jueves, 28 de enero de 2016
Overnight Sensation
Primer disco como tal del trío formado por Lemmy, Phil Campbell y Mikkey Dee —Santísima Trinidad del rock and roll de cuya unión hipostática solo nacieron manjares atronadores—, el segundo álbum de Motörhead para SPV, Overnight Sensation (1996), corroboraba las muy buenas sensaciones del anterior, Sacrifice, que había servido para que Würzel se despidiera de la banda. Funcionando como un todo indivisible, el trabajo es una orgía de vatios en la que high energy y heavy metal conviven y generan —decibelios lanzados como latigazos— esa tensión nerviosa y prácticamente impenetrable. No hay sistema epistemológico, o no parece haberlo, que desmonte el secreto que hacía funcionar al grupo de Lemmy Kilmister, la levadura que escondía su líder para fermentar la masa proteica de las canciones y convertirlas en algo más que tres acordes ruidosos. En el caso que nos ocupa, la hornada es tan contundente y personal como de costumbre, pero su categoría es quizá superior, desbordante. Radicalmente compacta, su solidez no nace de composiciones idénticas, sino de que cada una aporte su matiz sin desdecir a la que le ha antecedido o a la que le va a seguir. A un rock and roll tan rotundo y formidable como Crazy Like A Fox (con Lemmy a la armónica) sigue una suerte de balada —I Don't Believe A Word— en la que impresiona oír al líder de Motörhead cantar tenebroso "No tengo nada más que perder / No tengo nada más que decir" o "Toda el dolor del mundo / No es suficiente para que te compadezca"; a un trallazo punk llamado Eat The Gun se yuxtapone el excepcional medio tiempo que pone título al disco, del que adoro especialmente la percusión de Mikkey Dee, maestro sin par de las baquetas; a esa salva hardcore que es Them Not Me se ata el hard clásico y muy efectivo de Murder Show… Y así hasta los once cortes que contiene el CD, dos de ellos, la ya dicha Overnight Sensation y Listen To Your Heart, con la guitarra acústica de Lemmy enriqueciéndolos. No es ésta la única cosa poco habitual del álbum, pues en la portada no aparece la clásica calavera, sino los miembros del grupo con cara de pocos amigos. Nada que aleje a la música con la que nos encontramos de la esencia primitiva, estridente y rocker de los autores de Ace Of Spades, siempre cercana, siempre válida y siempre necesaria, pero ya improrrogable tras la muerte hace un mes de su gurú. Sin Kilmister no hay Motörhead, sin Motörhead no hay Kilmister.
lunes, 25 de enero de 2016
Get It Together
Propulsada la nave por ese cohete del ritmo que es la batería de Scott Churilla —miembro de Supersuckers durante los años en los que abandona The Reverend Horton Heat—, el grupo desarrolla los riffs y estructuras que le caracterizan, eterno equilibrio entre el hard y el punk en el que gana la batalla el primero, asumiendo que aquí no hay espacio para exhibiciones vacuas sino para la contundencia, la fiesta y los tres acordes de toda la vida; o sea, para el el rock and roll. No les extrañe si les llegan ecos —aquí o allá— de los Kinks, Thin Lizzy, Montrose, UFO o los Dictators (vía Turbonegro), pues siempre los ha habido en la música del cuarteto de Tucson, tan incapaz de ocultar sus influencias como de utilizarlas con ánimo de plagio. El dilema entre homenaje y estilo propio se disuelve en la interpretación de los temas, dotada de extrema sinceridad y atada a la calidad por bandera en cualquiera de sus notas… a pesar de que éstas las conozcamos de memoria y de antemano.
Para acabar, anoto como curiosidad que Mike Musburger —batería en los tres primeros discos de los Posies— sustituye al maestro Churilla en tres de los cortes de Get It Together (Paid, Breaking Honey's Heart, I Like It All, Man) de manera convincente, aunque lejana a la gloriosa capacidad percutora del segundo. Nada que lastre, sea como fuere, un conjunto digno de sus creadores y que, como digo, ha ganado en prestancia con los años. Un conjunto que, si hacemos caso al culinario líder de la banda —azotado hace unos meses por un cáncer que no ha podido con él—, "aumentará tu conocimiento y te sacará de tu deprimente, monótona existencia". Así lo afirma en las notas que acompañan al álbum: escojan si ríen o lloran, pero no dejen de bailar.
