El viaje de los faraones egipcios tras la muerte es el asunto que vertebra el fascinante tercer elepé de Brainticket, Celestial Ocean (1973). Liderado y fundado por el belga Joël Vandroogenbroeck, que reside en Italia cuando se graba el disco que nos ocupa, el grupo se ha convertido en un trío que completan Carole Muriel y Barney Palm, músicos ambos que ya habían participado en el anterior Psychonaut. De educación clásica, Vandroogenbroeck buscará desde joven sus conexiones con expresiones sonoras populares (sin desdeñar sus raíces cultas), bien a través del jazz en los años cincuenta o del krautrock a finales de los sesenta, experiencia ésta que devendrá fundamental a la hora de establecer los parámetros estéticos que guiarán la obra de Brainticket.
Dividido en ocho temas (cinco en la primera cara, tres en la segunda) que se suceden sin interrupción, Celestial Ocean, entre lo ontológico, lo onírico y lo lisérgico, se desplaza a la antigüedad egipcia utilizando métodos de estricta vanguardia. En efecto. Egytian Kings abre el álbum con un pasaje de música concreta que, sin cambiar de corte, se transforma en pop progresivo y electrónico. Difícil de especificar dónde acaba la primera y dónde empieza la segunda, Jardins y Rainbow proponen un folk matizadamente atonal en el que la cítara, la guitarra, la flauta y la palabra hablada crean una atmosfera embelesadora. Los teclados, sintetizadores, percusiones y generadores electrónicos se olvidan de los matices y se introducen en la atonalidad más experimental en la extensa Era Of Technology, trayendo a la cabeza del oyente cultivado adalides del kraut como Faust o Can y de la música clásica del siglo XX como Pierre Schaeffer, Luciano Berio o Pierre Boulez. Flauta y cítara se suman en To Another Universe a los instrumentos de la composición que la ha antecedido, rebajando la intensidad para transportarnos con calma hipnótica a ese universo paralelo.
Sobrevuelan los surcos de una segunda cara algo más breve que la primera, pero igual de espléndida, los ecos de Popol Vuh, Gong y los Kraftewrk previos a Autobahn. The Space Between —pieza dominada en su primer tramo por un secuenciador o similar que se hace pasar, valga la comparación, por un violín sonando como una sierra— apuesta por un ambient muy creativo que va de lo industrial a lo étnico, mientras que Cosmic Wind retoma el space folk de Jardins y Rainbow en su línea instrumental, sonora y estilística. Los reyes egipcios y su mundo funerario, el universo, el espacio, el cosmos, el más allá…, todo desemboca en Visions: ¿sueño o realidad? Desarrolla un Vandroogenbroeck cercano a la new age sus dotes de pianista avezado que cuela alguna escala que huele a swing y rompe con su caudal melódico de teclas nostálgicas el discurso psicodélico de Celestial Ocean, recuperado en el último momento mediante sintetizadores y voces que llaman a los reyes egipcios.
El diseño de la carpeta abierta (del propio Vandroogenbroeck) que protege el vinilo y los textos místicos de Muriel que llevan portada y contraportada potencian dicho discurso, el de un elepé bellísimo de una banda realmente especial dentro de un movimiento tan original y rompedor como el del krautrock. En esta ocasión con Joël Vandroogenbroeck a los teclados, sintetizadores, flauta, guitarra y voces; Barney Palm a las percusiones, voces y armonio; y Carole Muriel a la cítara, sintetizadores, instrumentos electrónicos y voces.
