viernes, 30 de marzo de 2012
Manifest Destiny
Había que cambiar de tercio… si querían vender más discos. Go Girl Crazy —probablemente el primer disco de punk rock, stricto sensu, de la historia y puesta de largo de los Dictators— no había tenido apenas repercusión, desde luego no la que esperaba Epic, que les dio el piro el mismo 1975 en el que el elepé había sido publicado. Manifest Destiny saldrá a la venta en 1977 bajo el auspicio de Elektra, trayendo varias novedades que llaman la atención antes de escuchar el segundo álbum dictatorial. Lo que era un cuarteto ahora es un sexteto que parece dispuesto a dominar el mundo con el (hard) rock si a la portada y el título nos atenemos. El tándem formado por Murray Krugman y Sandy Pearlman vuelve a producir y Ross The Boss y Top Ten siguen poniendo la musculatura con sus guitarras, pero Ritchie Teeter sustituye a Stu Boy King a la batería y Mark Mendoza a Shernoff al bajo; éste sigue componiendo los temas, pero pasa a los teclados y deja de ser el vocalista principal del grupo, puesto que ocupa Handsome Dick Manitoba, el "arma secreta" de los Dictators que se convierte en su entrañable cabecilla. ¿Y la música?, se preguntarán. ¿Afecta a la música tanto cambio? ¿Hablamos de una banda diferente?
Hagamos trampa y comencemos por el final. Science Gone Too Far!, Young, Fast, Scientific y la versión del Search & Destroy (sic) de los Stooges son tres andanadas de punk and roll que muestran a unos Dictators manteniendo su cruzada en favor de la sencillez y la diversión pero también de la crudeza sonora. El hipotético problema viene cuando nos enfrentamos a las seis primeras y restantes canciones. Exposed es un himno que no hubiera estado fuera de lugar en Go Girl Crazy. Cierto que la producción y los arreglos son discutibles en Heartache y Sleepin' With The T.V. On —con ecos de los Who aquélla, y de los Blue Öyster Cult (recuerden: Krugman y Pearlman) más pop ésta—, pero son dos composiciones magníficas. De acuerdo, Disease y su acercamiento a Alice Cooper no acaba de funcionar y sus seis minutos se hacen largos; y, sí, Hey Boys es una balada asaz hortera que puede traer a la cabeza a Queen. Bien, pero basta. Antes de asistir al ya comentado último y triple asalto, hay un tema de los nuevos dictadores que une ambas líneas de trabajo y resulta espléndido, sobre todo en su inolvidable estribillo: Steppin' Out. Sea como fuere, estamos de nuevo donde empezamos el párrafo, y caemos noqueados por la tríada otras tantas veces nombrada, imagino que colocada así para evitar reticencias. Y que conste que lo consigue.
Como cualquier seguidor de los Dictators sabe, y a pesar del triunfo del punk en Inglaterra, Manifest Destiny tampoco fue un superventas. También manifiesto, no era el de los ganadores que se expanden, más bien el contrario, el destino del grupo de Andy Shernoff. Como dijo en 1999 "Nuestra fortaleza o nuestra debilidad es que no nos ajustamos a ningún esquema musical. (…) incorporamos elementos del punk, del hard rock, del metal, del pop, de la música surf… todo ello está en nosotros pero supone que el estilo de Dictators es difícil de catalogar y por tanto difícil de ser un producto aceptable en el mercado." Ahí puede estar la clave, pero es cierto que para su tercer largo abandonarían cualquier artificio excesivo al construir la que será su obra maestra, Bloodbrothers, sin conseguir modificar su estatus comercial. Los Dictators no estaban llamados al éxito masivo; sí a convertirse, y eso nos vale, en una de las bandas más gozosas que hayan existido.
lunes, 26 de marzo de 2012
East Broadway Run Down
Más escorado que nunca hacia el free jazz encontramos al maestro Sonny Rollins en East Broadway Run Down, grabación de 1966 que es tenida por lo general como su trabajo más redondo. Apoyado nada más y nada menos que por Elvin Jones a la batería y Jimmy Garrison al contrabajo, Rollins nos regala improvisaciones gloriosas en los tres temas de los que consta el plástico. El primero de ellos, el que da título al trabajo, dura veinte minutos y cuenta con la colaboración extra de Freddie Hubbard a
A esas alturas ya era Rollins uno de los más reconocidos saxofonistas del mundo del jazz (acérquense a discos espléndidos como What’s New o colaboraciones clásicas como la del absolutamente esencial Brilliant Corners de Thelonious Monk), pero era quizá más llamativo su retiro de los escenarios y el negocio musical entre 1959 y finales de 1961. Curiosamente, East Broadway Run Down será su último elepé en estudio antes de comenzar otro largo apartamiento espiritual, responsable de que su siguiente disco (The Next Album) no vea la luz —que, al parecer, ya había visto su autor— hasta 1972. Pero si has creado semejante obra de arte, bien puedes dejar el jazz seis, siete, ocho o los años que quieras, pues has cumplido con tu obligación —en el caso de que ésta exista— más que de sobra. Otros siguen publicando sin lograr algo ni la cuarta parte de relevante que el álbum que hemos traído hoy a este espacio virtual, cuando son ellos los que deberían abandonar definitivamente.