jueves, 21 de enero de 2016
Hard Fixed
Proyecto poco recordado de Dave Crider, los Dt's fueron (¿y siguen siendo?) clara carne de escenario que en estudio no reflejaba su verdadera valía. Su doble visita en el año 2005 a Carabanchel —llevándose todo por delante en ambas ocasiones— hace que su disco de debut (Hard Fixed, 2004) y su posterior álbum de versiones (Nice 'N' Ruff) —los que respectivamente presentaban— palidezcan ante lo que vimos y oímos a la sazón en el barrio madrileño antaño independiente. Si a los BellRays se les describió como un cruce entre MC5 y Tina Turner para ahorrar tiempo y neuronas —aunque la influencia de los de Detroit y la de Tennessee fuera evidente, no era suficiente—, a los Dt's se les vistió rápidamente con la melena de Janis Joplin y el traje de colegial de Angus Young, por las concomitancias de la voz de su cantante, Diana Young-Blanchard, con la de la autora de Pearl y el brío rocker del cuarteto, muchos de cuyos riffs descendían de AC/DC. Que el apellido de Diana coincidiera parcialmente con el de la pareja de guitarristas más famosa del rock and roll remataba la jugada que libraba al aficionado o al periodista de cualquier tipo de análisis adicional.
No hay que negar que la Joplin y los hacedores de Powerage están en el ADN de los Dt's, pero la escucha de Hard Fixed nos enseña que también el garage y el high energy de los Mono Men de Crider, el blues rock y el soul asoman por los diez cortes del trabajo. La ausencia de bajo (excepto en Eyes To The Sun) —no así en directo—, sustituido por las teclas de Patti Bell, logra que la banda goce de un sonido primitivo y más crudo que se traslada a los ocho temas propios y a las lecturas del The Hurt Is Over de Smokey Robinson & The Miracles y el Chopper de Ike & Tina Turner, artistas que hablan del amplio abanico que maneja el grupo. Las cuerdas vocales de Diana Young-Blanchard, la guitarra de Dave Crider y la batería de Phil Carter traspasan a las canciones el alma y la piel de sus propietarios, peleando por la desgastada música del diablo con la misma fe admirable e inútil que los caballeros medioevales por la Sagrada Cruz y Jerusalén en El unicornio, la novela de Manuel Mujica Lainez. Nada hay que hacer en ninguno de los casos, la ciudad santa caerá y el rock and roll jamás reverdecerá laureles, pero, como se viene repitiendo en los últimos lustros, la convicción sostiene y da brillo a lo que suena a mil veces escuchado. Ardor, potencia y entrega sustituyen razonablemente a un discurso original o menos trillado, si bien es cierto que ni los Dt's lo buscan ni sus potenciales seguidores esperan vericuetos experimentales o, más claro, novedades. Sería injusto, sin embargo, negar la calidad del elepé: la pasión contagiosa del fundador de Estrus se extiende a lo largo de sus notas y consigue que sus compañeros luchen con él hasta el final. Hard Fixed no cambiará el mundo, digamos para finalizar, pero es una muy buena muestra del arte de una banda nacida para vivir adelantada en el proscenio antes que para ser encapsulada en plástico o vinilo. Como ellos mismos cantaban (no hace falta que lo traduzca):
"Good god, I know
I'm down on the ground
But I've been here before".
lunes, 18 de enero de 2016
Saxophone Colossus
Como en el caso de Charlie Parker, Dexter Gordon o John Coltrane, el saxo tenor de Sonny Rollins fue de aquéllos que podríamos llamar dominantes, pues su presencia en un grupo suponía una imposición sonora sobre el resto de instrumentistas, los cuales —por lo general y a pesar de sus virtudes— ocupaban un segundo plano ante el arrebato interpretativo de Rollins. Si además hablamos del magistral Saxophone Colossus (grabado el 22 de junio de 1956), la afirmación se hace absoluta e irrefutable al corroborar Rollins con cada una de sus notas un título que no es lisonja sino pura y dura realidad.
