miércoles, 25 de febrero de 2015
The Prisoner
Última de sus grabaciones registradas para Blue Note, The Prisoner se nutre de tres sesiones llevadas a cabo por el sexteto de Herbie Hancock en abril de 1969 —aumentado hasta nueve miembros en cada uno de sus cinco cortes por diferentes músicos—, dos meses después de que el pianista haya intervenido en el trascendental In A Silent Way de Miles Davis. Centrado temáticamente en la represión que por aquel entonces sufre la población negra en Estados Unidos (qué poco han cambiado las cosas), el elepé cubre en sus cinco cortes diversos estilos siempre bellamente expuestos por los intérpretes: Johnny Coles (fiscorno), Garnett Brown (trombón), Joe Henderson (saxo tenor y flauta alta), Herbie Hancock (pianos acústico y eléctrico), Buster Williams (contrabajo) y Albert "Tootie" Heath (batería).
I Have A Dream huele a lounge y bossa nova en su largo desarrollo de casi once minutos. Hubert Laws (flauta), Jerome Richardson (clarinete bajo) y Tony Studd (trombón bajo) se suman a una formación que suena exquisita, y en la que Hancock (piano acústico), Coles y Henderson (saxo tenor) realizan improvisaciones contenidas y muy refinadas. Se repiten los mismos nueve nombres en The Prisoner, si bien Herbie Hancock sustituye el piano acústico por el eléctrico durante la primera parte del tema. El grupo muestra aquí su faceta más agresiva y free, especialmente en el extenso y coltraniano solo de Henderson. Firewater es la aportación compositiva de Buster Williams en un álbum mayormente escrito por Hancock. En ella Jerome Richardson cambia el clarinete por la flauta y Romeo Penque y Jack Jeffers se hacen cargo, respectivamente, del clarinete bajo y el trombón bajo. Heredera de las big bands clásicas y el cool jazz, esta excelente composición cuenta con sucesivas intervenciones de Henderson, Coles, Brown, Hancock y Williams, siendo la del autor de Takin' Off la más brillante y sugerente. Recordando la figura de Martin Luther King, He Who Lives In Fear tiene un aire en sus compases iniciales —por su estructura y por el uso del teclado eléctrico— al Miles Davis con el que viene de trabajar Herbie Hancock. Pero es solo un espejismo. Prominente y espléndida, la base rítmica acompaña al pianista en su profusa exploración del piano tradicional para hablar con notas musicales del pastor vilmente asesinado un año antes de la grabación que nos ocupa. Si aquí aparece de nuevo la formación que se había encargado de los dos primeros temas, la pequeña orquesta escuchada en Firewater es la misma de Promise Of The Sun, aunque no tenga demasiada importancia, pues vuelven Buster Williams, Tootie Heath y Herbie Hancock a protagonizar el último corte del disco de manera similar al anterior, He Who Lives In Fear. Los dedos llenos de arte y melodía de Hancock demuestran un amplio dominio del lenguaje del hard bop, y redondean un trabajo en el que la esperanza de un país mejor para los que no son blancos en Estados Unidos es dignificada mediante la música. La misma que trata de liberar a The Prisoner de su celda.