viernes, 23 de marzo de 2012
Alejo Carpentier y el rock and roll
He querido traer este texto de Alejo Carpentier a Ragged Glory —que llega hoy a su entrada número 200, dedicada a las cuatro personas que han premiado este blog durante las últimas semanas (Johnny, Dani, Ariel, Mansion On The Hill) y a Pachi Tapiz, que me honró al pedirme que colaborara en su espacio— por varios motivos que paso a detallar:
- Haber sido escrito en los albores del rock and roll.
- Ser un artículo del excepcional escritor cubano, autor de obras maestras de la literatura del siglo XX como Los pasos perdidos o El siglo de las luces.
- Ser Carpentier, asimismo, un conspicuo musicólogo.
El artículo, titulado escuetamente El rock and roll, fue publicado por El Nacional de Caracas en fecha indeterminada (hasta donde yo pueda saber) —si bien las palabras de Carpentier, que en 1959 abandona Venezuela para volver a su Cuba revolucionaria, sirven para datarlo con bastante exactitud— y es de un interés inmenso para cualquiera que esté interesado en la música del diablo:
"Se habla mucho, en estos días, de una nueva danza llamada el rock and roll. Las revistas ilustradas de Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia, nos muestran multitudes de jóvenes de ambos sexos frenéticamente entregados a su actividad coreográfica —que mucho tiene de acrobacia en ciertos casos. Desde sus púlpitos, los predicadores de diversas congregaciones condenan el baile de moda, oponiéndole, como ejemplo de honestidad y sano esparcimiento la rústica alegría de los barn dances de figuras. Pero el rock and roll se ríe de las censuras y conquista adeptos en todas partes, en tanto que los espíritus austeros denuncian su frenesí como un síntoma de desequilibrio en las nuevas generaciones…
La verdad es que no veo motivo para tanta alarma. He escuchado varios discos de rock and roll. Su fórmula musical dista de ser una novedad. Se trata de una fusión de elementos que coexisten en el jazz desde hace más de cuarenta años. Le queda mucho de rag time (del tipo de Tiger rag o Canadians clappers), y constituye más bien una regresión dentro del género. Su ritmo es mucho menos desquiciado que el del mambo, por ejemplo, y se mantiene en la cuerda media de los compases a 4 tiempos, sin poner una gran anarquía en los acentos. A veces se vale de procedimientos característicos de las canciones de cowboys, y, en general, de la música del Oeste norteamericano. Hay mucha menos invención en el rock and roll, en suma, que en ciertas especulaciones rítmicas de un Duke Ellington. Esto, en cuanto a la música.
En lo que se refiere al baile, éste lleva el movimiento y el frenesí a sus extremos límites. Hay que ser joven para entregarse al rock and roll. Lo cual presupone agilidad, energía, destreza —las mismas cualidades que se necesitan para realizar un ejercicio gimnástico. Esta danza deja las parejas muy poco tiempo juntas, ya que sus pasos son infinitos, y, mientras mayor sea la inventiva coreográfica de los bailarines, mejor se lucen. No veo, pues, cómo puede considerarse de inmoral y malsano un baile donde se baila por bailar —por el placer de realizar pasos más o menos acrobáticos y de entregar el cuerpo a una actividad intensiva, al ritmo de una música en constante movimiento. ¿No son infinitamente más inmorales los lánguidos tangos que se bailan a media luz, en la atmósfera de complicidad que se crea, por costumbre, en todos los caberets [sic] del mundo apenas empieza a sonar un bandoneón?… El rock and roll, reñido con toda etiqueta, con toda galantería, es algo que se destina exclusivamente a la gente joven (nadie imaginaría una dama en traje de noche y un caballero en smocking entregados a las ocurrencias del rock and roll), rica en energía que despilfarrar. Es, en realidad, el más inocente de los bailes.
