miércoles, 30 de enero de 2019
Ballbreaker
Digámoslo para simplificar y sin ánimo de controversia: con Phil Rudd se fue el crédito, con Phil Rudd volvió. El retorno del baterista primigenio a su casa corría en paralelo a la recuperación de las sensaciones de For Those About To Rock y Flick Of The Switch, vibraciones que Fly On The Wall, Blow Up Your Video y —especialmente— The Razors Edge habían ido dejando en el camino. Las baquetas de Rudd y la producción de Rick Rubin hicieron que los hermanos Young sacaran sus riffs más aguerridos y dieran con Ballbreaker (1995), un álbum realmente bueno en su conjunto y con tres canciones muy destacadas por cara. No estábamos delante de un nuevo Powerage o Back In Black, claro, pero Hard As Rock, Boogie Man, Burnin' Alive, Hail Caesar, Caught With Your Pants Down y Ballbreaker nos hacían olvidar Thunderstruck o Moneytalks, los momentos más bajos, a pesar de su éxito enorme, de la carrera de AC/DC. El quinteto australiano escapaba de las garras nefastas de Bruce Fairbairn y sonaba sucio y macarra, como se supone que debe sonar un grupo de rock and roll. No se trataba de reomar los laureles de Highway To Hell, por otro lado misión imposible, sino de sacar a flote la digninidad de la que en su momento fuera la mejor banda del planeta. Y creo que eso Ballbreaker lo consigue. Oyendo aullar a Brian Johnson el último y homónimo tema del elepé no deben quedar dudas.
lunes, 28 de enero de 2019
Sonata para dos pianos y percusión
La Sonata para dos pianos y percusión del húngaro Béla Bartók, compuesta en 1937, me parece una de las obras más hermosas de su repertorio. Pieza de madurez escrita cuando tenía cincuenta y seis años, su sobria instrumentación de cámara contrasta —la morigeración tras el arrebato— con la de la excepcional Música para cuerda, percusión y celesta, exhibición orquestal de un año antes que supone una de las cimas del siglo XX en dicho terreno. En ambos formatos, pues, se mueve con soltura y maestría el autor de El castillo de Barbazul.
El primer movimiento (Assai lento – Allegro molto) establece claramente la sonoridad y el estilo de la sonata toda, por su extensión, los dos tempos que maneja y la propia naturaleza de la partitura. Bartók configura la atonalidad a su manera, dotándola de un colorido magnífico de arraigo popular que bebe de sus famosos estudios folclóricos en las soberbias melodías que se adueñan de las teclas y las no menos logradas y diversas percusiones que se conjugan. La tensión de este primer acto indica que la templanza señalada en el primer párrafo es solo numeral, pues el pequeño grupo arranca una intensidad sinfónica a sus instrumentos. Los movimientos segundo y tercero (Lento, ma non troppo y Allegro non troppo) exploran de forma diversa y más breve —del adagio a la danza— las posibilidades abiertas por el primero, sin caer en la redundancia pero manteniendo una unidad estética que confirme sus invenciones cardinales: las de una sonata sobresaliente que el propio Bartók orquestaría antes de su muerte.
La (excelente) versión que yo tengo y he comentado —publicada por Mercury en 1995— está grabada en 1960, dirigida por el también húngaro Antal Doráti, interpretada por los pianistas Géza Frid y Luctor Ponse y dos percusionistas de la Orquesta Sinfónica de Londres, y comparte edición con El mandarín maravilloso y un Divertimento. Composiciones éstas de las que probablemente hablaremos en otra ocasión para seguir glosando la categoría de su genial autor.
miércoles, 23 de enero de 2019
In The Wee Small Hours
lunes, 21 de enero de 2019
Sleeps With Angels
Aparte de los dos álbumes que grabó en los años ochenta con Crazy Horse (Re-ac-tor y Life), Sleeps With Angels (1994) es el disco más olvidado de los diez u once que Neil Young ha publicado en estudio —a lo largo de cuatro décadas— con el grupo con el que ha alcanzado cotas de belleza eléctrica inigualables. Marcado por la muerte de Kurt Cobain, en cuya nota de suicidio citaba unas líneas del Hey Hey, My My (Into The Black) de Young, aunque estuviese muy avanzado cuando Cobain decidió bajarse del tren, el elepé no brilla como Ragged Glory o Broken Arrow, pero goza de momentos muy notables que demuestran injusto el que tan poco se hable de él.