domingo, 22 de febrero de 2015
The Thunderbolts
Supergrupo coyuntural creado para participar en un homenaje a Thin Lizzy, el formado por los hermanos Pardo, Ross The Boss, J.P. "Thunderbolt" Patterson y Juancho López, vista la buena química generada, grabó asimismo un álbum homónimo y olvidado que incluso llegó a defender sobre los escenarios, tal y como servidor fue testigo en una inolvidable velada en Carabanchel. The Thunderbolts fue publicado en 2006 por Rock On —extinto (si no me equivoco) sello catalán al que debemos plásticos sobresalientes de Green Manalishi, Rippers o Meu—, y su contenido no defrauda sabiendo que sus hacedores se deben a bandas como Sex Museum, Los Coronas, los Dictators, Manowar, Bummer o la Paul Collins' Beat. Dos versiones de Thin Lizzy (Hollywood, Jailbreak), una de los Dictators (Stay With Me) y seis temas escritos por Patterson (dos instrumentales, Ole y Fast Or Finish, y uno junto con Ross The Boss, Heart Attack, el más metálico de la entrega) conforman este divertimento de aguerrido y clásico rock and roll que, sin ser imprescindible, sí deviene adictivo en el momento en que se reproduce. Cualquier comparación con Bloodbrothers, Jailbreak o Speedkings —por ejemplo— sitúa en su sitio a The Thunderbolts, claro, pero cuando uno corea On The Tip y Let's Go o rememora las mencionadas joyas de Phil Lynott y Andy Shernoff interpretadas por tan avezados músicos, se olvida de cotejos artísticos y se limita a disfrutar como un enano. Es al menos lo que a mí me ha pasado mientras escribía este texto sin parar de mover el cuerpo anclado a la silla. "Let's go, baby let's go!"…
jueves, 19 de febrero de 2015
A Night With Lou Reed
Cubierto por la misma formación que ha registrado The Blue Mask y Legendary Hearts y grabará el doble en vivo Live In Italy —cambiando a Fred Maher por Doane Perry a la batería en el primero de los trabajos nombrados—, A Night With Lou Reed recoge en 1983 al maestro neoyorquino y su banda en el Bottom Line de Greenwich Village, el barrio donde la Velvet Underground dio sus primeros pasos. La edición en DVD de 2000 que tengo en casa —el vídeo original se publicó en 1991— suprime los comentarios de Reed entre canción y canción, así que las imágenes de Clarke Santee —no especialmente brillantes— se centran en los trece temas y sus sesenta minutos de duración, excepto un pequeño prólogo y epílogo en los que vemos al autor de Berlin en los camerinos.
Impulsado por el impagable Fernando Saunders y Fred Maher y galvanizado por las guitarras de Reed y Richard Quine, el cuarteto —lleno de funk y groove— suena robusto y muy conjuntado, garantizando que tanto los temas de la Velvet como los propios de los setenta y los ochenta se sumen sin fluctuaciones perversas. Los cortes extraídos del magistral y mencionado The Blue Mask (Women, Waves Of Fear) se equiparan a clásicos como Sweet Jane, I'm Waiting For The Man o Satellite Of Love, mientras que Martial Law o Turn Out The Light (del también nombrado Legendary Hearts) acompañan dignas a New Age o Walk On The Wild Side. Quine y Reed extraen pura electricidad rock de sus instrumentos, creando pasajes de enorme intensidad en los que la sensibilidad y la crudeza son indisociables en la captura de la emoción y la belleza. Es un grupo, éste de Lou Reed, realmente magnífico, para mí igual de apreciable que los responsables de sus míticos y formidables directos de la década anterior. La intimidad de un club como el Bottom Line realza sus cualidades potenciadas por la cercanía del público (entre el que hallamos a Andy Warhol), calor humano que los músicos devuelven a los espectadores en una continua realimentación para la que los locales de pequeño o mediano aforo son más propicios que los grandes.
Dicha cercanía, dicha humanidad adquieren su máxima expresión las veces en que Reed se acerca al amplificador a solucionar algún problema con su guitarra, sin que ningún roadie lo haga por él. Nimio detalle, dirán, pero que habla de un artista pegado al suelo —sin sentimentalismos o traducciones políticas— a pesar de que su obra sea igualada por muy pocos en la historia del rock, ya que superarla, nadie la supera. El repertorio de A Night With Lou Reed —la categoría con la que es puesto en escena incluida— es un buen ejemplo.
Impulsado por el impagable Fernando Saunders y Fred Maher y galvanizado por las guitarras de Reed y Richard Quine, el cuarteto —lleno de funk y groove— suena robusto y muy conjuntado, garantizando que tanto los temas de la Velvet como los propios de los setenta y los ochenta se sumen sin fluctuaciones perversas. Los cortes extraídos del magistral y mencionado The Blue Mask (Women, Waves Of Fear) se equiparan a clásicos como Sweet Jane, I'm Waiting For The Man o Satellite Of Love, mientras que Martial Law o Turn Out The Light (del también nombrado Legendary Hearts) acompañan dignas a New Age o Walk On The Wild Side. Quine y Reed extraen pura electricidad rock de sus instrumentos, creando pasajes de enorme intensidad en los que la sensibilidad y la crudeza son indisociables en la captura de la emoción y la belleza. Es un grupo, éste de Lou Reed, realmente magnífico, para mí igual de apreciable que los responsables de sus míticos y formidables directos de la década anterior. La intimidad de un club como el Bottom Line realza sus cualidades potenciadas por la cercanía del público (entre el que hallamos a Andy Warhol), calor humano que los músicos devuelven a los espectadores en una continua realimentación para la que los locales de pequeño o mediano aforo son más propicios que los grandes.