Queda el capítulo de su frenesí, que ciertas personas ven como una inquietante novedad —signo de la época. Pero la boga momentánea de ciertos bailes frenéticos es cosa que se observa a todo lo largo de la historia de la danza. Los romanos del Imperio conocieron fiebres parecidas. Y también los españoles del Siglo de Oro, cuando la "diabólica chacona", venida de América, hizo irrupción en la Península, provocando —ayer como hoy— la ira de los predicadores. ¿Y qué decir de los fandangos del siglo pasado, tan bien estudiados por Estébanez Calderón?… También nuestros abuelos conocieron formas del rock and roll —por no hablar del can-can que tanto agradaba a Toulouse-Lautrec, y del cake-walk, que inspiró a Claude Debussy la pieza final de su Children's corner".
martes, 20 de marzo de 2012
Killer
Es fácil encontrar en la obra clásica de Alice Cooper esquirlas de hard, garage, high energy, progresivo, glam, psicodelia y hasta de ópera si uno se pone, pero las cuatro obras maestras consecutivas que entre 1971 y 1973 publica tan egregia banda se distinguen por la exclusividad de quien ha encontrado un estilo único. La segunda de ellas, Killer (1971), se puede dividir en dos partes que no coinciden con las dos caras del elepé original.
La parte más inmediata y directa la conformarían las dos primeras canciones de cada lado del vinilo. Under My Wheels, Be My Lover, You Drive Me Nervous y Yeah, Yeah, Yeah pueden evocar, respectiva y consecutivamente a Chuck Berry, Stones, Kinks y los Who, pero llevan el marchamo propio del ilustre quinteto en su punto álgido, bien sea gracias a las seis cuerdas punteadas y rasgadas por Glen Buxton y Michael Bruce, el bajo tocado por Dennis Dunaway, la batería percutida por Neal Smith, las cuerdas vocales y la armónica de Vincent Furnier o las ocasionales teclas del también productor Bob Ezrin.
La parte más retorcida y experimental estaría compuesta por los dos últimos cortes de anverso y reverso respectivamente, llegando así hasta los ocho totales. Temas más largos entre los que destaca por duración y calidad esa magnífica suite llamada Halo Of Files. Desperado está escrita en recuerdo de Jim Morrison, muerto ese mismo año, y es un ejemplo perfecto de la teatral y fascinante extrañeza —lograda mediante la mezcla de guitarras acústicas y eléctricas, arreglos de cuerda y la mórbida voz de Furnier— de la música de Alice Cooper en aquella época. Dead Babies y Killer siguen una línea similar en sus vericuetos, rock ácido y pesado que tiene algo de sinfónico y grandilocuente sin llegar a ser pretencioso.
Cuesta mucho (al menos a mí) decantarse por este Killer, el anterior Love It To Death o los posteriores School's Out y Billion Dollar Babies, pues todos ellos acarician la perfección. Por eso, podemos afirmar que los cuatro discos son piezas de una tetralogía que refulge del mismo modo que las mejores obras del rock de los setenta. No creo que quede nadie, pero si algún despistado aún no ha hecho los deberes, agénciesela al completo y rememorará un tiempo en el que los estereotipos no habían fagocitado todavía el reino liderado por Elvis Presley.
viernes, 16 de marzo de 2012
Doolittle
Heredero de la ética del punk y la new wave, el llamado rock independiente o alternativo que nace en los años ochenta —y que llegará a lo más alto de las listas de la mano de Nirvana y Nevermind a principios de la década siguiente para que su nombre pierda sentido— puede caer en el ridículo al tratar de ser descrito, debido a la informidad de su propia naturaleza. Sin embargo, no nos puede llevar ello a negar la existencia de un movimiento que tuvo como uno de sus exponentes artísticos más elevados e impolutos a los Pixies, que precisamente se separaban cuando Nirvana estaba en la cresta de la ola y lo independiente devenía éxito industrial o mainstream, que dirían los anglosajones.
Aunque toda su (corta) obra resulta muy sugerente, es para mí Doolittle, segundo elepé de 1989, el más sobresaliente de sus trabajos, convertido a estas alturas en todo un clásico del rock and roll. Quince canciones excelentes de Black Francis (que sólo en Silver cuenta con la ayuda de Kim Deal en la composición), no tan agresivas quizá como las del espectacular Surfer Rosa, pero un punto por encima en su calidad, lo que es mucho decir. El sonido sigue marcado por las mordaces guitarras poshardcore de Francis y Joey Santiago y las notas del prominente bajo de Deal, pero apuntalando el muro de ruido vive un alma (nada cándida) pop que llena de melodía los temas. Sale a relucir ese alma con mayor obviedad en
No alcanzará ya el grupo de Boston el nivel aquí relatado, pero tanto en Bossanova como en Trompe Le Monde tendrá todavía mucho que decir hasta convertirse en parte de la historia del rock y referente indispensable de su tiempo. Unos tales Kurt Kobain, Chris Novoselic y Dave Grohl, al menos, lo tenían muy claro antes de entrar a grabar el disco que vendería las millones de copias con las que no podían ni soñar quienes habían iniciado el camino.
