Made In Japan bien pudiera servir para compendiar toda una época en la que muy buena parte del rock and roll vive del y por el exceso, planta en él sus credenciales y sueña con fundir a Chuck Berry y Eddie Cochran con Beethoven y Bruckner —por ejemplo— como si quisiera ser admitida en los conservatorios. Solo algunos salieron bien parados de tan fastuoso intento sin que el instinto popular, inmediato y primigenio de la música del diablo se perdiera en el camino. Entre ellos, claro, Deep Purple, inmortalizado en su segunda formación, en Japón, en 1972 y en directo, gracias al magnífico y mítico doble elepé que hoy llega a Ragged Glory cual trueno vinílico surcado por la aguja de mi tocadiscos. Hard rock que tiende a ser progresivo y sinfónico —el gusto de Jon Lord por las músicas clásica y barroca—, pero que demuestra, como afirmaba Fernando Pardo, que "se puede delirar en directo sin flojear, sin perder el control. Lo que
parece macarrismo es la misma agresividad de MC5 o los Stooges, los
grupos high energy más santificados por la crítica". Eso es. Los siete temas que ocupan las cuatro caras del artefacto en cuestión —explayándose durante hora y cuarto— proponen un despliegue técnico extraordinario que es cercanía y pasión, no distancia y erudición, cuyo desarrollo interpela a nuestro estómago antes que a nuestro cerebro, aunque éste también sea invitado.
La cara uno lleva al paroxismo esa agresividad controlada de la que habla Pardo mediante gloriosas versiones de Highway Star y Child In Time registradas en Osaka el 16 de agosto. Little Richard y Bach son conjurados en el primero de los temas por una base rítmica arrolladora (Ian Paice y Roger Glover), un Ian Gillan frenético y dos solos de Ritchie Blackmore y Jon Lord que —guitarra y órgano respectivamente— extraen notas y sonidos ya eternos que los millones de reproducciones en todo el mundo jamás han menoscabado. El misterioso órgano de Lord, la batería gradual de Paice (platos, timbales, bombo, caja), la voz (moderada en principio) de Gillan y, al final, el bajo de Glover fabrican un crescendo que estalla cuando entran las seis cuerdas de Blackmore, y Gillan empiezan a soltar esos alaridos que parece van a romper los altavoces. Hablamos, por supuesto, de la mencionada Child In Time. El tempo se acelera para que Blackmore realice una tremenda exhibición que, una vez concluida, es reemplazada por el motivo principal y el segundo crescendo del corte, sintiéndose de nuevo esa mezcla de pánico y estupefacción —que será el hazmerreír del punk— ante los agudos chillidos que salen de las cuerdas vocales de Ian Gillan. Una coda remata los doce minutos y medio de la canción para júbilo del público nipón, que aplaude a rabiar.
La segunda cara viaja al día anterior, sin moverse de Osaka, para que el riff más famoso de cualquier tiempo y lugar, el de Smoke On The Water, dé paso a una interpretación espléndida del tema. The Mule, el 17 de agosto en Tokio, da pie a la eterna discusión sobre los solos de batería y las bandas de rock. El que aquí hace Paice es muy bueno, pero cierto que el percutir durante varios minutos sin el acompañamiento de otro instrumento resulta enormemente tedioso (e incluso sobrante) para muchos oyentes, entre los que puede haber fans del hard rock y de Deep Purple. Sin embargo, es parte de un conjunto indivisible, tan representativo del quinteto y de su tiempo que no puede ser obviado.
De nuevo en Osaka, el día 16, la tercera parte del doble elepé recupera la unanimidad gracias al hard blues de Strange Kind Of Woman y el diálogo que establecen Blackmore y Gillan. El vanguardista prólogo de Jon Lord en Lazy (en el que intercala los acordes de Louie Louie y C Jam Blues) —mismas fecha y ciudad que The Mule— es seguido de un punteo muy jazzístico de Blackmore, antes de que todo el grupo se lance a la carrera practicando un R&B progresivo en el que Lord suena a Jimmy Smith regalándonos un pequeño y soberbio solo, Gillan toca la armónica y Blackmore introduce el motivo principal de la primera de las rapsodias suecas de Hugo Alfvén. ¡Ahí es nada!