Dicha cercanía, dicha humanidad adquieren su máxima expresión las veces en que Reed se acerca al amplificador a solucionar algún problema con su guitarra, sin que ningún roadie lo haga por él. Nimio detalle, dirán, pero que habla de un artista pegado al suelo —sin sentimentalismos o traducciones políticas— a pesar de que su obra sea igualada por muy pocos en la historia del rock, ya que superarla, nadie la supera. El repertorio de A Night With Lou Reed —la categoría con la que es puesto en escena incluida— es un buen ejemplo.
lunes, 16 de febrero de 2015
American Stars 'N Bars
Ser portador de Like A Hurricane funciona cual bula pontificia, así que American Stars 'N Bars goza de una prerrogativa que pocos elepés poseen: el que un solo tema sirva como metonimia del conjunto y justifique la publicación y la bendición —siguiendo con la comparación religiosa— de un disco sea cual sea el material que a aquél acompañe. Así es: decir Like A Hurricane es decir American Stars 'N Bars y decir American Stars 'N Bars es decir Like A Hurricane. ¿Significa esto que el resto de canciones carecen de interés? Ni mucho menos: significa que ante una de las composiciones más hermosas de todos los tiempos —glorificada mediante la hipérbole más justificada por el compañero, amigo y maestro Johhny—, las que con ella comparten espacio agachan la cerviz (sin por ello renunciar a sus cualidades). Veamos.
American Stars 'N Bars (1977) se divide en cuatro partes correspondientes a las diferentes fechas en que los nueve cortes que contiene son grabados. Los cinco primeros provienen de abril del año de su publicación, y en ellos Neil Young es acompañado por Crazy Horse, la steel guitar de Ben Keith, el violín de Carole Mayedo y los coros de Nicolette Larson y Linda Ronstadt. This Old Country Waltz, Saddle Up The Palomino, Hey Babe y Hold Back The Tears escenifican un country rock realmente apreciable, en el que se puede rastrear con facilidad el folclor europeo y norteamericano que lo alimenta y que, asimismo, alimenta al autor canadiense; mientras que Bite The Bullet guarda una de esas raciones de electricidad —tan necesarias como el aire— que Young, Frank Sampedro, Billy Talbot y Ralph Molina nos sirven calóricas y nutritivas.
Registrada en noviembre de 1974, Star Of Bethlehem iba a formar parte de dos trabajos que no vieron la luz, Homegrown y Chrome Dreams. También emparentada con el country, la canción debe su linda interpretación a la voz, la guitarra acústica y la armónica de Neil Young, las impagables cuerdas vocales de Emmylou Harris, el dobro y los coros de Ben Keith, el bajo de Tim Drummond y la batería de Karl T. Himmel.
Igualmente destinados a Chrome Dreams (junto con el mencionado Hold Back The Tears), los tres temas que completan el álbum son bien diferentes. Will To Love (mayo de 1976) es un experimento de siete minutos en el que Young adorna una preciosa canción acústica con diversos ruidos de fondo, teclas que van y vienen (tonales o atonales) y unos segundos de batería.
Like A Hurricane es una de las cumbres de Neil Young y Crazy Horse y de la música popular en su conjunto. El autor de Ragged Glory hace llorar a su guitarra y desangra emocionalmente al oyente fielmente escudado por el órgano de Sampedro ("stringman" según los créditos), el bajo de Billy Talbot y la batería de Ralph Molina. Clásico de su repertorio desde 1977, aunque grabado en noviembre de 1975, sus ocho minutos y veinte segundos originales se alargarán hasta el infinito en directo, logrando interpretaciones tan memorables como las ofrecidas en Live Rust y Weld. En contraposición, los dos minutos largos de Homegrown (que, asimismo, hubiese dado nombre al mencionado y homónimo elepé) —idénticos fecha e intérpretes, si bien Sampedro maneja la guitarra— se hacen poca cosa a pesar de no estar nada mal. Punto y final, sea como fuere, de un elepé y nueve canciones condicionadas por una que no admite contestación o réplica, tal es su extrema, radical belleza. Like A Hurricane en American Stars 'N Bars. O viceversa.
jueves, 12 de febrero de 2015
Being There
Sencillamente un clásico de la historia del rock and roll. Así es como yo veo, casi dos décadas después de que fuera alumbrado, el doble álbum de Wilco Being There (1996). Profuso, variado, lleno de recovecos, el segundo trabajo del grupo de Jeff Tweedy lo convertía en uno de los nombres básicos de su tiempo, capaz de ir a las raíces para volver de ellas con un producto fresco que no sonase a lo de siempre.