No creo que muchos aficionados conozcan o recuerden esta grabación en vivo de 1971 en la que Dizzy Gillespie comparte escenario con Dwike Mitchell y Willie Ruff, o el Mitchell-Ruff Duo. Si del primero, pianista, no hay apenas vida conocida fuera de su dúo, al contrabajista y trompista le podemos escuchar en varios trabajos, entre ellos los míticos Miles Ahead y Porgy And Bess de Miles Davis y Gil Evans y el Songs Of Leonard Cohen del autor canadiense. Ya el primer tema (Con alma) nos enseña a un Gillespie cálido e inspirado, cerca de nueve minutos para disfrutar de su trompeta, las teclas de Mitchell y el contrabajo de Ruff. Dartmouth Duet (con Ruff a la trompa) y el mítico Woody'n You (aquí con el apóstrofo después de la n) parecen hermosas miniaturas en comparación con los más de once minutos de Blues People, placentera y cómplice inmersión en la raíz de todas las músicas negras norteamericanas. Sigue habiendo mucho blues y un trío con ganas de agradar a la audiencia en Bella Bella, remate de un buen plástico que, sin ser imprescindible, cuando se tiene se retoma gustosamente alguna que otra vez.
Sin el In Concert y con portada diferente, el álbum se iba a reeditar en 1991 añadiendo tres temas registrados meses después que, en ausencia de Dizzy Gillespie, presentaban al dúo acompañante homenajeando al maestro Billy Strayhorn mediante versiones de Take The "A" Train, Chelsea Bridge y Raincheck. Excepto por el breve acercamiento a esta última pieza, que protagonizan trompa y piano, es un expresivo hasta la médula Dwike Mitchell quien monopoliza la pasión del dúo por el colaborador de Duke Ellington y compositor excepcional. Unos extras la mar de apetitosos a pesar de no hallar en ellos a uno de los músicos claves en la revolución jazzística de los años cuarenta.
"Can Soundtracks es el segundo álbum de Can pero no el álbum número 2. Can Soundatracks hace referencia a una selección de canciones y bandas sonoras de las últimas cinco películas para las cuales The Can escribió la música. El álbum número 2 será publicado a comienzos de 1971." Este breve texto impreso en la contraportada de Can Soundtracks ayuda a comprender su naturaleza, aunque el pragmatismo nos haga hablar de él como el segundo elepé de Can, puente entre un excelente debut (Monster Movie) y una de las más grandes y personales obras maestras de la historia del rock (Tago Mago). Puente —sí— forzado por la compañía discográfica y con la presencia en dos de los siete temas de un Malcolm Mooney que ya no es parte del quinteto, pero que contiene una de las canciones definitivas de los autores de Future Days: Mother Sky.
Puesto a la venta en 1970, Soundtracks significa el debut de Damo Suzuki en la banda formada en Colonia, cuyos tres años al frente de la misma devendrán el periodo esencial del más importante de los grupos etiquetados como kraut. Y no solo eso, pues su obra ha de situarse estrictamente al nivel de la de —buceemos por diferentes terrenos— Frank Zappa. la Velvet Underground, los Beach Boys, Love, Charles Mingus, Howlin' Wolf o Camarón de la Isla. La primera cara del trabajo trae tres temas de Deadlock, film de culto teutón. Homónimo, el primero es rock ácido de querencia épica registrada en la guitarra de Michael Karoli. Tango Whyskyman podríamos describirlo como pop y funk progresivos, ejemplo notable, en todo caso, de la faceta menos extrema de Can, ésa que no renuncia a su estilo —liderado por la percusión de Jaki Liebezeit— pero se muestra más accesible. Pieza breve, la versión instrumental de Deadlock es seguida de Don't Turn The Light On, Leave Me Alone, crescendo de origen funk y velvetiano para la película Cream que se adivina borrador de futuras composiciones. Soul Desert es un corte de rock tenso e hipnótico cantado por la garganta quebrada de Mooney e integrado en Mädcehn mit Gewalt.