La última cara de Made In Japan (Osaka, 16 de agosto) la ocupa en exclusiva Space Truckin', que en vivo multiplica por cinco su duración en Machine Head hasta convertirse en un monstruo psicodélico en el que cabe por igual un fragmento de Los planetas de Holst (Júpiter) tocado por Lord, la improvisación atonal y free o el saqueo de uno de los temas del propio grupo, Fools. Perfecta exageración o hipérbole la que es utilizada para concluir un documento indispensable —el que fija la primera visita de Deep Purple al país del sol naciente— si se quiere conocer una estética musical que dominó el rock durante buena parte de los años setenta, si bien lo que en unos era plomizo, pedante y ridículo, en Made In Japan y el quinteto inglés resulta vibrante, embriagador y pleno de groove. Y, sin ningún género de dudas, influyente hasta la médula.
Caso análogo al de Motörhead que veíamos en la anterior entrada, la marca Ramones fue durante su existencia garantía de bondades musicales basadas en la sobriedad interpretativa, el minimalismo compositivo y la eterna adolescencia. Al igual que el Rock 'N' Roll del a la sazón cuarteto británico, Halfway To Sanity fue editado en septiembre de 1987 —un momento de popularidad bajo para la banda—, y nunca ha gozado de gran estima. Sin embargo, escuchar las doce canciones que contiene durante su media hora de duración —casi treinta años después de que fuera dado a conocer— sigue siendo un placer para quien esto escribe y muestra de la calidad infalible de los neoyorquinos.
Dee Dee Ramone y Daniel Rey son los autores del entrañable corte encargado de abrir la lata en forma de power pop, I Wanna Live, cuyo explícito estribillo es (o debería ser) apotegma reivindicativo para cualquier chaval en sus cabales: "Quiero vivir mi vida", claro que sí. Dee Dee y Johnny Ramone endurecen el asunto con Bop 'Til You Drop, mientras que Garden Of Serenity repite los compositores y el estilo de la primera de las canciones. Más agresivos aún que en Bop 'Til You Drop, Johnny y Dee Dee se acercan al hardcore en Weasel Face sin moverse de las coordenadas clásicas e inconfundibles de los Ramones; coordenadas en las que ahonda Joey Ramone mediante Go Lil' Camaro Go y la ayuda de Debbie Harry en los coros. Richie Ramone hace su valiosa aportación —como ya había hecho en anteriores elepés con Humankind o Somebody Put Something In My Drink— entregando I Know Better Now. Joey Ramone vuelve a tomar el riff de The Next Big Thing a los Dictators (¿recuerdan I Just Want To Have Something To Do?) para la, por otro lado, estupenda Death Of Me. No quieren dejar de defender la cara más salvaje o punk del grupo Dee Dee y Johnny, explicándonos en minuto y medio y a toda pastilla que I Lost My Mind, potentísimo rock and roll desde el psiquiátrico.
"He perdido la cabeza
Dame algo de piel
Dame algo de ginebra
Quiero algo de vino",
canta desaforado y muy convincente el bajista, sustituyendo a Joey en esta ocasión. El alma pop de éste queda clara en A Real Cool Time, exacta antítesis de I'm Not Jesus, hardcore a lo Bad Brains de la mano de Richie Ramone en su segunda composición para el álbum. Bye Bye Baby es la triste balada de turno, si bien las palabras de derrota amorosa de Joey Ramone no suenan igual ahora que uno se aproxima a los cuarenta y cuatro que cuando las escuché por primera vez con dieciséis, pues la vida y los años han hecho su labor de castigo. De cadencia stooge, Worm Man (Dee Dee Ramone) despide Halfway To Sanity dejándonos con ganas de más sin que haya remedio. O sí: repasar cualquier pieza de la obra de los autores de Rocket To Russia y corroborar lo que al principio declaraba: no hay en ella una sola grabación innoble. ¿Alguien opina lo contrario?
Como el cerdo, todo es aprovechable cuando hablamos de la discografía de Motörhead. Por supuesto que entre Overkill y March Ör Die hay una distancia insalvable —a no ser que seas una fan acérrimo que considera una genialidad cualquier cosa en la que se oiga la voz de Lemmy—, pero jamás se podrá decir que los autores de Ace Of Spades han grabado un álbum malo o se han desviado esencialmente de su estilo. Su homenaje al Rock 'N' Roll que hoy traemos —publicado en 1987— quizá no esté entre lo más granado de su obra, pero varios de sus temas son verdaderamente brillantes y en conjunto supera el aprobado.
