miércoles, 28 de febrero de 2018

It Better Be Good

 

Amarrados a la precariedad y su voluble realidad, los Schizophrenic Spacers han tirado hacia delante convencidos de su capacidad para escribir buenas canciones y defenderlas aún mejor sobre las tablas. Los discos grabados, los conciertos ofrecidos, las interpretaciones completas de clásicos de los Beatles, los Who o ZZ Top y las alegrías y las penurias de una carrera seria y apasionada pero minoritaria desembocaban el pasado año 2017 en un espectacular plástico doble que a muchos nos dejaba boquiabiertos, It Better Be Good. Y no, no es que su música reinventase el rock and roll o diese de lado muchos de sus tópicos; era que las composiciones brillaban magníficas, sin que su abundancia significara una rebaja en la calidad o en la intensidad; era que las letras tenían su miga e incluso invitaban a la reflexión; era que la producción de Hendrik Röver daba al álbum un sonido excelente, "el horneo que encumbra el pastel", en palabras del cantante y compositor principal del cuarteto catalán, Sergio Martos, cuya voz llenaba de amor, odio y entusiasmo cada sílaba vocalizada; era que la banda mostraba todos sus matices y talento a la hora de la interpretación definitiva de unos temas marcados por la variedad; y era, por si algo faltaba, que la portada y la presentación en carpeta abierta del disco hacían que no dejaras de mirarlas y tocarlas mientras uno y otro vinilo giraban y giraban encima del plato.


Cual involuntario crooner anticapitalista en busca de sus sueños y harto del mercado laboral, Martos canta acompañado del piano de Jesús "Tete" Tejada que desea un buen trabajo, Nice Job que nos introduce en la función. Gonna Be Good y Nights Squirrels son dos fantásticos himnos, power rock aprendido de los autores de Who's Next el primero, hard ardiente el segundo que recuerda, a pesar de llegar a conclusiones muy diferentes, al exitoso My Sharonna de The Knack. From Here es uno de los cortes más emocionantes que hallamos, tanto en lo lírico como en lo melódico. Anyhow se mueve entre el grunge y el power pop, henchido de sentimentalismo en su estribillo. El funk rock de Cinema Days cierra contagioso la primera cara, si bien en su último tramo baja las revoluciones y nos regala un hermoso solo de guitarra de Alberto Belmonte. La segunda mitad del elepé la inicia otro himno insuperable, Exhausted, del que quiero destacar la magnífica batería de Tete Tejada. Black Bog es una breve y amenazante pieza instrumental que juega con el título de la mítica canción de Led Zeppelin y huele a Soundgarden y Alice In Chains. Se queja con razón Sergio Martos de la Mediocre People, hard rock de base funk que tiene mucho de Jimi Hendrix y en el que el Manuel Fernández del Campo saca su bajo a relucir. Night Off me trae a la cabeza diversos nombres del rock de los setenta, pero, en honor del grupo, hay que decir que su espléndido acabado suena a los Spacers. Y punto. No hay que ser un genio para ver que Ode To A Fat Man debe sus hechuras al Alice Cooper de School's Out y Billion Dollar Babies, ni haber estudiado solfeo para apreciar los punteos de Alberto Belmonte.


Es su guitarra la que, pisando el wah-wah y sin pisarlo, gobierna asimismo Boot That Lady y, acústica, Sofa Afternoon, segundo, mínimo y último corte instrumental. Ambos temas encabezan la cara número tres. A Parade es una larga y ambiciosa canción de diversos pasajes a la que sigue Physiotherapist, sexual funk rock en el que hay ecos de Deep Purple Mark III, Grand Funk Railroad, David Lee Roth y otros que ustedes pueden sumar. New Year's Eve y After The Grapes se yuxtaponen y complementan por su título, pero en lo estrictamente musical no tienen nada que ver, pues la agresividad, la potencia de la segunda está ausente en la primera. La cuarta parte de It Better Be Good comienza con Covering My Back, en la que Martos pide perdón con la única compañía de Belmonte. Esos amigos que no lo son cuando uno realmente los necesita tienen su merecido en So Called Friends, uno de los momentos álgidos del trabajo para mi gusto. La urgencia y la vehemencia de Montpellier, el tema más veloz de los veintidós, contrasta radicalmente con la paz campestre de The Long Goodbye (donde llama la atención el dobro del productor), que, a su vez, choca con violencia con Space Balloon, space rock autorreivindicativo que clausura setenta y siete minutos de sobresaliente y ecléctico rock and roll. Que sus creadores, los Schizophrenic Spacers, no sean apenas conocidos no debe de ser obstáculo para que ustedes se hagan con este doble elepé y —ya de paso— tiren por la ventana aquéllos de los impostores que, diciendo hacer rock y haciendo mierda, venden por cientos de miles sus infumables grabaciones.