Accionista mayoritaria de la misma, la segunda cara es acaparada por Mother Sky (banda sonora de Deep End), tour de force emparentado con los de Yoo Doo Right, Halleluhwah o Bel Air, aunque la proporción de hard rock —dictaminada por la guitarra solista de Karoli— sea mayor aquí. Sobre la base rítmica indispensable de Holger Czukay y Jaki Liebezeit, la voz de Damo Suzki, los teclados de Irmin Schmidt y las seis cuerdas Michael Karoli van haciendo sus aportaciones y dibujando el sonido inconfundible —libre, psicodélico, audaz— de Can. En comparación con los casi quince minutos y la intensidad de Mother Sky, los cuatro de jazz vocal de She Brings The Rain (segunda canción con Mooney) grabados para Bottom pueden parecer poca cosa; sin embargo, el radical contraste que supone (Czukay al contrabajo, Karoli al violín en un fragmento, la diáfana y relajada interpretación de Mooney, la ausencia de percusión) y la ligera modificación que sufre al final, al añadir Karoli electricidad al asunto, hacen de la composición que cierra Can Soundtracks una delicia. Disco de transición, Tago Mago a la vuelta de la esquina y lo que se quiera: un placer para mis oídos que se eleva por encima de la mayoría de plásticos paridos en lo que llevamos de siglo. Y no solo por Mother Sky.
La segunda etapa francesa de la carrera cinematográfica de Louis Malle, tras un periodo norteamericano del que saldrán películas como Atlantic City (1980), comienza con Adiós, muchachos (1987), cuya historia fuertemente autobiográfica, según cuenta Augusto M. Torres en su diccionario de cine, iba a ser la base de su primer largometraje en lugar de la novela de Noël Calef que serviría de base a Ascensor para el cadalso (1957). Treinta años de oficio y cuarenta y tres de sedimento emocional, pues, necesita el director de Lacombe Lucien (1974) —también ambientada en Francia durante la Segunda Guerra Mundial— para rodar la tragedia que vivió con tan solo once años.
Arranca Malle un trozo a sus recuerdos de 1944 en un internado religioso y lo convierte en
celuloide emotivo que lucha contra la melancolía e intenta que la vida respire ante el horror nazi. Solo en la última escena éste se impone a la cartografía contenida de Malle, y sus imágenes, sus diálogos y su voz en off final, aun siendo el autor francés tremendamente coherente con el estilo defendido durante la película, se rinden a la memoria rota por el dolor de su creador. No nos ha parecido hasta entonces tan lamentable la ocupación alemana, no hemos sido conscientes de hasta donde llegaban las consecuencias de ser judío. Son niños con sus gamberradas, risas y crueldades amplificadas por las restricciones bélicas, la ocupación y el colaboracionismo galo con el enemigo. Su día a día en el internado es narrado sin edulcoramiento pero sin subrayar excesivamente la dureza, aunque el espectador sensible pueda percibir que está al acecho en casi todos los fotogramas. La amistad entre el niño burgués y católico y el niño judío protegido por la congregación contrasta con el destino que les espera a cada uno, unidos ambos por una afición a la lectura que simboliza sin ambages la civilización contra la barbarie, el conocimiento y la cultura contra la ignorancia y la destrucción.
Toda la tristeza y profundidad que alcanza el título no cobra sentido hasta el mencionado
final. Es muy difícil que éste no haga un agujero en la conciencia de quien lo visiona, desgarro espantoso que individualiza el infierno colectivo que vivieron los judíos (y gitanos, homosexuales, comunistas, enfermos mentales, etc.) y las consecuencias brutales de la traición y el rencor. Unas escuetas palabras pronunciadas por un religioso ("au revoir, les enfants") llenan de hielo las almas, indicándonos por qué Adiós, muchachos es la única denominación posible para el largometraje de Louis Malle. Totalmente comprensible, entonces, que el siguiente que dirija sea la brillante comedia Milou en mayo (1989). Tanta congoja acumulada debía ser conjurada una vez puesta en escena. El mundo seguía girando a pesar de los pesares.