Hasta que descarga la tormenta de quince minutos en Change Your Mind, sexto corte del trabajo, hay poca distorsión en el camino de folk, country y hermosas canciones que recorremos, a excepción —precisamente— del breve y abrupto recordatorio del cantante y guitarrista de Nirvana que da título al conjunto y de la que pueda llevar Prime Of Life. No es Change Your Mind una hazaña como las de Cortez The Killer o Love To Burn, pero su duración y sus voltios llevan el sello de autenticidad y guerra de los autores de Everybody Knows This Is Nowhere. Neil Young, Poncho Sampedro, Billy Talbot y Ralph Molina no saben de concesiones, y si una idea melódica ha de ser prolongada durante un cuarto de hora mediante improvisaciones y acoples que alteren su sentido básico, se hace: ése es el espíritu de Crazy Horse y su jefe. Blue Eden es un blues poderoso y desafiante cuya duración (por encima de los seis minutos) iguala Safeway Cart, si bien aquí el cuarteto fabrique sonidos progresivos en los que ecos de funk, techno y afterpunk dan con una atmósfera muy especial. Train Of Love retoma un tema de los cinco primeros (Western Hero) con letra diferente. El folk psicodélico de Trans Am choca con la certeza punk de Piece Of Crap, que contrasta igualmente con A Drean That Can Last, dominado por un piano honky tonk que ya había abierto My Heart, inicio de un Sleeps With Angels que en su duodécima pieza llega a su fin. Aunque no le pongamos un sobresaliente, veinticinco años después de haber visto la luz sigue mereciendo la pena recomendarlo.
miércoles, 16 de enero de 2019
Fear Of A Black Planet
Lo de It Takes A Nation Of Millons To Hols Us Back parecía difícil de superar. Public Enemy había grabado una de las obras definitivas de la música norteamericana, digna de Miles Davis, Jimi Hendrix, Muddy Waters, Bob Dylan, la Velvet Underground, John Cage, Charles Ives o George Gershwin, coaligando creatividad, intensidad y denuncia de una manera extraordinaria. Pero la fuerza de su segundo elepé se iba a mantener intacta en el siguiente, cuyo título extendía el adagio amenazante de su predecesor: Fear Of A Blak Planet (1990), en realidad defensa ante el racismo de su entorno que ni destruyó Abraham Lincoln con sus medidas emancipatorias ni eliminó Rosah Parks con su gesto simple y elemental. El racista, como el xenófobo, es demagogo por naturaleza, desconoce la empatía y se desarrolla en cualquier hábitat.
El disco rebasa la hora y en él encontramos de nuevo el rap político convertido en vanguardia musical hecha de samples infinitos y sonidos pregrabados sobre los que Chuck D, Flavor Flav y compañía asaltan al sistema, situándose en un punto figurado en el que las líneas trazadas por Chuck Berry, Pierre Schaeffer, Malcolm X y Noam Chomsky se cruzaran. Cual Che Guevara de los micros y Ornette Coleman de las máquinas, Public Enemy ejecuta una partitura soberbia que Brothers Gonna Work It Out y 911 Ia A Joke enfilan contundentemente. La senda a recorrer queda así expedita para que se vaya construyendo un trabajo de coherencia plena sin un solo segundo de relleno.
