jueves, 27 de marzo de 2014
Sound It Out
A muchos quizá les sorprenda o disguste, pero no veo yo problema alguno en equiparar el único disco de Ze Malibu Kids (Sound It Out, 2002) con los logros anteriores y espléndidos del otro grupo de los hermanos McDonald, esa maravilla conocida como Redd Kross que —moldeando a su manera power pop, punk, hard rock y todo lo que hiciera falta— fue responsable de algunos de los trabajos más brillantes de los años noventa, bien se llamen Third Eye, Phaseshifter o Show World. Puede parecer una ligereza, un capricho o una provocación que Astrid McDonald, la hija de Jeff, se encargue de la batería (excepto en dos de los catorce temas) siendo una niña de unos seis o siete años, o que Anna Waronker se sume al cuarteto en calidad de mujer de Steve. Puede, pero Anna tenía una experiencia contrastada en That Dog., y la simplicidad del arte de la pequeña Astrid encaja perfectamente en el universo naíf y colorista (incluso chillón) de Redd Kross, cualidades que Ze Malibu Kids hace aún más explícitas en su naturaleza de (simpático) proyecto familiar.
La Velvet, los Beatles, los Beach Boys o los Ramones vuelven a asomar su hocico durante los deliciosos tres cuartos de hora de Sound It Out, pero lo hacen desde una perspectiva "de pop más inocente" que genera "un desenfadado halo luminoso melódico" y lleva "hasta límites sorprendentemente innovadores ciertos ángulos del pop más sofisticado, a veces con ingenuos aires juveniles y de eternos adolescentes", como tan acertadamente señalaba Johnny en su Espacio Woodyjaggeriano al escribir sobre el disco. Pianos, sintetizadores, farfisas y similares acompañan a la tríada inamovible del rock (guitarra, bajo y batería) para trazar "la cartografía biológica que el amor explora hasta dejar de ser mágico" —extraordinaria e inmisericorde descripción de Jaime Gonzalo en su reseña para Ruta 66 del álbum— en excelsas píldoras de bubblegum que bucean en lo que para el adulto es ya ensoñación, pero que cuando se tienen catorce años, digamos, es tan real, exagerado e infinito como la vida misma. Garage, techno, beat y algo de noise son puestos al servicio de canciones —versión de Carly Simon (You're So Vain) incluida— de ésas que una vez conoces ya no puedes dejar que te acaricien de vez en cuando, melodías redondas y embriagadoras que pasan y vuelven a pasar la prueba del algodón con matrícula de honor. Es así que de una idea pequeña y casera —aparentemente intrascendente— surge una obra ambiciosa y compleja que deviene plena en su formalización definitiva; es decir, lo que muchas veces sucede al revés, convirtiendo en pretenciosos y mediocres los —aparentemente de nuevo— grandes planteamientos. En definitiva, Sound It Out se alza como uno de los mejores discos de lo que va de siglo, tan bueno como olvidado —sacrificado por carecer de ínfulas o excesos comerciales—, tan brillante como poco escuchado.
Acabo con una anécdota: en 2011, durante varios meses, se acumularon sin agotarse decenas de copias del compacto a un solo euro en un gigantesco centro comercial situado en el municipio madrileño de Leganés. ¿Qué hacían ahí? ¿Por qué (casi) nadie las compraba? ¿Acaso alguno de los clientes (servidor y cuatro gatos más) conocía a Ze Malibu Kids? Corto y cambio, que ha terminado Vacsination y Shelly Fabares me pide que reproduzca por enésima ocasión el álbum al completo.
lunes, 24 de marzo de 2014
Stand!
En pie, lectores, en pie. Levántense, que llegan Sly and The Familiy Stone y su cuarto y fundamental elepé de 1969, Stand!, descomunal trabajo que plantea y resuelve su propio silogismo, pues no responde éste a premisas preconcebidas sino a una investigación musical previa que aquí explota en esplendor múltiple, parte esencial de la cultura popular norteamericana y de un tiempo en el que todavía se pensaba que las cosas podían ir a mejor. Si el disco en su conjunto se desarrolla sin altibajos y declara una coherencia sónica de intensidad sin par, asombra la personalidad de cada uno de sus ocho cortes, manifestándose rotundos y diferentes dentro de la unidad que asimismo defienden, como si se trasladaran al terreno musical las reivindicaciones antirracistas (o feministas) de la época y del propio álbum.