Imposible imaginar mejor acompañamiento sonoro al universo sofisticado y desternillante de La pantera rosa —mítica comedia dirigida en 1963 por Blake Edwards— que la música compuesta por su habitual colaborador Henry Mancini. Easy listening de primera categoría, el de Mancini no necesita ni de media hora para hacernos sonreír (a veces con cierta aflicción) e introducirnos en el lujo invernal de los Dolomitas donde el inspector Clouseau va a protagonizar toda serie de situaciones hilarantes provocadas por su torpeza.
Cool jazz, lounge y swing vía big band informan la mítica melodía y los arreglos del genial The Pink Panther Theme, espléndida composición de Mancicni magníficamente interpretada por una orquesta en la que brilla especialmente el saxo tenor de Plas Johnson. Instrumental o cantada por Johnny Mercer, It Had Better Be Tonight (Meglio Stasera) —samba y música ligera deslizándose por una rampa de felicidad orquestal— es en ambas versiones el otro gran clásico de nuestra banda sonora. No solo por su título, que también, Royal Blue pareciera convertir en notas la melancolía —espuria o sincera— de la clase alta, melancolía en la que van a insistir cuerdas, vientos, teclas y percusiones en los dos siguientes títulos: Champagne And Quail y The Village Inn. The Tiber Twist se explica por su nombre, así que todos a bailar con los amigos al guateque sesentero. Cortina y The Lonely Sailor retoman la tristeza existencial tras la mencionada y descrita versión cantada de It Had Better Be Tonight. Alusión directa al actor protagonista del filme y su saga, Something For Sellers es un delicioso chachachá vestido de cool (con los pertinentes solos de saxo y vibráfono) al que sigue otro tema cuyo título define, Piano And Strings, liderado por el romántico piano de Jimmy Rowles. Breve y circense, Shades Of Sennett despide una banda sonora asimismo sucinta pero muy sugerente y perfectamente adecuada a las imágenes a las que se debe. Las de The Pink Panther, primera y mejor de una serie de películas y origen por sus créditos de unos de los dibujos animados más famosos, ingeniosos y divertidos de todos los tiempos.
ROUND 1
Tras años de regateos, escarceos y ambigüedades —que, todo hay que decirlo, no
acaban de romperse—, Clint Eastwood ha entrado de lleno en las heridas de su
país —quizá obligado por el enorme dolor que ha causado en Estados Unidos el
once de septiembre— para crear su película más sincera, dura y desgarradora, si
exceptuamos la extraordinaria Los puentes de
Madison (1995), que es al amor lo que Mystic River
(2003) a la patria, deshecha, pero patria al fin y al cabo. Pues no olvidemos
que Clint Eastwood —al igual que el hoy tan en boga Michael Moore— es un
patriota próximo al partido republicano. Y ahí está la clave. Veamos.
Siempre he pensado que lo más interesante de la obra de Clint Eastwood —y de
otros cineastas clásicos de los que él proviene— no es lo que dice sino lo que
no llega a decir, porque no quiere, porque no puede, porque no se atreve o,
sencillamente, porque no sabe. Clint Eastwood no es un radical, ni un despojo
social, ni un antisistema, ni nada parecido. Es una persona perfectamente
asimilada por el sistema, igual que él lo tiene asimilado. Él no plantea el fin
del estado o del capitalismo, ¡estaría bueno! Pero, sin embargo, tiene la
suficiente perspicacia para darse cuenta de que algo no funciona y —y ésta es
la razón por la que nos ocupamos de él— sabe plasmarlo con elegancia. Igual que
John Ford, sin ir más lejos. Ejemplos sobrados tenemos en Un mundo perfecto
(1993) o Medianoche
en el jardín del bien o el mal (1997), donde una sociedad enrarecida es
observada con ironía (en la segunda) y cinismo (en la primera), elementos que
sirven a Eastwood de muro de protección. Muro que encuentra el espectador no
tanto porque lo haya construido el director, sino porque es el director mismo.