Se declara Kilmister "enamorado del rock 'n' roll" en la magnífica canción —homérica defensa contra viento y marea de la música del diablo— que abre y nombra al elepé con un ímpetu arrollador que debe mucho al tremendo percutir de Philthy Taylor. Eat The Rich, registrada para la película del mismo título, es otra maravilla de cachondísima letra y soberbias guitarras (entre ellas la slide de Phil Campbell). Si Blackheart es puro y vibrante boogie metalizado, el de Stone Deaf In The USA es punk y acelerado, pudiendo disfrutar de la segunda slide guitar de la función gracias a Würzel. El pequeño y paródico sermón del Monty Python Michel Palin precede a la parte más floja del trabajo, pues ni The Wolf, Traitor o Dogs son, sin poder calificarlas de mediocres, demasiado destacables a pesar de contener algún buen solo de guitarra. No pasa nada. All For You lo remedia mediante su romántico grito de desamor en el que high energy, garage rock y heavy metal construyen una de las composiciones más pegadizas de Motörhead, rendido aquí a las emociones sentimentales; y Boogeyman corrobora la recuperación con un zambombazo que deja noqueado incluso al oyente más curtido y echa el cierre a un álbum que no pasará a los anales del arte que defiende, aunque al menos dos de sus terceras partes sean un bocado muy apetitoso de una de las bandas más impenitentes que se hayan conocido.
Ni imprescindible ni deslumbrante, el acercamiento del cuarteto de Dave Brubeck a la música de las películas de Walt Disney sí es altamente curioso y de indudable calidad. Como decía George Avakian en las notas originales de Dave Digs Disney (1957), "Parece extraño que el cuarteto de Brubeck toque suficientes temas de las películas de Disney como para formar un álbum completo, pero sencillamente sucede que el repertorio de Dave ha incluido estos temas durante bastante tiempo". No era casual. Las posibilidades melódicas y armónicas de las composiciones, como el propio Brubeck reflexionó, abrían diferentes opciones para practicar variaciones con las que convertirlas al jazz y su mundo lírico e improvisador.
La adaptación más extensa de todas es la primera, Alice In Wonderland. Tras una introducción de Dave Brubeck al piano entra el resto del grupo, extrayendo Paul Desmond un buen y distendido solo a su saxo alto al que sigue uno más denso de Brubeck. Terminados ambos, los dos intérpretes establecen un amistoso diálogo previo a las breves improvisaciones de Norman Bates al contrabajo y Joe Morello a la batería. Give A Little Whistle, de la banda sonora de Pinocho, se transforma también en hermoso cool jazz, pudiéndose decir de las intervenciones de Desmond y Brubeck lo mismo que de las de Alice In Wonderland, si acaso el solo del primero es algo superior al realizado en el tema del film basado en la novela de Lewis Carroll. Cargada de swing, ritmo y alegría, la archiconocida canción de los siete enanitos (Heigh-Ho) aumenta la velocidad del elepé al fagocitar Dave Brubeck y los suyos esta composición incluida en el primer largometraje que produjera Walt Disney. When You Wish Upon A Star, asimismo de Pinocho, muestra a un cuarteto comedido y ligeramente melancólico, siendo el solo de Paul Desmond y la despedida de Brubeck en solitario lo más destacable del corte. Blancanives y los siete enanitos es la película elegida para completar el disco con dos de su temas (y llevarse la palma con tres en total): Someday My Prince Will Come y One Song. En el primero de ellos, tantas veces versionado por artistas del mundo del jazz, encontramos una bella interpretación de Desmond y una realmente magnífica, elegantísima de Brubeck, sugiriendo aires de vals la finura de sus dedos; mientras que en el segundo es Paul Desmond el protagonista soplando estupendamente su saxo.
Citados brevemente, es de justicia hablar de la notable labor rítmica de Joe Morello y Norman Bates, pareja sin la cual Dave Digs Disney no hubiera podido ser hilvanado y el lucimiento de Desmond y Brubeck sería menor. No había alcanzado todavía el cuarteto de éste el impresionante nivel que alcanzaría dos años más tarde en Time Out, pero ya era alto el que quedó plasmado aquí, sirviéndose de las melodías popularizadas por las películas de animación de la factoría Disney.