Stand!, el tema homónimo que nos introduce en el elepé, es una festiva deflagración de funk y soul que acaba explotando al convertirse en gospel mediante los coros enardecidos de Little Sister. Don't Call Me Nigger, Whitey es una de esas reivindicaciones a la que aludíamos, soberbio, frondoso e hipnótico tema, instrumental en una buena parte, en el que brillan todos los intérpretes aunque merezca la pena destacar la guitarra pasada por el vocoder de Sly Stone y los vientos de Cynthia Robinson (trompeta) y Jerry Martini (saxo). I Want To Take You Higher hace que la faena avance a ritmo de penetrante hard funk psicodélico, que contrasta con las vaharadas pop de la inquietante Somebody's Watching You, cuya aparente calma melódica es desdicha por la letra de la canción. El canónico funk rock de Sing A Simple Song servirá de influencia a cientos de artistas (de Miles Davis y The Jackson 5 a Prince y Public Enemy), que lo versionarán, adaptarán, utilizarán o plagiarán a lo largo de las décadas. Everyday People es un pedazo de soul trotón de dos minutos y pico que vuelve a tratar asuntos raciales y sociales y flirtear con el gospel. En contraposición, diríamos que brutal, los casi catorce minutos de jam febril titulados Sex Machine, en los que Sly Stone se entrega de nuevo al vocoder para hacer notar su guitarra eléctrica mediante un solo larguísimo y excelente. Tras la exhibición de Stone, cubierta por las seis cuerdas de su hermano Freddie, el bajo de Larry Graham y la batería de Greg Errico —base rítmica caliente y eficaz—, una breve intervención de Jerry Martini y una más extensa de Errico dan por clausurada esta máquina del sexo cual ayuntamiento tras el orgasmo. Solo queda entonces recordar el placer vivido mientras You Can Make If You Try culmina la experiencia (artística y política), cómo no, en clave de funk puro y duro (y Sly Stone al bajo en lugar de Graham).
Si hablábamos en el primer párrafo de que Stand! se publica en "un tiempo en el que todavía se pensaba que las cosas podían ir a mejor", el siguiente elepé de Sly Stone y su familia, There's A Riot Goin' On, lo hace dos años después para certificar que esa posibilidad ha sido cercenada, "impregnad[o] de un ominoso sonido donde a duras penas habría sitio ya para la esperanza y sí para la desilusión y la paranoia de una nueva década", como acertadamente señala el Agente Cooper. Dice mucho, muchísimo, de un grupo que sepa impregnarse tan profundamente de lo que le toca vivir —para bien y para mal— y consiga hacer de ello obras de la belleza inmarcesible de la que hoy hemos tratado y de su continuación. En el caso de Stand!, a la altura de lo que aquel 1969 —que más que lejano empieza a parecer totalmente remoto— nos dejaron, por ejemplo, Beatles y Stones. No necesitan especificación alguna, ¿verdad, queridos melómanos?
jueves, 20 de marzo de 2014
Fresas, coca y champán
No pasa del aprobado, pero merece la pena catar el primer disco de los dos que publicó Torazinas —cuarteto catalán más olvidado que la decencia por el gobierno de Mariano Rajoy— por su simpática irreverencia, formalizada en la apología del sexo y las drogas que a ritmo de punk rock esculpe (y escupe) Fresas, coca y champán (2002). Títulos como El poder de la línea blanca, Culos, Noches de orgía, Arena caliente, Tus bragas o Qué buen olor (el de la entrepierna femenina), musicados sin originalidad alguna pero con efectividad, esconden las letras que de ellos se espera y diversión procaz por doquier. Si pasadas las once primeras canciones hay alguien a quien todavía no le queda claro de qué palo va Torazinas o de qué habla su debut, una versión del Death Of Me de los Ramones y una invitación final a tragar el Elixir del diablo ("Siéntelo, está en tu boca, nena", "Lo pedirás con la boca abierta / y yo te lo daré") hacen las cosas más evidentes, si tal cosa cabe en un mundo de obviedades pornográficas y hedonistas. Me gusta duro insistirá en lo mismo dos años más tarde —entre medias un epé llamado Poper—, aunque en la vertiente gay y sadomasoquista, demostrando el grupo en su traca final que no había perdido el sentido del humor y las ganas de provocar. El problema es que cuando te conoce tan poca gente, tus palabras y tus acordes no tienen ni siquiera la posibilidad de hacerlo. Espero que al menos la publicación de esta entrada moleste un poco y amplifique la insolencia de Torazinas. Y es que (canten a todo trapo)
"Son tus bragas, nena,
lo que me pone a cien.
Son tus bragas rosas
lo que me coloca".