Y en esta coyuntura nos encontramos cuando, de repente e inopinadamente, se
estrena Mystic
River, con un Clint Eastwood que en sus últimos trabajos (la correcta Ejecución inminente
(1999), la divertida Space Cowboys
(2000) y la anodina Deuda
de sangre (2002) parecía venido a menos. Y en el muro —sin llegar a caer
del todo— se abren grietas lo suficientemente grandes para que descubramos las
fisuras. Quizá sea la edad (recordemos, por seguir con el paralelismo, al
último John Ford, con las excelentes y complejas El hombre que mató a
Liberty Valance (1962) y Siete mujeres (1966),
quizá el mencionado once de septiembre, el caso es que Eastwood arrostra —o se
ve obligado a arrostrar, en la América de Bush y Schwarzenegger— el grave
problema moral de su país —más por arraigado que por complejo— en "un thriller
que rompe los límites del género y que invade —con la persuasión de la
sugerencia— territorios centrales de la vida en Estados Unidos y de su
cristalización en modelos de comportamiento propios de una sociedad en
conflicto consigo misma", en palabras de Ángel Fernández Santos.
La película transmite verdad por todas partes, gracias a la brillante y en
extremo realista puesta en escena de Clint Eastwood, las soberbias
interpretaciones de Sean Penn, Kevin Bacon y un Tim Robbins estremecedor y el
minucioso guion de Brian Helgeland. En ella, la acción deja paso a la
contemplación y la intriga policiaca no es sino una excusa para la reflexión.
Lo que antes era visto desde fuera, ahora es narrado desde dentro para
describirnos una sociedad enferma, sucia y vengativa en la que sus componentes
sufren hasta lo indecible por nadar en un mar de contradicciones insoslayable.
Escenas como la conversación que mantienen Tim Robbins y Sean Penn en la
terraza de este último o el interrogatorio al que el primero es sometido
mientras acompaña a su hijo al colegio son ejemplo de ello. Escenas rodadas por
Clint Eastwood con una sencillez y sinceridad emocionantes y comprometidas
hasta la médula con sus personajes, como si hubiera temido abandonarles en su
desamparo.
Estamos, sin duda, ante uno de los mejores trabajos del director californiano y
sólo el tiempo nos dirá si no ante su obra maestra. Clint Eastwood,
perteneciente a la generación que empezó a dirigir en los setenta, junto a
Martin Scorsese, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola o Woody Allen, se ha
convertido, pasito a pasito, en uno de los grandes del cine norteamericano,
algo que en 1982, cuando dirigió El aventurero de
medianoche, ya nos advirtió podía suceder. Desde aquí, no podemos sino
felicitarnos por haber acertado en su vaticinio y ver cuán lejos, con Mystic River, ha
conseguido llegar.
ROUND 2
Hoy casi nadie recuerda Vanya en la calle 42
(1994), aquel ambicioso experimento que cerró la carrera de Louis Malle (moría
un año después) y —quizá por ello— nadie la ha sacado a colación al hablar de Dogville (2003),
la última película de Lars von Trier. Se me dirá que son películas diferentes e
incluso radicalmente opuestas. No lo creo. Si acaso podríamos hablar de
ambición intrascendente —sin que esto signifique restarle mérito, más bien todo
lo contrario— al referirnos al film de Malle y de trascendente al hablar del de
Von Trier. Porque el danés sabe perfectamente lo que hace y, tras haberse
convertido al catolicismo y adoptado una suerte de misticismo espartano, por
llamarlo de alguna manera, se ha subido a su atalaya para sermonear al resto de
la humanidad. Ni rastro de esto, sin embargo, encontramos en la obra de Louis
Malle. En Vanya en
la calle 42 unos actores charlan en escena en los momentos previos al
ensayo de Tío
Vanya (1899), el drama de Chejov, y, sin solución de continuidad, fundiendo
ficción y realidad a la perfección, comienzan la representación, en uno de los
momentos más mágicos de la historia del cine reciente.