Las tremendas Burn Hollywood Burn y Fight The Power (que en su versión para la película de Spike Lee Haz lo que debas era un poco más larga) cuentan con las voces de Ice Cube y Big Daddy Kane de invitadas, la primera, y con el saxo de Brandford Marsalis, la segunda; invitados que lo hacen de maravilla pero que no elevan la categoría sobresaliente (mentira: de matrícula de honor) de Fear Of A Black Planet. Apocalypse 91… The Enemy Strikes Black completará un año después una tetralogía impagable (no nos olvidamos de su debut Yo! Bum Rush The Show) que habla de sus autores como artistas del nivel más alto a los que la etiqueta hip-hop no sirve para describir con propiedad. No. Estamos ante un conglomerado sonoro que supera totalmente cualquier planteamiento reductor y cuyo resultado fijado en CD, casete o vinilo es extraordinariamente vivo y atractivo. Guste o no el rap, se vea simplista o no la crítica social de Public Enemy y se tenga o no Miedo a un planeta negro.
lunes, 14 de enero de 2019
Help!
Con una estructura idéntica a la de A Hard Day's Night —una cara con canciones que aparecían en la película homónima, otra con canciones que quedaban fuera—, Help! (1965) muestra a unos Beatles desbordantes que en unos meses darán con la piedra filosofal de la música pop: Rubber Soul. A partir de entonces el lenguaje del rock and roll empezará a mutar y a expandirse en múltiples direcciones, con lo que aquellas composiciones y aquel sonido de los Fab Four tienen el sabor de la inocencia pérdida y la nostalgia de la sencillez volcada en temas perfectos de menos de tres minutos. Sencillez que el punk rock retomará una década después —sí—, pero con una agresividad y un malestar que modificarán en buena parte su sentido. No significa esto, ojo, que los autores de Please Please Me no hubiesen seguido creciendo y evolucionando durante la primera mitad de los años sesenta, que el dúo Lennon-McCartney no hubiese aumentado sus inquietudes creadoras o que George Harrison no saltase a la palestra como autor privilegiado de melodías. Como el análisis de Help! corrobora, el cuarteto de Liverpool lleva su talento al máximo, asimilando la raíces populares norteamericanas y regurgitándolas a su manera.
El grito de ayuda de John Lennon —Help!— es el clásico de los Beatles encargado de iniciar el plástico. La duda y los miedos de Lennon son la base de un tema universal e intergeneracional que emociona e invita a la reflexión hoy igual que ayer. The Night Before lleva el sello genial de Paul McCartney, destacando su voz doblada apoyada en unos coros fabulosos de Harrison y Lennon. Ejerciendo de Bob Dylan, el segundo canta la preciosa You've Got To Hide Your Love Away, que remata la flauta de Johnnie Scott. Algo de folk tiene asimismo el I Need You de George Harrison, aunque folk escorado hacia el beat y estupendamente cantado por el autor de All Things Must Pass, que además toca su guitarra pasada por un pedal que imita al órgano. Llena de dinamismo, Another Girl traza esquemáticamente las cuitas de amor y el desamor en palabras y notas de McCartney. Cantadas y salidas ambas de la mente de Lennon, You're Going To Lose That Girl y Ticket To Ride completan la primera mitad del elepé. La tranquilidad de una contrasta con el poderío de la otra, uno de los grandes éxitos de la banda británica, muy diferente a las trece que la acompañan y marcada por la espectacular batería de Ringo Starr.
Es precisamente Starr quien canta Act Naturally, versión de los Buck Owens que abre la cara 2 en forma de country. It's Only Love es lo que su título anuncia: una sencilla canción de amor de John Lennon que posiblemente sea el momento más olvidable del álbum. Como si hubiesen llevado el pop a aun garito honky tonk, el You Like Me Too Much que trae Harrison no sería lo mismo, ciertamente, sin los pianos que tocan Lennon, McCartney y el productor George Martin. El piano eléctrico del segundo también tiene su importancia en Tell Me What You See, un buen tema del creador de Ram, quien en I've Just Seen A Face se pasa con mucha gracia al country antes de regalarnos la balada definitiva. Solo dos minutos necesita Yesterday para definir melódica y armónicamente la melancolía, una absoluta maravilla que, mediante la voz y la guitarra de Paul McCartney y un cuarteto de cuerda, plasma en tan breve tiempo los sentimientos más profundos que se puedan imaginar. Dizzy Miss Lizzy es la lectura del rock and roll de Larry Williams que, aullada por John Lennon, nos refresca los orígenes de los Beatles y clausura un disco muy brillante cuya única culpa —griten Help!, ¡socorro!, conmigo— es preceder a Rubber Soul, Revolver y Sgt. Pepper's. O sea, y al ser a posteriori, ninguna.