Curiosa la apuesta de Jean-Pierre Jeunet, que con
Amélie (2001)
retomaba su carrera francesa y dirigía su segundo proyecto en solitario tras el
absoluto fracaso artístico de Alien: Resurreción
(1997 ) —cuarta parte de una saga finiquitada de sobra por Ridley Scott en la primera—,
tímida aplicación a la maquinaria hollywoodiense de su praxis
cinematográfica. Ya en solitario, sin la compañía de Marc Caro, Jeunet
recuperaba el universo de Delicatessen
(Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, 1991), su primera y divertida película, y firmaba su
mejor obra, a base de un desmesurado estilo de acumulación que recordaba, en
parte, al Terry Gilliam de Miedo y asco en Las Vegas (1998). Un estilo en el que el ingenio se sitúa por encima de la
verdadera creatividad, aunque en este caso las virtudes sean innegables y el
resultado positivo, al contrario que en La ciudad de los
niños perdidos (Jeunet y Caro, 1995) y la mencionada Alien: Resurección,
que parecen chistes malos contados por algún graciosillo.
Amélie Poulain es una joven parisina que trabaja en un café. Un día —el mismo
día en que muere Diana de Gales— descubre en su casa una caja con los recuerdos
de infancia de alguna persona y decide buscar a su propietario. Si éste muestra
alegría al entregársela se dedicará a hacer el bien; si no, será indiferente.
Con este planteamiento, y haciendo como Rohmer hincapié en las casualidades,
Jeunet construye un mosaico de personajes y situaciones surrealistas —que no
son sino hipérbole del costumbrismo galo— en el que tiene más importancia el desarrollo
de cada una y la descripción de cada uno que la trama en sí, la cual adolece —prácticamente inexistente de manera consciente— de una construcción
más sólida, cayendo por momentos en arritmias indeseables.
Cargado de angular y todo tipo de artificios visuales y sonoros, Jeunet cuenta,
en el fondo, una pequeña historia cotidiana —llena de amor por el detalle— de
una forma diferente, siempre vistosa y atractiva para el espectador. Que este
estilo sea discutible ya es agua de otro cantar. Las películas de Jeunet son un
collage en las que todo cabe (desde la publicidad hasta el cine de Tati,
pasando por un gusto indudable por los juegos infantiles), y esa dispersión
hace temer lo peor de los criterios estéticos tan latos que, por querer ser mucho, acaban convertidos en nada. Pero creo que en esta ocasión dichos criterios no sirven para crear un
delirio vacuo, sino más bien una entrañable historia de sentimientos a todos
cercanos, o al menos fácilmente identificables. No es Amélie, en definitiva, una película por la que yo pondría la mano en el fuego, pero sí una que defiendo, aunque airee ciertas dudas o reticencias que me asaltan sobre su verdadero valor. Las mismas dudas o reticencias que puede guardar una caja como la que la protagonista del film encuentra.
The Soundtrack Of Our Lives es un ejemplo perfecto para abordar el estado del rock and roll en los últimos treinta años, pues, aun siendo uno de los grupos que mejor lo ha practicado, sufrió de las limitaciones de un género musical más preocupado por mirar al pasado que por abrir vías hacia el futuro. Incluso una banda tan personal como la sueca, capaz de dar con una configuración artística muy reconocible, no pudo (y no quiso) evitar a lo largo de su excelente trayectoria que sus costuras fuera vistas. Siento cierta perplejidad y dolor al escribir estas consideraciones, ya que nada más lejos de mis intenciones que el criticar al sexteto de Ebbot Lundberg, pero creo que la pasión no debe cegar el análisis racional de los fenómenos creativos.