Soberanas son ya las que arranca a su saxo en la inicial St. Thomas, hard bop inficionado por el calipso y compuesto por el autor de Tenor Madness que a día de hoy es un clásico eterno de la historia del jazz. La excelente y característica percusión de Max Roach —incluido el magnífico y atronador solo—, la elegante improvisación y el sólido acompañamiento de Tommy Flanagan al piano y el ritmo sobrio y cadencioso de Doug Watkins claman contra mí —cargados de argumentos musicales— por el papel secundario que les he asignado, y debo decir que su categoría me pone en un brete, pero también que la sensualidad superlativa y el arrobo al que nos conduce Rollins en el siguiente tema me sacan del apuro inmediatamente. You Don't Know What Love Is es un versión de la canción de Gene de Paul y Don Raye que protagonizan por completo los labios de Rollins y la boquilla y el cuerpo de su saxofón, del que sale todo el amor que el título del corte niega a la persona en él acusada (si no increpada). Strode es la pieza más breve de las cinco que integran el álbum, segunda aportación escrita de Sonny Rollins cuya estructura y brío remite a un bebop que la batería del maestro Roach, las teclas de Flanagan y las cuerdas de Watkins confirman.
La segunda cara del elepé original la componían dos piezas extensas: una adaptación del mítico Mack The Knife llamada Moritat (algo así como "balada trágica"), contracción del título alemán que le dieron sus autores —Die moritat von Mackie Messer—, y el tercer tema traído por Rollins a la sesión: Blue 7. La composición de Kurt Weill y Bertolt Brecht —inmortalizada por Louis Armstrong— da pie a una intervención de Rollins en la que es posible paladear individualmente los sonidos que relajadamente yuxtapone para dar con un continuum que convierte en misterio lo que tan diáfanamente parecía exponerse. Como el jugador de ajedrez, Rollins enseña sus movimientos y deja tiempo para que los saboreemos y analicemos, sin que ello suponga que aprehendamos el último arcano que hace tan compleja la aparente sencillez. Flanagan toma el relevo situándose en unas coordenadas similares a las de su jefe, sumando notas sin que ninguna quiera imponerse, mostrándose limpias y sosegadas aunque su unión cree una realidad artísticamente densa y estilizada. La caja, los timbales, los platos y el bombo de Roach brillan en todo su esplendor cuando éste se queda solo y nos obsequia con la fuerza de sus baquetas, si bien, y en compañía de Watkins, ha hecho que el ritmo no corriera peligro ni dejara de fluir mientras el saxofonista y el pianista lucían sus habilidades. También hay tiempo para una pequeña y hermosa improvisación del contrabajista, encargado —asimismo— de introducir Blue 7. Las virtudes que nos han guiado a lo largo del disco no desfallecen en su colofón y mantienen el tipo y la coherencia alargando hasta los once minutos —como si el cuarteto deseara eliminar cualquier duda— la interpretación del corte más largo de aquella jornada que inauguraba el verano seis décadas atrás en el hemisferio boreal. Una jornada liderada por el denominado sin presunción Saxophone Colossus, pero de la que no hubiera salido un álbum tan excelente sin —repitamos sus nombres, que se oigan una vez más— la colaboración de Max Roach, Tommy Flanagan y Doug Watkins. En una época en la que todo (sí, todo) lo que se registraba bajo la descripción genérica de jazz era bueno, destacar tanto como el elepé de Sonny Rollins tiene doble mérito.
jueves, 14 de enero de 2016
El mirlo
El mirlo se posa en lo alto
de la antena del edificio.
El fondo es una nube
cuyo fondo, a su vez, es el cielo.
Blanco
entre azules de diferentes gamas
que a primera hora del día
son metáfora de felicidad.
Uno o dos viandantes
que no son excepción
ni confirman regla alguna.
Son,
y no lo evitan,
cosa que harán cuando
se mezclen con sus congéneres.
Tampoco eso parece
una desgracia ahora.
Más tarde,
Dios dirá.
lunes, 11 de enero de 2016
La infidelidad es solo una palabra
Sentada en un banco
de la Quinta de los Molinos.
Ojos arrebatadores,
ligera inseguridad,
el amor gestándose.
Años de experiencia
perdidos en una mirada,
en un movimiento.
Pelo negro,
clase obrera,
rock and roll y simpatía.
El control aprendido
hecho añicos de golpe
por la química.
Sensación de déjà vu,
esperanza, miedo, deseo:
incertidumbre.
Ilusión o cinismo:
¿Quién ganará una batalla
que ya se está disputando?
jueves, 7 de enero de 2016
Roger The Engineer
Único elepé de los Yardbirds compuesto por temas originales en su totalidad, Roger The Engineer —reformulación posterior de un título que en su portada lleva el escueto nombre de Yardbirds bajo la caricatura del mencionado Roger de Chris Dreja— documenta en formato grande el paso de Jeff Beck por el mítico grupo inglés, banda que, como todo el mundo sabe, contará en sucesivas formaciones —clave de su poder eléctrico— con tres de los más grandes y famosos maestros de las seis cuerdas que el rock and roll haya conocido: Eric Clapton, el autor de Truth y Jimmy Page.