Preocupados porque la secuenciación de los temas no sea la habitual y contradiciendo los cánones, Tweedy y lo suyos comienzan la función con Misunderstood, que en otros discos hubiera sido el corte final. Larga, lenta y sinuosa, en la canción conviven la voz íntima de Tweedy, adornada por piano, órgano y guitarra acústica, con garabatos eléctricos y atonales en la línea de Sonic Youth. La sugestiva Far, Far Away y sus preciosas tonalidades country —lideradas por la pedal steel invitada de Bob Egan— es seguida de Monday, funk and roll de festiva sección de vientos. El despecho amoroso es visto con optimismo musical en Outtasite (Outta Mind), mientras que el retorno del country en Forget The Flowers trae a la cabeza —por título y cadencia— las inconmensurables Dead Flowers de los Stones, obviedad que a ningún oyente habrá de escapársele. Red-Eyed And Blue conecta con Misunderstood, si bien falta de guitarras agresivas y con ese silbido que la hace más feliz. I Got You (At The End Of Century) entronca, a su vez, con la alegría de Monday partiendo del purito riff made in Berry, Richards & Young. El precioso romanticismo pop de What's The World Got In Store es introducido por Jeff Tweedy y el banjo de Max Johnston para convertirse en una delicia multiinstrumental en la que hay que señalar los coros de la banda y el órgano de Jay Bennett. Hotel Arizona y sus reminiscencias de Prefab Sprout culminan sus tres minutos y medio con un desatado solo de guitarra que vale más que las miles de filigranas practicadas por cientos de artista técnicamente superdotados. Say You Miss Me es la última pieza del primer CD, cuya letra habla de la recuperación de las relaciones sentimentales rotas regada por bellas melodías y armonías que deben tanto al power pop como al folk y el country rock.
Sunken Treasure nos recuerda la obsesión de Tweedy por un orden poco convencional, y podemos utilizar para el primer tema del segundo disco las mismas palabras que para la ya doblemente mencionada Misunderstood ("larga, lenta y sinuosa") —incluida la referencia a los autores de Goo— sin temor a resultar perezosos o facilones. Hillbilly y bluegrass en con lo que nos topamos en la simpática Someday Soon, yuxtaponiéndose una versión circense o cabaretera de Outtasite (Outta Mind) que pasa a titularse Outta Mind (Outta Sight). El folk intimista de Someone Else's Song (con el ronroneo del acordeón que toca Jay Bennett) da paso al poderoso funk rock de Kingpin, cuyos vestigios nos llevan de nuevo a los Rolling Stones. Son sin embargo los Kinks quienes parecen reencarnarse en (Was I) In Your Dreams, o el grupo de Ray Davies pasado por el filtro americana. Servidor sigue viendo a los Kinks y a los Beatles en Why Would You Wanna Live?, aunque también a Randy Newman; de todos modos, una composición estupenda (en especial el genial y volátil estribillo) para que Wilco honre a la tradición y a sus ídolos. Si aquí es el violín de John Stirratt el que se oye, en The Lonely 1 se suma el de Jesse Greene, parte de una enorme y triste balada que dejaría al oyente sumido en la penumbra emocional de no ser porque Dreamer In My Dreams vuelve a recurrir a los Stones (de Country Honk), el bluegrass y el violín para que la fiesta termine sonrisa en boca y con la banda a tope.