jueves, 10 de enero de 2019
La más macabra de las evoluciones
Pocos finales tan simbólicos y escalofriantes como el de El planeta de los simios, el clásico de ciencia ficción que Franklin J. Schaffner dirigió en 1968. El mazazo que recibe el coronel George Taylor (Charlton Heston) al conocer sin ningún género de dudas en qué planeta ha caído su nave lo resume un último plano tajante que impone la fatalidad. Heston ya había trabajado con Franklin en la excelente El señor de la guerra (1965), si bien la crudeza medieval en ella descrita es traspasada a un futuro muy lejano de la mano de la novela —convenientemente adaptada— de Pierre Boulle. Generadora de secuelas, remakes y series de televisión, ninguno de ellos alcanzará la fuerza de la película original, allí donde aventuras, misterio y reflexión se alían espléndidamente.
Tras un prólogo en el que Taylor nos informa de que va a hibernar junto con el resto de la tripulación durante un año y medio y unos títulos de créditos marcados por la magnífica partitura de Jerry Goldsmith, que va a acompañar con precisión a las imágenes a lo largo del filme, topamos con un inicio psicodélico esclavo de la moda y que poco tiene que ver con el resto del metraje: ni Schaffner es Jimi Hendrix ni está grabando Axis: Bold As Love. Pasado el momento del violento amerizaje, Taylor y sus dos compañeros (durante la travesía ha muerto una cuarta tripulante) han abandonado la nave que se hunde en el lago donde se ha estrellado. Solo saben que en la Tierra es el año 3978 al haber viajado a la velocidad de la luz y que se encuentran en un lugar desconocido. A partir de aquí, el director de Patton (1969) fragua un relato en el que el suspense y la acción se suceden en la naturaleza o en unos espléndidos decorados captados en cinemascope por lentes de Panavision. La pantalla ancha es sabiamente utilizada como motor del espectáculo, pero también en los momentos de quietud, que no son muchos, o en las conversaciones. La sociedad que descubre Taylor en la que los monos son hombres y los hombres, monos es descrita esquemáticamente, aunque la dominación a la que es sometida nuestra especie —cual espejo que invierte la realidad para mostrar su esencia— y el estado de la evolución de los primates son reflejados claramente en la pantalla. Las cuestiones metafísicas y filosóficas van unidas a la narración sin ser un lastre, alterar su desarrollo o introducirse inopinadamente, pues ante todo Schaffner construye un (muy digno) producto de entretenimiento.
Aunque su puesta en escena no alcance la maestría y profundidad de los mejores Richard Fleischer o Alexander Mackendrick —creadores del cine de aventuras más elevado en los cincuenta y sesenta respectivamente—, la de Franklin J. Schaffner es funcional y hermosa al mismo tiempo, exceptuando esos zooms tan de la época que, salvo casos concretos, no eran figura estética sino ahorro crematístico. Los pectorales y la rudeza masculina de Charlton Heston y la soberbia caracterización de los simios son otros de los atractivos que posee una cinta cuyo interés no decae durante sus casi dos horas y que medio siglo después de su estreno proporciona un enorme placer que aumenta —turbador e icónico— su antológico final. Por si alguien no ha visto todavía la película y lo desconoce, lo dejo en el aire.