Tan exuberante como sus dos anteriores entregas, Behind The Music (2001, tercer disco del TSOOL) confirma y ensancha la grandeza allá reflejada, trayendo fresca y novedosa al siglo XXI la mejor tradición pop de los años sesenta. Canciones magníficas y variadas en las hay riffs que huelen a los Stones, estructuras influidas por los Beatles, psicodelia que viene de Love y de los Byrds o una sensibilidad melódica que podemos emparentar con los Zombies o los Kinks; pero en las que hay también una continuidad de esas cadencias y esas maneras que ya están en los dos últimos discos de Union Carbide Productions y se han solidificado en los dos primeros de TSOOL. Es decir, los suecos tienen estilo, no copian; se apropian, sin ocultar de dónde procede su inspiración. Singles irresistibles, rompedores y definitivos en un mundo mejor (Sister Surround, 21st Century Rip Off, Nevermore, Still Aging); viajes ácidos y fascinantes de falsa, destructiva placidez (In Someone Elses Mind, Broken Imaginary Time); pequeñas y lujosas suites pop cantadas (Mind The Gap, Independent Luxury); baladas esperanzadas y sobrecogedoras ("Todavía soy un niño" y "Todavía creo en ti") que hacen que toda tu existencia reclame sus derechos (In Your Veins); y finales astrales para acabar Into The Next Sun, formidable composición in (delicado) crescendo que redondea un álbum espléndido cuya excelencia no rebajan un ápice los peros científicos del primer párrafo. Excelencia que ya no será alcanzada por el resto de la obra del grupo escandinavo, a pesar de ser notable y totalmente recomendable.
Deudor del labrado por sus maestros, pero capaz de darle un acabado peculiar, Behind The Music supondrá un techo de rico artesonado imposible de igualar por The Soundtrack Of Our Lives y por la mayoría de contemporáneos dedicados al ya clásico arte del rock and roll y derivados. Que éste se envilezca cada vez más con el paso de los años por no saber desprenderse de rémoras pretéritas que le impiden crecer no es óbice para que las composiciones del adorable sexteto sueco nos sigan llevando por territorios en los que solo a la belleza le está permitido habitar.
Entre la sublimación de un modelo (Rubber Soul) y el nacimiento de una era psicodélica en la que, como dirían los Dictators, Sgt. Pepper enseñará a tocar al grupo, Revolver (1966) aparece como la pieza de transición más definitiva que uno pueda imaginar. La ambición artística de los Beatles y su concienzuda investigación de los aspectos técnicos del estudio de grabación van a dar con un álbum formidable y decisivo cuya inmarcesible belleza sigue sorprendiendo por igual a legos e ilustrados, a expertos y recién llegados a la obra de los cuatro de Liverpool.
Y sorprende desde el primer momento. Es difícil fijar con exactitud el contraste que la yuxtaposición de Taxman y Eleanor Rigby establece, pues es de tal magnitud que pocas bandas podrían hacer algo así sin perder el oremus estético. La crudeza eléctrica, roquera del tema de George Harrison —más que adecuada para criticar a los recaudadores de impuestos— es seguida de la tristeza hecha canción y puesta en escena por los dos cuartetos de cuerda que escoltan la voz de Paul McCartney. La ironía y el desgarro se complementan contraponiéndose con inopinada exactitud, logrando uno de los comienzos más sublimes que servidor haya escuchado en los miles de elepés que han pasado por sus oídos. Llega el turno de John Lennon en I'm Only Sleeping, excelente composición para representar la languidez del sueño, y en la que destaca el solo de guitarra de Harrison manipulado por George Martin en busca del efecto ácido de su sonido. Esa misma psicodelia de las seis cuerdas amplificadas y trastocadas por la consola de grabación está en Love To You, primer acercamiento de Harrison a la música india, que aun habiendo ya tocado el sitar en Norwegian Wood, no es hasta Revolver cuando se adapta a sus estructuras. Here, There And Everywhere muestra de nuevo la exquisita sensibilidad de Paul McCartney, gracias a una hermosísima composición en la que destacan los prominentes coros de Lennon, Harrison y él mismo. La archiconocida Yellow Submarine, cantada por Ringo Starr, no está a la altura del material que le rodea, tema menor de McCartney lleno de ruidos y voces —Brian Jones es el de los vasos— que lo hacen al menos curioso. La cara 1 del elepé finaliza con She Said She Said, que, retomando querencias ácidas y psicodélicas nombradas, viaja de la mano de John Lennon directamente a las fuentes, pues es el LSD el que sostiene su letra.