Etcétera.
lunes, 17 de marzo de 2014
From Influence To Ignorance
En septiembre de 1991 se ponían a la venta simultáneamente tres elepés que significaban (o iban a significar), respectivamente, la defunción de una manera de hacer los cosas (los dos volúmenes de Use Your Illusion, cuatro discos que bien podían haber quedado reducidos a la mitad, o a las tres cuartas partes a lo sumo); la conversión en comercial de lo hasta entonces alternativo (Nevermind); y la confirmación por dos de un grupo que hacía de la fusión bandera coherente (Blood Sugar Sex Magik). Los trabajos de Guns N' Roses, Nirvana y Red Hot Chili Peppers —espalda contra espalda— representan muy bien la forma en que la música rock se comportaba en aquella encrucijada, a la que se sumaba la paulatina introducción del disco compacto como soporte de publicación en sustitución del tradicional vinilo. Y, sin embargo (¡ay, la intrahistoria!, que diría Unamuno), no hablan sino de la película oficial, pues en su trastienda se cocían álbumes más refinados y redondos, que siguen resultando desconocidos para la mayoría de los aficionados.
From Influence To Ignorance, el tercer disco de Union Carbide Productions, ejemplifica palmariamente lo expuesto en el párrafo anterior: grupo sueco de trayectoria intachable que ralentiza cadencias y tempos —desprendiéndose en parte de la herencia de Detroit que galvanizaba sus dos primeros y formidables elepés— y nos entrega una colección de canciones excelente, prácticamente perfecta, que pasadas dos décadas solo reivindica una minoría. El quinteto de Ebbot Lundberg empieza a alumbrar es sus elaboradas y estilizadas composiciones las luces pop y psicodélicas que iluminarán por completo las estancias que en unos años —tras la ruptura de UCP— habitará The Soundtrack Of Our Lives, felicísima formación que sucederá en sabiduría artística y valores creativos a la banda autora de In The Air Tonite. La bendita influencia de los Stooges y MC5 no ha desaparecido —las soberbias guitarras de Patrik Caganis e Ian Person tiran sin rubor de wah-wah y distorsión cuando el tema lo pide—, pero el radio de acción se amplía al entrar ecos de los Beatles, los Who o Led Zeppelin (entre otros) en escena; meras referencias, de todos modos, para un proyecto que ya suena a sí mismo sin tener que mirar acomplejado a nadie, en los antípodas de la ignorancia que preconiza el título de su tercera manifestación. Piano, armónica, balalaica, viola, sitar, farfisa y saxos ayudan al mismo tiempo a ensanchar y a fijar la propuesta de UCP en From Influence To Ignorance, no para dar con un grupo diferente, sino con uno más ambicioso y heterogéneo: el que fabricó el que quizá sea el mejor disco de rock and roll de aquel 1991, digan lo que digan los anales del mainstream. La más alta y conspicua de las expresiones estéticas nada tiene que ver —son otros sus valores— con copias vendidas o fama obtenida.
jueves, 13 de marzo de 2014
Purple Rain
Artistas que dibujen una época de tal manera que quede exactamente plasmada sin perder ellos un ápice de su personalidad —superponiéndose a su tiempo, absorbiéndolo y haciéndolo cicatrizar en una obra particular e intransferible pero que no se desligue del presente que les ha tocado vivir—, los hay en un número escaso, pues no es fácil que tan absoluta permeabilidad vaya acompañada de un criterio radicalmente propio que en el paso de la teoría a la práctica, además, tenga la coherencia y la capacidad de una puesta en escena acorde y acertada. Uno de esos genios —sin duda alguna— es Prince, en concreto el Prince de los años ochenta, el que bien metidos como estamos ya en el siglo XXI sigue diciéndonos cómo eran aquellos años mientras su creatividad desbordante y extraordinaria nos sorprende cada vez que volvemos a escuchar los espléndidos trabajos que a la sazón dejó grabados. Purple Rain (1984), banda sonora de la película del mismo nombre, es uno de ellos, aparte del elepé con el que el de Mineápolis alcanza la fama universal, y uno de los más vendidos de todos los tiempos. Huyendo de cualquier estereotipo a pesar de que —como indicábamos arriba— sea imposible desligar sus sonidos del momento en que son registrados, el cruce de funk, pop, soul y música electrónica que Prince convierte en un ser vivo e independiente alcanza aquí las cotas máximas de belleza, intensidad e ingenio de su carrera, solo comparables con las logradas, en mi opinión y sin restar valor a otros álbumes también muy notables (Diamonds And Pearls o Love Symbol Album, por cambiar de década e irnos a la siguiente), en Dirty Mind, 1999 y Sign 'O' The Times. Tan comercial como oscuro, tan atractivo como chocante, Purple Rain es una constante fuente de hallazgos que se impone al oyente en su mágica perfección, sometiéndole a una alucinación sensorial que culminan los casi nueve, y emocionantes en grado sumo, minutos de la inmortal balada en directo que da título a canción, disco y película por igual. Orgía desatada de teclados, guitarras y percusiones, Purple Rain (el álbum) deja en su punto final sitio a la introspección y el clasicismo mediante la introducción de una pequeña orquestación de violín, viola y violonchelo que corona en solitario (junto con el piano de Prince) un elepé sencillamente sublime cuya segunda cara, excepto When Doves Cry, proviene de un concierto de 1983 retocado por el autor de Parade en el estudio; detalle éste que no señalo por capricho o erudición, sino, como servidor pudo comprobar hace ya mucho en Madrid (Larry Graham como telonero de excepción, a propósito), para constatar que no solo manejando consolas y produciendo músicas a plastificar es un superdotado el príncipe del rock, también interpretándolas sobre las tablas su categoría es incontestable. Exactamente la misma que la de los nueve cortes que hoy —saludados con el mismo entusiasmo de siempre, admirados con la misma contundencia— se han paseado por Ragged Glory.