Publicado en 1966, Roger The Engineer es quizá la obra maestra del aquí todavía quinteto, pues en él se despliegan todas las capacidades y estilos que los Yardbirds han ido ampliando, tratando e investigando desde que Beck se sube a la nave un año antes. Lost Women (o Woman) abre majestuosa el álbum, haciendo el plato charles de Jim McCarty las veces de la caja de Bobby Gregg —salvando las distancias que haya que salvar (y si es que hay que salvarlas)— en Like A Rolling Stone y Highway 61 Revisited. Rock and roll, blues y psicodelia se alinean en esta magnífica canción que conjura a Bo Diddley en clave británica y sixties. Over Under Sideways Down aúna pop, rhythm and blues y más psicodelia, mientras que The Nazz Are Blue endurece el blues valiéndose de la herencia de Robert Johnson y Elmore James y da con Jeff Beck ocupándose de la voz principal en lugar de Keith Relf. De merseybeat progresivo podríamos catalogar a I Can't Make Your Way, cuyo motivo cambia y se ralentiza durante veinte segundos a mitad del tema para darle unos aires grandilocuentes liderados por un punteo de Beck. Rack My Mind encierra alguno de los solos más salvajes de éste en un tema que contrapone la agresividad del guitarrista con momentos sosegadamente atmosféricos. Miniatura pop que emparenta a los Yardbirds con los Beatles o los Kinks, y en la que Chris Dreja cambia la guitarra eléctrica por el piano, Farewell es el último corte de la primera cara.
Hot House Of Omagarashid es ácido puro para comenzar la segunda, un viaje dadaísta en forma de rock al que se yuxtapone un instrumental tan tópico como Jeff's Boogie, aunque no deje de ser contagioso. En He's Always There garage y beat se dan la mano antes de que Turn Into Earth ensaye una suerte de libérrimo pop gregoriano de manchas psicodélicas. La pegadiza What Do You Want y su primigenio power pop son los encargados de dar paso a Ever Since The World Began, punto y final divido en dos partes absolutamente dispares, pues lo que comienza siendo un adagio pasa a ser rhythm and beat sin solución de continuidad.
El viaje y la experimentación son las características más importantes de Roger The Engineer, gracias a un grupo preocupado aquí, al igual que los músicos de bebop en su momento y con el jazz, de superar las barrreras del primer rock and roll conservando sus virtudes de inmediatez, sudor y ritmo. Que después vinieran Jimmy Page, el Jeff Beck Group y Led Zeppelin ayudan a comprender el valor e influencia de los Yardbirds, pero la calidad de las canciones contenidas en el disco y la libertad que atesoran hablan por sí solas a la hora de ensalzar uno de los elepés más peculiares de una década que hizo de la búsqueda y la originalidad bandera.
lunes, 4 de enero de 2016
La dignidad diluida en el alcohol
El infierno del alcoholismo —una más de los que pueden arruinar tu vida— ha sido retratado muchas veces en la historia del cine, pero pocas películas han plasmado su vileza y patetismo de manera tan espeluznante como Días de vino y rosas (1962). Especialista en comedias sofisticadas y divertidísimas —La pantera rosa (1963), La carrera del siglo (1965) o El guateque (1968) entre ellas—, Blake Edwards demostró igualmente su sabiduría y su creatividad en el terreno dramático al hablarnos sin contemplaciones de lo bajo que puede caer el ser humano cuando la adicción se impone a su dignidad. El largometraje de Edwards se sostiene sobre cuatro sólidos pilares que dan al conjunto del relato la entereza que posee:
- Un guión excelente de J.P. Miller —adaptación del que escribiera para televisión y John Frankenheimer en 1958—, construido mediante elipsis tajantes que sirven para mostrar con la máxima exactitud la degradación de los protagonistas.
- Dos actores llamados Jack Lemmon y Lee Remick cuyos cuerpos y caras asumen y reflejan excepcionalmente el intolerable vía crucis que padecen sus personajes.
- Una puesta en escena de Blake Edwards y su director de fotografía, Philip H. Lathrop, que narra la historia con rigor impecable y explora e ilumina todos sus rincones, paradojas y contradicciones, retratando con ecuanimidad pero sin eufemismos las mayores miserias morales que uno pueda imaginar.
- La brillante música de Henry Mancini, sin abusar de ella para decir lo que las imágenes no pueden o anular su auténtico valor.