No diré que Being There sea superior a Yankee Hotel Foxtrot, Sky Blue Sky u otras grabaciones sobresalientes de Wilco (por no hablar del precedente de Uncle Tupelo), pero su ambicioso eclecticismo, sus diecinueve canciones y su precisa y emocionante formalización lo convierten en unos de los mejores trabajos de los años noventa, cuya solidez le hace mirar sin avergonzarse —es más, con orgullo— a otros dobles mágicos e inolvidables de los sesenta y setenta. Hablamos, en definitiva, de un nivel muy, muy alto que pocos grupos de los últimos veinticinco años han alcanzado y, menos aún, mantenido. El nivel de una banda esencial.
lunes, 9 de febrero de 2015
Pet Sounds
Hijo y padre espiritual, respectivamente, de Rubber Soul y Sgt. Pepper's, la inmarcesible gloria sinfónica de los sonidos (de mascotas) de Pet Sounds (1966) y su tremenda originalidad se deben —por mucho que los Beatles sirvieran de acicate— a la sensibilidad exacerbada y el maniático perfeccionismo de un Brian Wilson que tuvo que luchar contra la oposición, el escepticismo y la incomprensión de los propios Beach Boys ante la complejidad artística del proyecto y su (aparente) falta de viabilidad comercial. En efecto, una sola escucha del disco deja claro que Pet Sounds rebasa los presupuestos de la música pop, pues incluso aunque estemos de acuerdo en adscribir la obra a este género, son muchos los puntos los que la hacen divergir en busca de un espacio —entre lo sacro y lo profano— en el que únicamente ella encuentre acomodo.
Los números de los créditos ya ponen al oyente sobre aviso: hablamos de varias decenas de músicos tocando más de veinte instrumentos diferentes. Mandolinas, violines, violas, guitarras, órganos, percusiones, baterías, pianos, trompetas, flautas, ukeleles, trompas y otros contribuyen a que cada tema tenga sus propios matices dentro de una atmósfera común creada por las inopinadas y sinuosas estructuras de las composiciones. Si los Beach Boys más inmediatos y yeyés habían dado algún aviso de transformación en álbumes como The Beach Boys Today!, aquí el salto es sin red desde lo más alto de un rascacielos, tales son el riesgo y la falta de concesiones a los que nos referimos. Todo es nuevo en Pet Sounds, el rastro del pasado se ha evaporado, las playas, el surf y las chicas han quedado atrás, letras incluidas, que ahora quieren transmitir —con la ayuda de Tony Asher— sentimientos del alma de Brian Wilson, tal y como asegura el genio californiano.
Las canciones siguen siendo cortas, no es en la duración tradicional de un elepé de la época donde hay que buscar los cambios, pero su desarrollo, su conformación y su musicalidad las ubica en otro planeta. Los requiebros armónicos, los cambios de ritmo o la diversidad de pasajes melódicos en un solo corte —manteniéndose celestiales las voces de los miembros del grupo— remiten por igual a la vanguardia, a la tradición europea, al jazz o al rock, desplazándose de la música vocal prebarroca a la concreta, del arte popular al culto, del conservatorio a la calle, digamos. Valiéndose de una enorme gama de variaciones —preciosérrimos arreglos que jamás se agotan—, Wilson logra, como explicábamos, mantener la coherencia estilística haciendo que los trece temas surjan de un tronco, de una idea central, axioma que se debe a su talento, que él establece y al que no cabe sino decir amén: el sustrato que alimenta el elepé.
Sinfonía beat, rock and roll polifónico, pop del más allá o como ustedes quieran llamarlo, lo creado por los Beach Boys —en puridad por Brian Wilson— en Pet Sounds desborda las convenciones, irrita a las mentes cerradas y se alza como pieza única que —contradiciendo preceptos castrantes y prejuicios comerciales— brilla con la luz que ella misma genera. Podríamos llamarla una obra maestra absoluta, que lo es, pero no haría justicia al trabajo denodado de meses de Brian Wilson escribiendo y produciendo un álbum que acompleja y reconforta por igual a quien a él se acerca, al pensar: "Yo nunca seré capaz de hacer algo así", para acto seguido clamar: "¡Gracias a Dios que existe!".