lunes, 12 de marzo de 2012
For Losers y Kwanza
Publicado uno en 1970 y otro en 1974, For Losers y Kwanza recogen ambos sesiones de 1968 y 1969 registradas prácticamente por los mismos músicos, pero que no serán dadas a conocer hasta los años citados. En ellos hallamos diferentes facetas de un Archie Shepp siempre curioso, que viaja de Estados Unidos a África, de las pistas de baile al free jazz o del funk al swing, haciendo lo que le dictan sus sentidos y sus intuiciones, buscando y encontrando caminos musicales que formalicen un discurso nada manido.
For Losers lo inicia Stick 'Em Up, tema donde soul, rhythm & blues, calipso y jazz se dan la mano para danzar en el mejor de los guateques. La fantástica voz de Leon Thomas preside dos minutos repletos de groove y vientos que aúllan felices. Abstract también podría sonar en una fiesta, aunque su tempo sea un poco más lento, tan cerca del Herbie Hancock de Watermelon Man como de Jimmy Smith, no en vano hay un órgano tocado por Dave Burrell. I Got It Bad (And That Ain't Good), el clásico de Duke Ellington cantado aquí por Chinalin Sharpe, cambia de tercio con una balada en la que Shepp se luce con el saxo tenor, al igual que en What Would It Be Without You, acompañado por la flauta sutil de Cecil Payne. Un Croque Monsieur (Poem: For Losers) vuelve a modificar la orientación del elepé con sus más de veinte minutos en los que podemos oír bramar atonales a los saxofones de Shepp, Payne y Clarence Sharpe, la trompeta de Woody Shaw y el trombón de Matthew Gee, mientras Cedar Walton repite un motivo al piano como si se hallara en trance. Entremedias, una improvisación salvaje de todos los instrumentos seguida de un corto remanso con Chinalin Sharpe cantando, Walton trazando un garabato con sus teclas y los vientos y el contrabajo de Wilbur Ware dejando apuntes.
Back Back, grabado el mismo día que Abstract, abre Kwanza en una línea no muy alejada del tema de For Losers. Spoo Pee Doo es una canción —ragtime marciano que se resiste a ser descrito— de la misma sesión de la que salió Stick 'Em Up, siendo aquí Leo Thomas aún más protagonista si cabe. New Africa entronca con Un Croque Monsieur y la cara más cercana a John Coltrane de Shepp —el título del corte no puede dar más pistas— en esta espléndida fanfarria vanguardista. Slow Drag trae aires caribeños en su rítmica funk que sostienen contradiciéndose el monótono piano de Cedar Walton y la batería nerviosa de Joe Chambers. Bakai, el último corte, es una composición de Cal Massey que nos retrotrae al jazz hecho antes de la Segunda Guerra Mundial —ése que, de vez en cuando, barnizaba de exotismo oriental sus temas— sin perder trabazón con la densa sonoridad que envuelve el álbum.
Tienen una virtud esencial For Losers y Kwanza: su irreverencia. Tan cerca (y tan lejos) de Alban Berg como de Sam Cooke, Archie Shepp se muestra como un iconoclasta inteligente. Quizá esto le cueste la pérdida de cierta cohesión, pero es gracias a esa apuesta decidida por lo que la belleza se cuela por los rincones más inesperados. No son discos perfectos, pero sí muy notables, y, por encima de ello, diferentes y sorprendentes, sin dejar que argumentos prefabricados los estandaricen. Nosotros, en Ragged Glory, los recomendamos a aquél que tenga hambre de diversidad y novedad… aunque ésta se extraiga de grabaciones hechas hace más de cuarenta años.
jueves, 8 de marzo de 2012
Welcome To The Infant Freebase
Entre 1987 y 1992 Union Carbide Productions publicó cuatro discos excelentes que convirtieron al grupo sueco en el heredero más prominente de Stooges y MC5 en su país, Europa y el mundo entero. Sin embargo, entre el high energy rock and roll —asumido de manera libre y lata— que mandaba en su música, de vez en cuando se colaba algún tema (excepto en su debut, In The Air Tonite) infectado por el virus del pop y tratado con dramatismo y melancolía. Podría afirmarse que en estas canciones está el germen del que nacerá The Soundtrack Of Our Lives, sí, pero el cambio de registro es tan drástico que sólo un adivino podría haber previsto que el proyecto que Ebbot Lundberg (voz), Ian Person (guitarra en los dos últimos elepés) y Björn Olsson (guitarra en los dos primeros) pusieron en pie tras la disolución de UCP fuera a resultar tan abiertamente pop. Que la obra producida iba a tener un nivel de creatividad altísimo, sin embargo, no parecía difícil de predecir.