lunes, 10 de marzo de 2014
Un silencio sobrecogedor
Asesinados por enfermos
apoyada en la mentira.
Manipulados por un gobierno
también culpableque acusa a quien no ha matado.
Humillados por la sangre,
la confusión,el miedo.
Ciento noventa y un cadáveres
de la clase obrera
llorados tras una pancarta
que menciona una constitución putrefacta.
Asco y lástima,
que diría Hugo Chávez.
Ira, rabia, dolor.
Diez años de ignominia
y un silencio sobrecogedor.11 de marzo de 2004.
viernes, 7 de marzo de 2014
In The Dynamite Jet Saloon
El encuentro de hace un año con los Dogs D'Amour en Madrid y en directo sirvió para confirmar que los himnos del grupo inglés que habíamos coreado a finales de los ochenta y principios de los noventa seguían teniendo fuelle y empatizando con un público amante del lado lúdico y tabernario del rock and roll. Muchos de esos himnos estaban en su segundo elepé —para la gran mayoría el primero, dado el desconocimiento general de The State We're In, publicado en 1984 por el sello finés Kumibeat con una formación diferente de la que cuatro años después solo queda Tyla—, el delicioso In The Dynamite Jet Saloon (1988), metido en su momento en ese saco llamado sleaze en el que parecía caber todo lo relacionado con las seis cuerdas amplificadas. Escuchado tanto hoy como ayer, es obvio que las raíces del cuarteto están en el rock británico de los años setenta con todos los prefijos que se le añaden a lo largo de aquella década (los Faces, pero también Dr. Feelgood o los Clash), lo que no quita la habilidad de su líder para colocar un estribillo realmente fardón en cada tema que compone y preparar su llegada con una estrofa igual de efectiva. El resto de los Dogs —Bam, Jo Dog, Steve James: batería, guitarra, bajo— interpretan con arrojo y pundonor esas canciones a las que pone voz el mismo que las escribe, Tyla. I Don't Want You To Go, How Come It Never Rains, Last Bandit, Everything I Want o Wait Until I'm Dead se mantienen dignas y atractivas a pesar del cuarto de siglo que ya soportan, si bien siguen quedando lejos de los temas que grabaron sus mencionados modelos. (No se quiera ver demérito en esta observación, sino cotejo histórico y artístico de las habilidades de cada cual y la auténtica valía de su propuesta.) Sea como fuere, la de los Dogs D'Amour y este In The Dynamite Jet Saloon (o los posteriores Errol Flynn y Straight??!!) queda fuera de toda duda en cuanto la aguja pincha su primera cara y escuchamos la onomatopéyica apertura de Tyla antes de cantar los primeros versos ("Take a boy from Kensington (…)") e introducirnos en su mundo junto con sus compinches, haciéndonos saber que por enésima ocasión hemos caído en sus redes. Pero con qué gusto lo hacemos: It's rockin' time, my friends!!
martes, 4 de marzo de 2014
Cluster 71
Solemos afirmar que el krautrock es el último movimiento realmente genuino que dio el rock and roll; pero aun siendo esto cierto, la realidad es que el kraut fue mucho más allá: utilizó el rock, lo transformó merendándoselo por completo para significar la identidad cultural europea sobre la primacía estadounidense que —tras su victoria en la Segunda Guerra Mundial como falso adalid de la democracia— se había impuesto (y todavía sigue ahí) en todo el planeta. Sin embargo, asimismo fue una respuesta, una declaración de independencia frente a la elitista vanguardia culta alemana (y del viejo continente), de la que se servía para articularla en el terreno de la música popular combinada con los sonidos que llegaban del otro lado del Atlántico en forma de mutaciones del rock y del jazz llamadas, verbigracia, Velvet Underground u Ornette Coleman. Es decir, como si aquellos artistas dijesen: "Oigan, yo no me caso con nadie, pero a nadie dejo de lado. Voy a ser radical, intransigente y riguroso en la plasmación de mis ideas, que serán solo mías, no las que usted —industria discográfica— o usted —conservatorio avanzado— me dicte".