Lars von Trier, radical y sin ambages, planta su cámara en un escenario teatral
e igual que viene haciendo desde Rompiendo las olas
(1996) se dedica a acosar a sus personajes —nunca mejor dicho, pues es el
propio director el que lleva la cámara encima— para sacar la máxima verdad
posible de sus rostros. Pero, y ahí está el genio, su planteamiento pretencioso
y peregrino se vuelve real y único, al igual que en el caso de su compatriota
Carl T. Dreyer, y consigue una película genial, de belleza sin par, que conjuga
acercamiento y distancia mediante una interpretación realista en primerísimos
planos y una puesta en escena teatral (la acción sucede en un pequeño pueblo de
las montañas rocosas en Estados Unidos en los primeros años treinta, años de la
ley Seca) que elimina decorados (la planta de las casas es dibujada con tiza,
por ejemplo), algo que resulta clave en el desarrollo de la película y es
explotado como elemento cinematográfico de primer orden, y deja aireadas todas
las intimidades de los habitantes. Este choque entre artificio y realidad llega
a su máximo exponente en las brutales escenas en que Grace (Nicole Kidman) es
violada por primera vez y en aquella otra en que la madre de un niño al que
Grace, por petición del pequeño —detalle suficiente para comprender la crudeza
y retorcimiento de la historia—, ha golpeado se venga de ella rompiéndole una
colección de figuras a las que tiene un afecto especial. Y es esta mencionada
colisión la que dota de personalidad al film y, a su vez, lo hace creíble, al
permitir al espectador asimilar —sin que el escozor impida el análisis— toda la
violencia que contiene.
Poco más podemos decir de una película tan peculiar. Aunque tenga razón mi
apreciado Carlos F. Heredero al hablar de ella como "la única película del
festival (del festival de Cannes 2003) capaz de plantear nuevos retos al cine
contemporáneo", dudo mucho de que Dogville vaya a
suponer un reto para nadie, pues una película tan original y singular nace y
crece de sus propios planteamientos y con ellos muere, sin que esto signifique
que sea una obra totalmente aislada del resto de producciones de la actualidad,
de hecho uno sólo de sus planos es más vanguardista e innovador que todos los
efectos especiales juntos de la saga de Matrix creada por
los hermanos Wachowski.
Así que informemos al lector de que Dogville es la
primera parte de una trilogía —nada que ver con Matrix, no
asustarse— que lleva por título América, país de las
oportunidades, o, lo que es lo mismo, la visión que un danés que nunca ha
pisado Estados Unidos tiene del sueño americano. Se trata de la tercera
trilogía que lleva a cabo Von Trier. La primera, Trilogía europea,
se compone de El
elemento del crimen (1984), si no recuerdo mal definida por su director
como un thriller de Hitchcock en un escenario de Tarkovski, Epidemic (1987) y
la en su momento rompedora Europa (1991). La
segunda, La
trilogía del corazón de oro, donde da el giro radical a su carrera, está
formada por Rompiendo
las olas, Los
idiotas (1998) y Bailar en la
oscuridad (2000). Veremos qué nos depara esta tercera. Informemos también
de que Dogville
está interpretada por una sublime Nicole Kidman, ya excelente en Eyes Wide Shut
(1998), testamento de Kubrick, y Los otros
(Alejandro Amenábar, 2001) y fotografiada por el no menos válido Anthony Dod
Mantle. Al igual que en sus últimos trabajos, Von Trier ha optado por grabar
todo el material en cámaras digitales de alta definición e inflarlo
posteriormente a 35 mm. para su proyección en salas.
NOTA: Esta reseña doble fue publicada por la revista Ruta 66 en diciembre de
2003.
Cúrate
de la manía de buscar un asunto —una historieta, una anécdota, un
testimonio— en la pintura. Conténtate con lo que se vea y con la quieta
satisfacción que te procura el goce de una armonía de líneas, de una
equilibrio de colores, de una serena —o atormentada— combinación de
texturas, de intensidades, de valores, de tensiones.
(La consagración de la primavera, Alejo Carpentier)