El McCartney más inspirado escribe Good Day Sunshine, extraordinaria escultura pop erguida sobre los fantásticos pianos honk tonk de Macca y George Martin. No quiere ser menos Lennon con And Your Bird Can Sing, otra delicatessen en la que los solos de Harrison van a misa y marcan la diferencia. For No One hace que nos arrodillemos ante el talento infinito del Paul McCartney, autor de esta maravillosa canción de desamor de sobresalientes clavicordio (McCartney) y trompa (Alan Civil) y cortante final. Mixtura beat de rockabilly y country, Doctor Robert introduce en su desarrollo dos muescas diferenciadoras en las que el armonio de Lennon y los coros de McCartney delatan su admiración por los Beach Boys. Tercera y no menos válida aportación de George Harrison, I Want To Tell You es una delicia a la que sigue el acercamiento del grupo al soul, vientos incluidos, y con un McCartney cantando de maravilla y desatado en el estribillo: Gotta To Get You Into My Life. Tomorrow Never Knows pone el (paradójico) broche de oro al elepé con el primer tema registrado en las sesiones del mismo. Los loops y las manipulaciones sonoras caracterizan la composición de Lennon, que preconiza sin problema todo el rock electrónico que va de Kraftwerk a Chemical Brothers y sitúa al cuarteto inglés en una galaxia de la que pocos o nadie habían oído hablar.
El mencionado Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, Magical Mystery Tour, The White Album, Abbey Road y Let It Be llegarán con posterioridad e incidirán en la maestría y el tesón de los Fab Four, pero la gloria alcanzada con Revolver (y Rubber Soul) jamás será superada, en todo caso igualada. Momento único y privilegiado de la historia del rock and roll, el que en agosto de 1966 ve la luz nos permite recrearnos en él todas las veces que nos apetezca, pero siempre a sabiendas de que no volverá a repetirse. El tiempo en el que cuatro todavía jóvenes pioneros decidieron que ya nada sería igual.
Suena a excusa y dejadez el eterno sambenito de clones de los Stones cuando uno se para a escuchar con atención un disco como Toys In The Attic (1975). A mediados de los setenta, Steven Tyler, Joe Perry y compañía se hallan en un momento sumamente inspirado, y su afán de crecer e investigar va a quedar plasmado en un disco tan espléndido como su tercer trabajo, en el que, sin dejar de estar presentes sus influencias, Aerosmtih demuestra ser una banda versátil, curiosa e independiente de sus fuentes primarias de inspiración.
Toys In The Attic descorcha la botella literalmente, nada de metáforas, pues la canción es un balazo hard que recorre volando su camino hasta Uncle Salty, donde sigue mandando el rock duro, aunque a menos revoluciones y con algo de boogie en su interior. Dos temas redondos, sea como fuere. Más boogie es el que contiene Adam's Apple, lúdica y picante adaptación del famoso mito bíblico. Walk This Way es una de las mejores, más famosas y originales canciones de los autores de Get Your Wings. El pegajoso funk rock de la estrofa, el perfecto riff de guitarra, el irresistible estribillo, el solo final de Joe Perry: todo se conjunta para dar con un tema ya clásico capaz de revolucionar cualquier fiesta. Swing y rock and roll se alían en la versión de Big Ten Inch Record (Fred Weismantel) antes de que, tan especial como Walk This Way, Sweet Emotion exija su puesto como cima del elepé. Lógico que así sea: su psicodélica introducción, su peculiar cadencia y sus imparables guitarras rítmicas y solistas la hacen merecedora de dicho trofeo. No more No more es un estupendo rock and roll que huele a Richards y a Berry, sí, pero también a Bad Company y Mott The Hoople, y del que Boston —grupo paisano de Aerosmith— aprenderá bastante. De tempo lento e influjo zeppeliano, Round And Round sería el corte más largo del disco de no ser porque el siguiente, You See Me Crying, le supera en unos segundos. Qué tiempos aquéllos en los que el quinteto norteamericano hacía baladas en las que la dignidad y la comercialidad no estaban reñidas, como es el caso de la canción sentimental que culmina Toys In The Attic con la misma brillantez con la que había comenzado; corroborando, pues, que estamos ante la obra maestra de uno de los grupos más insignes y creativos surgidos en los años setenta. Norteamericano para más señas, de criterio propio, e injustamente acusado de copiar a Sus Majestades Satánicas por los morros de su cantante y principal compositor.