lunes, 7 de enero de 2019
Ascetismo tras los barrotes
En su estudio clásico y esencial sobre El estilo trascendental en el cine, Paul Schrader dice: "Bresson desprecia lo que más le gusta al aficionado al cine. Sus películas son frías y aburridas; les falta esa excitación vicaria que normalmente va unida al hecho de ver una película". La descripción que Schrader hace del cine de Robert Bresson avanza con exactitud la característica principal del arte del director francés: el ascetismo. El ascetismo como ausencia: ausencia de dramatización, ausencia de gesticulación, ausencia de acción…
Hay que esperar a su cuarto largometraje para que su radical estilo se vea reflejado en pantalla con absoluta rotundidad. A partir de Un condenado a muerte se ha escapado (1956), Bresson fija unas normas visuales y auditivas que desarrollará sin concesiones hasta su último trabajo (El dinero, 1983), pero que en la historia de la fuga carcelaria de un miembro de la resistencia francesa en Lyon en 1943 se exponen ya con el máximo rigor. El autor desnuda los escenarios sin que dejen de ser reconocibles, anula la interpretación de unos actores no profesionales —rostros inexpresivos que rehúyen del método del Actors Studio— y centra su puesta en escena en los objetos, los movimientos, las relaciones y las conversaciones que conducen al teniente Fontaine a la huida de la prisión. Los sonidos y el fuera de campo tienen igual importancia, si no más, que las imágenes austeras —secas— rodadas por Bresson en busca de la esencia de su relato. Esta esencia es a lo que Shrader llamó "estilo trascendental", aplicado asimismo a los maestros Yasujiro Ozu y Carl Theodor Dreyer, concepto filosóficamente discutible que no anula el extraordinario valor de su apuesta. La importancia de Un condenado… estriba en su coherencia formal, sin negar su contenido religioso o el perfecto engranaje del guion del que se parte.
Al rechazar cualquier énfasis, ya sea en las motivaciones de los personajes, los giros argumentales o la presencia militar del ocupante alemán (los soldados son apenas cuerpos o sombras), Bresson descoloca al espectador mientras describe milimétricamente los preparativos, problemas y ansiedades relacionados con la evasión. Como La fuga de Alcatraz (Don Siegel, 1979) —por otro lado muy notable—, pero sin caras conocidas, diálogos afilados o un mínimo entretenimiento. Pickpocket (1959), El proceso de Juana de Arco (1962), Una mujer dulce (1969) o Lancelot du Lac (1974) seguirán habitando idéntico territorio estético en diferentes épocas y con otros protagonistas; sin embargo, Un condenado a muerte se ha escapado, además de rememorar sin querer la lucha antifascista, es una obra maestra de la misma talla de las que continuarán el camino insobornable de Robert Bresson.
jueves, 3 de enero de 2019
Hard Times And Nursery Rhymes
La parsimonia y la procrastinación de Social Distortion a la hora de publicar nuevo material pueden irritar a sus fans más acérrimos, pero en el plano estrictamente artístico siempre han sido sinónimo de resultados excelentes. Su séptimo álbum de estudio cuando escribo esto, Hard Times And Nursery Rhymes, veía la luz en 2011 tras años de incertidumbre en forma de rumores, informaciones desmentidas y dimes y diretes varios. Con una llamativa portada que nos sitúa en la Gran Depresión yanqui, el disco incide en la línea del soberbio y anterior Sex, Love And Rock 'N' Roll, es decir, grandes y emocionantes canciones de Mike Ness en las que la etiqueta punk tiene menos peso que el vocablo rock al que califica.