Welcome To The Infant Freebase (1996) es el primer disco de TSOOL, veinte temas y setenta minutos que ilustran la ambición de una banda que, por si fuera poco, ya había publicado ese mismo año un epé (Homo Habilis Blues) como carta de presentación. El crescendo de Mantra Slider que abre el álbum informa de un rock emocional y psicodélico que, partiendo claramente de la década de 1960 (Byrds, Love, Beatles, Pink Floyd, Doors, Stones, etc.), busca la luz en sus propias entrañas. Firmament Vacation (A Soundtrack Of Our Lives) lo corrobora: no hay asomo de fotocopia en TSOOL, la banda ha dado con un estilo forjado de materiales nobles que reinventa para explicar el mundo a su manera. Eléctrico (Underground Indian) o acústico (Chromosome Layer), Welcome To The Infant Freebase avanza mientras descubrimos asombrados que cada nueva canción suena diferente pero mantiene un canon que sólo pertenece a TSOOL, que bebe de otros tiempos, pero que expone los suyos. Un canon que revitaliza una fórmula para trasformarla y encontrar una nueva; que no revive mitos, sino que prefiere crearlos. Al contrario que la mayor parte de grupos de rock and roll de los últimos veinte años, Lundberg y compañía no sufren el síndrome del fan idiotizado, que imita la forma sin saber tratarla desde otro punto de vista porque está vacío.
Entre tanto vuelo lisérgico —el disco ha seguido sonando— hallamos también guitarras distorsionadas de puro hard rock como las de la aguerrida Confrontation Camp o engañosas baladas como Bendover Babies, destacando en todo momento una sensibilidad primorosa para las armonías y los arreglos, encargados de desarrollar un lenguaje épico maguer irónico, sin que esta cualidad anule la primera al cuestionar la epopeya. Este lenguaje es el que ha seguido elaborando The Soundtrack Of Our Lives hasta el día de hoy, creando un corpus indispensable para analizar el (mejor) pop realizado desde los años ochenta. Eso sí, la primera piedra (larga) en el camino, Welcome To The Infant Freebase, no ha sido todavía superada, aunque quizá sí igualada. Lo veremos en futuras entradas.
domingo, 4 de marzo de 2012
A Hard Day's Night
Puede pasar que, tras escuchar Rubber Soul, quede el alma suspendida en tal éxtasis que el cerebro mande mensajes (comprensibles) para anular todo lo producido por los Beatles antes de la publicación de su esencial elepé de 1965. Es conveniente, entonces, correr a pinchar o reproducir, por ejemplo, A Hard Day's Night (1964), que se encargará, a su vez, de poner las cosas en su sitio. Las trece canciones que contiene el elepé —siete de ellas, concentradas en la primera cara, banda sonora de la película del mismo título— se suceden espléndidas, prácticamente perfectas, enardeciendo los sentidos de cualquier amante del pop.
Como es sobradamente conocido, se trata del primer disco de los Fab Four cuyos temas están íntegramente compuestos por el grupo de Liverpool, y en concreto por John Lennon y Paul McCartney. Entre ellos, hallamos maravillas de Lennon como A Hard Day's Night, I Should Have Known Better, Any Time At All o You Can't Do That, pero es imposible no dejarse seducir por la melancolía de McCartney en Things We Said Today o gritar a pleno pulmón aquello de Can't Buy Me Love, uno de los estribillos más contagiosos jamás escritos.
Digamos, pues, volviendo al principio, que si bien Rubber Soul significa una cesura incontestable en la obra de los Beatles —que les llevará a grabar piezas absolutas como Revolver, White Album o Abbey Road—, y es uno de los álbumes más decisivos de la historia del rock, el camino recorrido por la banda hasta ese momento había dejado muestras suficientes de un talento descomunal para dar con la canción redonda y desarrollarla en menos de tres minutos. La media hora que dura A Hard Day's Night es uno de los mejores ejemplos de lo dicho, y lo que sucediera después no puede restarle mérito. No sería justo.
Posdata: Esta reseña se la dedico a Savoy Truffle, autor del blog My Kingdom for a Melody, que recomiendo a cualquier amante del rock and roll.