirá si no ante su obra maestra. Clint Eastwood, perteneciente a la generación que empezó a dirigir en los setenta, junto a Martin Scorsese, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola o Woody Allen, se ha convertido, pasito a pasito, en uno de los grandes del cine norteamericano, algo que en 1982, cuando dirigió El aventurero de medianoche, ya nos advirtió podía suceder. Desde aquí, no podemos sino felicitarnos por haber acertado en su vaticinio y ver cuán lejos, con Mystic River, ha conseguido llegar.



ROUND 2


Hoy casi nadie recuerda Vanya en la calle 42 (1994), aquel ambicioso experimento que cerró la carrera de Louis Malle (moría un año después) y —quizá por ello— nadie la ha sacado a colación al hablar de Dogville (2003), la última película de Lars von Trier. Se me dirá que son películas diferentes e incluso radicalmente opuestas. No lo creo. Si acaso podríamos hablar de ambición intrascendente —sin que esto signifique restarle mérito, más bien todo lo contrario— al referirnos al film de Malle y de trascendente al hablar del de Von Trier. Porque el danés sabe perfectamente lo que hace y, tras haberse convertido al catolicismo y adoptado una suerte de misticismo espartano, por llamarlo de alguna manera, se ha subido a su atalaya para sermonear al resto de la humanidad. Ni rastro de esto, sin embargo, encontramos en la obra de Louis Malle. En Vanya en la calle 42 unos actores charlan en escena en los momentos previos al ensayo de Tío Vanya (1899), el drama de Chejov, y, sin solución de continuidad, fundiendo ficción y realidad a la perfección, comienzan la representación, en uno de los momentos más mágicos de la historia del cine reciente.



Lars von Trier, radical y sin ambages, planta su cámara en un escenario teatral e igual que viene haciendo desde Rompiendo las olas (1996) se dedica a acosar a sus personajes —nunca mejor dicho, pues es el propio director el que lleva la cámara encima— para sacar la máxima verdad posible de sus rostros. Pero, y ahí está el genio, su planteamiento pretencioso y peregrino se vuelve real y único, al igual que en el caso de su compatriota Carl T. Dreyer, y consigue una película genial, de belleza sin par, que conjuga acercamiento y distancia mediante una interpretación realista en primerísimos planos y una puesta en escena teatral (la acción sucede en un pequeño pueblo de las montañas rocosas en Estados Unidos en los primeros años treinta, años de la ley Seca) que elimina decorados (la planta de las casas es dibujada con tiza, por ejemplo), algo que resulta clave en el desarrollo de la película y es explotado como elemento cinematográfico de primer orden, y deja aireadas todas las intimidades de los habitantes. Este choque entre artificio y realidad llega a su máximo exponente en las brutales escenas en que Grace (Nicole Kidman) es violada por primera vez y en aquella otra en que la madre de un niño al que Grace, por petición del pequeño —detalle suficiente para comprender la crudeza y retorcimiento de la historia—, ha golpeado se venga de ella rompiéndole una colección de figuras a las que tiene un afecto especial. Y es esta mencionada colisión la que dota de personalidad al film y, a su vez, lo hace creíble, al permitir al espectador asimilar —sin que el escozor impida el análisis— toda la violencia que contiene.



Poco más podemos decir de una película tan peculiar. Aunque tenga razón mi apreciado Carlos F. Heredero al hablar de ella como "la única película del festival (del festival de Cannes 2003) capaz de plantear nuevos retos al cine contemporáneo", dudo mucho de que Dogville vaya a suponer un reto para nadie, pues una película tan original y singular nace y crece de sus propios planteamientos y con ellos muere, sin que esto signifique que sea una obra totalmente aislada del resto de producciones de la actualidad, de hecho uno sólo de sus planos es más vanguardista e innovador que todos los efectos especiales juntos de la saga de Matrix creada por los hermanos Wachowski.



Así que informemos al lector de que Dogville es la primera parte de una trilogía —nada que ver con Matrix, no asustarse— que lleva por título América, país de las oportunidades, o, lo que es lo mismo, la visión que un danés que nunca ha pisado Estados Unidos tiene del sueño americano. Se trata de la tercera trilogía que lleva a cabo Von Trier. La primera, Trilogía europea, se compone de El elemento del crimen (1984), si no recuerdo mal definida por su director como un thriller de Hitchcock en un escenario de Tarkovski, Epidemic (1987) y la en su momento rompedora Europa (1991). La segunda, La trilogía del corazón de oro, donde da el giro radical a su carrera, está formada por Rompiendo las olas, Los idiotas (1998) y Bailar en la oscuridad (2000). Veremos qué nos depara esta tercera. Informemos también de que Dogville está interpretada por una sublime Nicole Kidman, ya excelente en Eyes Wide Shut (1998), testamento de Kubrick, y Los otros (Alejandro Amenábar, 2001) y fotografiada por el no menos válido Anthony Dod Mantle. Al igual que en sus últimos trabajos, Von Trier ha optado por grabar todo el material en cámaras digitales de alta definición e inflarlo posteriormente a 35 mm. para su proyección en salas.


NOTA: Esta reseña doble fue publicada por la revista Ruta 66 en diciembre de 2003.




6 comentarios:

  1. Mientras intentaba sacar de mi colección del Ruta el número de Diciembre de 2003 se ha caído de la balda una fotografía enmarcada de Mallarmé y se ha hecho añicos, el ejemplar tampoco estaba (tengo una importante laguna de sus números publicados en la primera década del siglo), empezamos mal...
    Reconociendo la calidad de este "Mystic River" prefiero al Eastwood de los años 70, aunque muchas de sus películas de entonces puedan ser consideradas ahora como "políticamente incorrectas"..., qué se le va a hacer.
    Von Trier es un director que me gusta, lo reconozco. No dispongo ahora del suficiente memorial activo para mencionar varias de sus películas, da igual, me basta con el sui generis de su movimiento de cámara. Las películas que mencionas en concreto no recuerdo haberlas visto.
    Haga usted el favor de ponérmelo más sencillo la próxima vez.
    Abrazos,

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  2. Pues vaya mal rollo, pobre Mallarmé. Aun obviando la incorrección política, no es hasta los ochenta cuando Eastwood rompe como director, Javier, con tres espléndidas películas aquella década, "El aventurero de medianoche", "El jinete pálido" y "Bird". Y Von Trier es un genio, solo por "Rompiendo las olas" y "Dogville" ya se merece todos mis aplausos.

    Abrazos.

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  3. Siempre infravalorado Malle, recuperaré esta película de la que como bien dices, casi nadie se acuerda, yo tampoco. Eso sí, la de Von Trier no la he visto-
    En cuanto a Mystic River" siempre me ha parecido una de las grandes películas de Eastwood, que sin duda es un grande del cine.
    En parte coincidía con tu criterio y visión del film, pero tú enriqueces la valoración previa que yo tenía con tu brillante texto.
    Un gran post amigo.
    Un abrazo.

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  4. Pues de Malle hablo en breve, Addi. Me encantaría que vieras "Dogville" a ver qué opinas. A mí también me parece "Mystic River" de lo mejor de Eastwood. Muchas gracias por lo del texto, lo escribí hace dieciséis años y hubiera cambiado alguna cosa, pero he preferido dejarlo tal y como apareció en Ruta 66 en su momento.

    Abrazos.

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  5. Mystic River son palabras mayores de la historia del cine. Un lujazo leerte sobre cine. Abrazos.

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  6. Y "Dogville" también, camarada. Gracias por el comentario.

    Abrazos.

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