Si bien el mérito y la categoría del film se asientan en que las características mencionadas se aplican a cualquier parte de su metraje, merece la pena hablar de dos escenas soberbias y heladoras que llevan en su seno la esencia del trabajo completo. En la primera de ellas, un Lemmon desquiciado que ha roto un largo periodo de abstinencia destroza el invernadero de su suegro en busca de una botella de whisky por él mismo escondida mientras una tormenta quebranta la tranquilidad de la noche. La segunda escena nos enseña el encuentro entre un Lemmon en ese momento sobrio y una Remick borracha y desahuciada en un motel de mala muerte que acaba con el primero uniéndose a la espectral fiesta y siendo vejado por el propietario de una tienda que intenta robar en busca del oro líquido.
Un final abierto e incierto —cualquier cosa puede pasar en adelante— redondea la película, no solo por ser coherente con la misma, sino porque confirma que Blake Edwards no dirige a sus personajes ni se inmiscuye en sus vidas, siendo ellos los garantes de su destino. Que éste vaya a ser mejor o peor es una cuestión que no atañe al autor de Desayuno con diamantes (1961), quien no busca su condena pero tampoco su redención. Quedarán ésta o aquélla, en todo caso, en manos del espectador, el cual, piense una cosa o la otra, siempre habrá disfrutado del sublime espectáculo cinematográfico que durante dos horas le habrán proporcionado estos Días de vino y rosas.
viernes, 1 de enero de 2016
Carta de Vicente Rojo al hijo de Juan Negrín
He querido que la primera entrada de este año esté dedicada a Juan Negrín, pues en 2016 se cumplen sesenta años de su muerte. Último presidente del Gobierno de la Segunda República, Negrín fue uno de los españoles más relevantes del siglo XX, destacado médico fisiólogo, diputado socialista, ministro de Hacienda y máximo dirigente de una nave torpedeada por el fascismo. El científico y político canario supo ver con claridad que la Guerra Civil española no era sino el preludio de la gran contienda mundial que se yuxtapondría en 1939 y que la rendición al bando franquista no traería paz alguna sino la violencia desatada que supuso la victoria de Franco y el fin de la democracia en nuestro país. Criticado por igual por anarquistas, compañeros socialistas y falangistas, el coraje, la honradez y la capacidad de sacrificio de Negrín fueron reconocidos por el general Vicente Rojo —un hombre católico que permaneció al lado de la legalidad republicana, al contrario que tantos militares traidores ansiosos de sangre roja y sinecuras de por vida— en "una carta personal al hijo de Juan Negrín en la que rendía tributo a la figura histórica y humana de su padre con las siguientes palabras no destinadas al consumo general y propagandístico", en palabras del historiador y biógrafo definitivo del canario, Enrique Moradiellos. Fechada el 25 de noviembre de 1956, trece días después de la muerte de Negrín, ésta es la emocionante carta en la que Rojo, desde su exilio boliviano de Cochabamba, rinde un homenaje al que, seis décadas más tarde, nosotros nos seguimos adhiriendo:
"No quisiera que hallase Vd. en estas líneas el cumplimiento de un deber social más o menos formulario; la amistad y confianza con que su padre me honró merecen más y quiero por ello con mi duelo sumarme al de Vds, como uno más de los amigos sinceros y leales que compartieron con él las duras vicisitudes de una lucha, tan digna y ejemplarmente dirigida por un español, patriota y consciente de su responsabilidad como era su padre. Creo haberle conocido íntimamente en días difíciles y amargos, cuando es obligado que quede al descubierto el hombre capaz de afrontar un deber hasta el fin o el mamarracho que alcanzó un puesto que no merecía. Por esto y porque conozco —tal vez como pocos— la nobleza de la pasión que supo poner en la defensa de un causa justa y el desprecio que le merecían la conducta de cuantos entorpecían su labor o trataban de imponérsele, supe mantenerme a su lado, no solo con el respeto que debía a su superior jerarquía, sino también por la admiración que él sabía ganar por sus excepcionales dotes.
No trato de halagarlo al decirle esto; simplemente quiero que lo sepa y si por desdicha algún mentecato o irresponsable recurriese a esa crítica que suele campar por los libelos o salir de la pluma de gentes envidiosas o dominadas por el odio o las bajas pasiones, no dude que me tendrá a su lado para hacer brillar la verdad. Yo vivo al margen de toda disputa política y de las actividades partidarias, pero no apartado de lo que estimo es para mí un deber hasta que me llegue la última hora".