Entre la película de los hermanos Marx que emite la televisión en el hospital psiquiátrico en el que se encuentran James Cole (Bruce Willis) y Jeffrey Goines (Brad Pitt) al principio de la cinta —mostrada de refilón, pero mostrada— y los dos largometrajes de Hitchcock que ven en un cine Cole y Kathryn Railly (Madeleine Stowe) en su último tramo —en este caso apropiándose de toda la pantalla e incluso integrándose en el argumento las inmortales Vértigo (1958) y Los pájaros (1963)— trascurren los Doce monos de Terry Gilliam y 1995, imponiéndose el romanticismo y el fatalismo del inglés sobre la comicidad disparatada de los norteamericanos, asociada asimismo a los Monty Python de los que, como es sabido de sobra, fue miembro Gilliam.
Admitiendo la personalidad del autor de Los héroes del tiempo (1981), nunca ha sido un director que me haya fascinado. Su uso del gran angular o de los planos de cámara torcida, que en el caso de Orson Welles o Stanley Kubrick me suele gustar mucho, mezclado con su particular sentido del humor, no llama mi atención por lo general e incluso llega a chirriarme, pero en el caso del film que hoy comento me convence y no arruina el guion de David y Janet Peoples, cuyo enfoque existencial y poético ya había explotado el primero escribiendo (en compañía o solo) el libreto de las magistrales Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y Sin perdón (Clint Eastwood, 1992).
Partiendo y reelaborando el cortometraje de 1962 La Jetée (Chris Marker), Gilliam construye un mundo distópico que conecta con el kafkiano y orwelliano de Brazil, su famosa película de 1985, y mantiene las constantes histriónicas de su cine, si bien aquí su mirada no sacrifica el relato en su conjunto ni se sitúa por encima de él. Y, además de ello y haciendo crecer exponencialmente su creatividad, el modo en que las imágenes y la música de Vértigo (algo menos en el caso de Los pájaros) afectan a la media hora final, apareciendo de manera inopinada y casi mágica e incardinando su exaltación sentimental y su desesperación ineluctable al destino de los protagonistas, me gana para la causa de Doce monos, pues acrecienta el lirismo de su paradoja temporal y ayuda a escarbar en las emociones amorosas ligadas a las situaciones límite. Aunque seguro que serán diversas las que despierte en el espectador, pues amplios son los matices del para mí mejor trabajo de Terry Gilliam. Entre ellos, no podía quedar sin nombrar la Suite Punta del Este, la característica música de tango de Astor Piazzolla que puntúa aquí y allá la obra.