Cluster, el dúo formado en Berlín por Dieter Moebius y Hans-Joachim Roedelius tras la ruptura de Kluster por diferencias creativas con quien completaba el trío, Conrad Schnitzler, y su debut de 1971, Cluster 71 o Cluster a secas, suponen uno de los ejemplos más tajantes de lo expuesto en el primer párrafo. Con la ayuda del mítico Conny Plank (productor de Neu! y Kraftwerk) en los controles y la composición, Cluster lleva el nombre del grupo hasta las últimas consecuencias al hacer de su primer elepé un drone de cuarenta y cinco minutos divido en tres partes con el único título de la duración de cada una de ellas. Órganos, generadores de audio y amplificadores son implementados para crear un paisaje electrónico e industrial en el que la guitarra hawaiana de Moebius y el violonchelo de Roedelius —modificados en el estudio— bien pudieran humanizar a las máquinas o ser fagocitadas por ellas, tan complejo, ambiguo y ambicioso es el resultado artístico del plástico. Coherente en extremo y fascinante si uno se deja arrastrar por su poesía y no trata de desmantelarlo intelectualizándolo, en Cluster 71, ya lo habrán imaginado, no hay rastro de lo que un oyente medio puede identificar como música rock; su vinculación con ésta la dan el fetichismo pop de la portada del ábum y sus fotos interiores —su publicación misma— y la integración del dúo en una tendencia que lleva el sufijo "rock" en sus caracteres. La estricta escucha del disco —por poner un ejemplo muy claro— nos sitúa del lado de John Cage o Pierre Schaeffer, no del de los Rolling Stones o Led Zeppelin, pero Cluster 71 queda fuera de vinculaciones restrictivas a uno u otro lado de la barrera. La concentración que de él emana y el convencimiento de sus creadores hacen inútiles discusiones bizantinas: solo provocan placer en quien conecte con ellos y quiera ensanchar su espectro. Ni groupies ni partituras: música, sonido (y viceversa).
domingo, 2 de marzo de 2014
All You Can Eat
De los New York Dolls a los Stones, de los Beatles a Otis Redding, de Little Richard a los Animals, de Bo Diddley a los Stooges, de Chuck Berry a Ike & Tina Turner, de Sam Cooke a los Sonics: así, con la vista puesta siempre detrás de 1974, los Meows han construido un pequeño pero perfecto edificio de rock and roll que a día de hoy, y en espera de que se añadan nuevas plantas, culmina el excepcional All You Can Eat (2011), una obra maestra en su terreno que, si bien —en la línea de los trabajos que le anteceden— aplica fórmulas pretéritas, lo hace a la altura de quienes las patentaron, cosa que a muchos extrañará al tratarse de un semi ignoto quinteto catalán alérgico a la fama o la exposición. En efecto, incluso a mí me suena raro al escribirlo —¿cómo coño va a haber alguien capaz de revivir épocas pasadas sin caer en la copia inane?—, pero en cuanto la aguja toca ambas caras del elepé y recorre los surcos que guardan sus doce cortes (nueve de la banda, tres versiones), el vendaval de música del diablo deliciosamente sazonado con soul y merseybeat impide otra consideración. Los Meows han obrado el milagro de consolidar un sonido particular homenajeando siempre a sus referentes, haciendo que sus composiciones sean tan buenas como las ajenas —el encaje es impoluto—, y poniéndolas en escena con la exactitud pasional de quien es un maestro en lo suyo sin dedicarse profesionalmente a ello. La producción del ubicuo Santi García, que también hace coros y toca percusiones, y el piano de Víctor Puertas encumbran aún más a un grupo que en All You Can Eat —literalmente— se sale. ¿Que la portada no les gusta o no han oído hablar de estos cinco catalanes? Cierren los ojos, escuchen el disco y dejen que el mejor rock and roll (de hoy y de ayer) vuelva a hacerles sentir, a emocionarles profundamente, y les ayude a empezar con buen pie el fin de la hibernación que empezamos a intuir.