Un excitante instrumental, Road Zombie, es el tema que encabeza el plástico, seguido de uno de los pilares del mismo: California (Hustle And Flow), rock and roll de maneras stonianas que es puro espectáculo. Gimme The Sweet And Lowdown, aquí sí, contiene el clásico punk rock melódico del grupo californiano, mientras que Diamonds In The Rough es un poderoso medio tiempo de redención ("He cometido errores / También he pagado por ellos") de aquéllos que Mike Ness escribe tan bien. Machine Gun Blues fue el single de adelanto, zarpazo rocker de melodías perfectas y guitarras ardientes. Los seis minutos y medio de Bakersfield también responden a los riffs de Keith Richards para construir una pieza lenta y envolvente. Country y pop endurecidos construyen la preciosa Far Side Of Nowhere antes de que la banda tome por asalto la tristeza del maestro Hank Williams y su Alone And Forsaken, que viaja del folk al punk sin complejos. Con las teclas y el órgano de Danny McGough como guías, Writing On The Wall desparrama sentimientos en el oyente. Los reproches y las críticas de Can't Take It With You sientan mejor con su ritmo veloz de aromas honky tonk.
"Bien, recuerdo cuando era joven
Y decía que estaba acabado",
así comienza la despedida del álbum, Still Alive. Pone los pelos de punta oír a Mike Ness afirmar que "Todavía estoy vivo y sobreviviré", transmitiendo directamente su convencimiento mediante una canción redonda que va al corazón sin que uno se sienta ridículo o cursi. Imposible, pues, no finalizar la escucha de Hard Times And Nursery Rhymes, a pesar de su título infausto, con el ánimo levantado y una sonrisa de esperanza. Si el siguiente elepé de Social Distortion es igual de bueno, no importa si aparece en 2025.
martes, 1 de enero de 2019
Defensa en la Antártida
El grupo de hombres enfrentado a un peligro en un lugar concreto es un esquema que siguió Howard Hawks en varias de sus producciones, llevándolo a la perfección en la ejemplar Río Bravo (1959), película que sirvió de inspiración explicita a John Carpenter en su segundo largometraje, Asalto a la comisaría del Distrito 13 (1976). La admiración de Carpenter por Hawks no quedará reflejada únicamente aquí. Con el remake de El enigma de otro mundo —que en 1951 había dirigido Christian Nyby bajo el auspicio del autor de La fiera de mi niña (1938)— Carpenter desarrolla planteamientos similares de manera magistral, logrando con La cosa (1982) un mezcla de ciencia ficción, suspense, terror y aventuras que ha quedado como la muestra más depurada de su cine.
Un perro corre por el paisaje eternamente nevado de la Antártida perseguido por un helicóptero noruego que intenta acabar con su vida. Éste es el comienzo de la historia que John Carpenter narra dosificando la intriga y la violencia mediante una puesta en escena que, sin renunciar a lo horripilante cuando es necesario, describe con ecuanimidad y ajena al efectismo la dureza de unos hechos terribles que —sucesivamente— horadan la confianza entre las personas destinadas en la estación norteamericana del continente helado, les llevan a una situación límite y acaban sembrando la destrucción total. Con una precisión que no se volverá a ver en sus films, Carpenter logra que el clima de tensión aumente sin disonancias o exabruptos, envolviéndonos poco a poco en el desasosiego de los protagonistas y dejando que la furia final sea estallido lógico de un crescendo que la ha ido macerando. La radical perturbación a la que se ven abocados los científicos y demás personal de la estación es intuida por el espectador, pero el director no la adelanta en ningún momento, supeditando la acción y el espectáculo a una narración coherente que introduzca poco a poco la angustia y vaya desvelando gradualmente los misterios.
Respaldado por unos actores muy solventes, a la cabeza de los cuales se encuentra su habitual Kurt Rusell, y la música del maestro Morricone, el creador de Halloween (1978) pone en pie, pues, una ficción excelente que, además del influjo hawksiano, tiene evidentes concomitancias con el Alien que tan magníficamente había llevado a la pantalla Ridley Scott tres años antes. Una lástima que aunque continuara haciendo trabajos entretenidos e incluso a veces interesantes y políticamente críticos, no haya dado John Carpenter con la tecla que le llevó a la exactitud dramática y la contención planificadora de La cosa. Un clásico de su tiempo y de su género.