Sin duda una de las obras más extremas paridas por el krautrock, el debut de Faust en 1971 sigue ofuscando, inquietando, trastornando, conturbando, asustando o irritando (elijan gerundio según la reacción) a la mayoría del público que se acerca a él, con o sin advertencias previas. Da igual que haya pasado medio siglo (o no da igual: la sensibilidad y la capacidad de concentración del oyente medio han caído en picado): la provocación y la novedad se mantienen intactas en un elepé (y una banda) que utiliza el rock para deformarlo, maltratarlo e incluso negarlo, si bien usándolo como vía de contacto con las expresiones artísticas de raíz popular.
Bien es sabido que la prioridad de los grupos alemanes que surgen a finales de los sesenta y principios de los setenta bajo la etiqueta kraut es establecer un discurso europeo que crezca sobre la música del diablo, pero añadiéndole elementos vanguardistas (desde el free jazz y la atonalidad post schönbergiana hasta el dadaísmo) y teniendo como referentes de aquélla a Franz Zappa o la Velvet Undergruond y no a los Beatles o los Rolling Stones. Y no nombro a ambas y esenciales bandas por casualidad, sino porque la pieza que abre Faust cita al comienzo sendas canciones señeras de las dos instituciones británicas, Satisfaction y All You Need Is Love; cita mínima y borrosa que las descarta inmediatamente. No se sabe bien si es homenaje o burla (podrían ser los dos), sí que parece una toma de posición diáfana que no deja títere con cabeza: lo de Why Don't You Eat Carrots es otra cosa, que apela al collage electrónico, al cabaret, a la fanfarria y a la psicodelia. Cuando la escucho me vienen a la cabeza por igual una taberna teutona perdiéndose entre la bruma y la imagen de Stockhausen y Berio —tremendamente concentrados— escribiendo partituras imposibles mientras pulsan algún instrumento con teclas o manejan un extraño secuenciador. Genuino y, para mí, genial.
Si Meadow Meal empieza llevando el barroco de Bach a la música concreta de Shaeffer, es capaz de girar hacia el rock pesado de Cream y Deep Purple, sumar el ruido de la lluvia y llegar a un adagio interpretado por un órgano fantasmal. Y esto ha sido solo la primera mitad del álbum. La segunda es ocupada exclusivamente por Miss Fortune y su cuarto de hora largo. Mutante al igual que sus compañeras, la suite parte como space rock guiado por la guitarra en wah-wah de Rudolph Sosna en el que hay taninos de los Stooges, la Velvet y Miles Davis para mudar en sus dos tercios finales (es decir, en la mayor parte del tema) y entregarse —sin concesión alguna a la comercialidad— a los sonidos aleatorios desde una perspectiva no muy diferente a la de John Cale o Mauricio Kagel, aunque en esa aleatoriedad haya lugar para el rock y el aria en medida similar a la disonancia, la abstracción atonal y las manipulaciones efectuadas con las cintas en el estudio.
Tanto y tan abrumador "que nadie sabe / si realmente sucedió", tal y como rezan los dos últimos versos que oímos en Faust, el diseño transparente del elepé es el adorno creativo que remata una faena rompedora y comparable con la de Tago Mago y Can ese mismo año. Cuando alguien hable de originalidad o mirada diferente en el ámbito del rock, que repase antes los dos trabajos para repensar sus palabras. A no ser que quiera ser zaherido o le dé igual cultivar públicamente la ignorancia, claro.