jueves, 5 de febrero de 2015
Rock 'N' Roll Receiver
La presencia del baterista de los Hellacopters, Robert Eriksson, en los primeros años de vida de la formación, dará cierta fama a los Sewergrooves, mas su abandono a principios de siglo no hará que el grupo sueco pierda facultades. Rock 'N' Roll Receiver (2006) es la prueba de que los autores de Guided By Delight eran mucho más que la otra banda de Eriksson, sambenito injusto aunque tampoco demasiado generalizado. La melódica expropiación de hard rock, high energy y garage puesta en pie en el álbum no queda lejos de las realizadas por Gluecifer, Turbonegro o lo mencionados Hellacopters —ya que hablamos de rock and roll escandinavo—, si bien su mordiente quizá sea inferior. Thin Lizzy, MC5, Kiss, los Saints, los Nomads y muchos otros del mismo y adictivo pelaje alimentan el alma de unas canciones en las que las guitarras son protagonistas. Escúchenlas —ancladas, rítmicas o solistas, en los setenta— en This Time I Know, Remember Everything, That Woman She's A Dead Woman, Keep It Coming, I Sold My Soul To Rock 'N' Roll So Help Me Save Me Lord (¡cuántos claman esto desde el infierno!) o Look Out, Now!, y gozarán del sabor añejo y de la distorsión en su punto que época e influencias hacen destilar de las seis cuerdas del cuarteto sueco. Una base rítmica sólida y en la misma onda completa un cuadro no demasiado original, pero muy competente, bien armado y —fundamental— con composiciones dignas de ser interpretadas. Aunque no podamos situarlo al nivel de Soaring With Eagles At Night To Rise With The Pigs In The Mornig, Apocalypse Dudes o Grande Rock, Rock 'N' Roll Receiver es un trabajo bien válido que dignifica las fuentes a las que acude y aplica con criterio sus enseñanzas. No todos pueden decir lo mismo.
lunes, 2 de febrero de 2015
Expression
De acuerdo con las palabras de Nat Hentoff, tres días antes de la muerte de John Coltrane el 17 de julio de 1967, Bob Thiele —productor de Expression— tuvo una conversación con el saxofonista en la que hablaron del título que llevaría el disco. Decidido éste, Thiele añadió: "¿Y las notas interiores?". "Me gustaría publicar un álbum", dijo Coltrane, "sin nota alguna. Solo los títulos de los temas y el personal. A estas alturas no sé qué más pueden decir las palabras sobre lo que hago. Deja que la música hable por sí misma".
Editado a título póstumo dos meses después de su fallecimiento, Expression contiene cuatro temas, dos extraídos de la última sesión de grabación del autor de Africa/Brass, y otros dos registrados el 15 de febrero de 1967 (fecha a la que también se debe el material de Stellar Regions, espléndida recuperación de mediados de los noventa). Ogunde y Expression son los cortes pertenecientes al 17 de marzo (según la copia en vinilo que yo poseo, hay fuentes que discrepan), y en ellos Trane se explaya por vez final acompañado de su cuarteto. El primero es una breve presentación de credenciales del saxo tenor del genio, que en la composición que pone nombre al elepé desparrama su sonido lacerante y espiritual sobre los surcos, si bien es el magnífico solo de su mujer al piano —Alice Coltrane— el que, para mi gusto, se lleva la palma. Tan fecundas aportaciones del matrimonio no deben hacernos olvidar las de Jimmy Garrison al contrabajo y Rashied Ali a la batería, base rítmica que sabe leer perfectamente los caminos establecidos por su líder.
To Be supera los quince minutos y es el tema más especial del disco por su duración, por la ampliación del grupo a quinteto y por los instrumentos que en él se utilizan. Pharoah Sanders toca el flautín, John Coltrane, la flauta, y el resto de la formación no varía de arma de trabajo para situarse en un terreno de abstracción tenso y delicado al mismo tiempo, sin que la música resuelva el misterio que genera. Offering, segunda de las aportaciones del 15 de febrero (y que el mencionado Stellar Regions rescatará asimismo), contiene las improvisaciones más salvajes de John Coltrane, protagonista casi absoluto junto con un no menos contundente, aguerrido Rashied Ali. Es tal la potencia de ambos que bien pudiera sentir el oyente como si algo fuera a explotar en su interior, volatilizándose su conciencia en el alma de los intérpretes o pasando a sustituir ésta la psique de aquél.
En orden diferente al utilizado para mejor glosar sus características, las extraordinarias partes de Expression se suceden —de una u otra manera— corroborando lo que John Coltrane aseguró setenta y dos hora de abandonar el planeta: no hay posibilidad de trasladar al lenguaje escrito las melodías, armonías y acordes producidos por Trane y sus compañeros de viaje, pero sí creemos firmemente —no vean en ello autodefensa de un servidor— que al menos son capaces de inspirar textos más o menos logrados y hermosos que pueden ser disfrutados por sí mismos o, si no, impulsar al lector al conocimiento de obras como la que hoy hemos alabado y recordado.