lunes, 26 de febrero de 2018

Dead By Christmas


Los hay con más temas y también recomendables (el doble CD Decadent Dangerours Delicious, por ejemplo), pero de los recopilatorios de la primera etapa de Hanoi Rocks, por contenido y presentación, Dead By Christmas —vinilo doble de 1986 publicado por la casa francesa Raw Power— me parece idóneo para introducirse en la música de la banda. Pocos defendieron el rock and roll en la primera mitad de los ochenta como los finlandeses, recogiendo los riffs, la actitud, el sonido y la potencia del high energy, el punk, el glam rock y el power pop. Y al decir pocos no me refiero solamente a la calidad de su propuesta, que también, sino a que casi nadie se parecía a ellos. De las veintiún canciones reunidas, seis son en vivo, y no hay más que escuchar las dos que abren el primer disco (Oriental Beat y Back To Mistery City) y las dos que cierran el segundo (el Under My Wheels de Alice Cooper y el 1970 de los Stooges, aquí llamado I Feel Alright) para saber del influjo de Detroit en un grupo que sobre las tablas mordía. En los temas del quinteto, mayoritariamente escritos por Andy McCoy en solitario, se aprecia muy bien ese cruce de guitarrazos y bases rítmicas fuertes con el pop de la nueva ola británica y estadounidense, marca de la banda encabezada por Michael Monroe; o sea, perteneciendo a su tiempo pero sin sonar exactamente a él o encorsetarse. Es así que es capaz, además, de transformar tajantemente el Lightning Bar Blues de Hoyt Axton, original country que se hace hanoi rock por arte de birlibirloque, o de entregarnos un Malibu Beach (Calypso) que es lo que parte del título anuncia entre paréntesis. Ramones, Dictators, The Clash, T. Rex, Blondie, The Beat, Cheap Trick o los arriba mentados se pasean en fenomenales composiciones tales que Mental Beat, Taxi Driver, Tragedy, Visitor, Dead By X-Mas (el Runaway de Bon Jovi con el porcentaje de horterada reducido) o Lost In The City, que sirven por igual de homenaje a sus ídolos que como declaración de su personalidad. En fin, que si no les apetece o no tienen tiempo de disfrutar de todos los elepés de los autores de Bangkok Shocks, Saigon Shakes, Hanoi Rocks, escuchen esta compilación y se harán una muy buena idea de quiénes eran estas fieras del norte de Europa cargadas de melodía.

viernes, 23 de febrero de 2018

Orgy In Rhythm



Aunque grabado completamente el 7 de marzo de 1957, Orgy In Rhythm fue publicado en dos volúmenes independientes a lo largo del año. El título es muy claro y define a la perfección lo que el disco (o los discos) de Art Blakey esconde: un festín desaforado de ritmo en el que solo tres de los once protagonistas no tocan baterías o percusiones varias. Así es. Si exceptuamos la flauta de Herbie Mann, el piano de Ray Bryant y el contrabajo de Wendell Marshall, son los tambores, las baquetas y demás quienes mandan y ordenan la función. Cuatro temas por volumen dan soporte a una orgía de sonidos africanos heredados de atavismos tribales en los que el rito, el baile y el movimiento —el ritmo— están por encima de las consideraciones melódicas. No supone esto menoscabo del caudal sensorial que se desprende de la música, pues la pasión y la calidad interpretativas son muy altas. Obviamente, es difícil calificar Orgy In Rhythm como un álbum de jazz, ya que no se ajusta a unos cánones mínimos para encuadrarlo dentro del swing, el bebop, el cool, el modal o el hard bop que tan bien practicara Blakey con sus Jazz Messengers. Esto es otra cosa, una fórmula que el autor de Moanin' repetirá en elepés tan interesantes como The African Beat, allí con percusionistas africanos. Una ocasión para apartar las etiquetas y disfrutar —registrado en Nueva York— del ancestral latido llevado por los esclavos negros a los Estados Unidos.

miércoles, 21 de febrero de 2018

At Home With Screamin' Jay Hawkins



Muchos son (somos) los que entraron en contacto con Screamin' Jay Hawkins por la espectacular versión de la Creedence Clearwater Revival de su clásico I Put A Spell On You, pero son docenas los que antes o después (de Nina Simone a Marilyn Manson, por jugar a los contrastes) se habían atrevido o se atreverán con la canción. Single publicado en 1956, dos años más tarde se sumaría a los doce cortes que compondrían At Home With Screamin' Jay Hawkins, debut el formato grande del artista de Cleveland y único elepé, no así sencillos, que editaría en la década de los cincuenta.

Orquestado por Leroy Kirkland y O.B. Mansigill, el disco no va a seguir el camino que pudieran marcar su tema más conocido y el extravagante personaje que —vestido con trajes de piel de leopardo, llevando capas de vampiro y blandiendo calaveras— apadrinaría el shock rock. No. Aquí vamos a encontrar mayormente lecturas llenas de brío de estándares americanos del musical, del jazz o del gospel en las que lo chocante es la voz teatral y estentórea de Hawkins en lugar de las de Bing Crosby, Frank Sinatra y demás. Una voz que cohesiona canciones de toda la vida como I Love Paris, If You Are But A Dream, Swing Low, Sweet Chariot, Temptation u Ol' Man River con las tres piezas que coescribe Hawkins: dos que parecen sacadas de algún extraño, exótico vodevil (Hong Kong y la mentada I Put A Spell On You) y un rotundo R&B titulado Yellow Coat. Es, pues, la interpretación de nuestro hombre la que da la personalidad distintiva, definitiva a su propuesta —más allá de ropajes y accesorios llamativos y sin negar la capacidad seductora de los arreglos de viento—, y la culpable de que algunos caigan (caigamos) rendidos ante un álbum como At Home With Screamin' Jay Hawkins y otros salgan espantados cuando la inicial Orange Colored Sky todavía no ha acabado de sonar. Cuestión de actitudes, supongo.

lunes, 19 de febrero de 2018

The Red, White & Black


"El jazz no es la única gran forma artística americana, también lo es el rock and roll". Así de rotunda se muestra Lisa Kekaula, cantante de los BellRays, en el combativo texto que firma para acompañar el soberbio The Red, White & Black (2003), quizá la obra maestra del grupo californiano. High energy y punk que flirtean con el noise rock, en la línea cruda de Grand Fury, explorando las "enormes posibilidades" de la música del diablo —tantas veces vendida por sus mercaderes y ninguneada por sus propios oyentes— sin olvidar el ascendente espiritual del soul. Partiendo de unas composiciones espléndidas de Tony Fate y Bob Vennum y unos interludios escritos por todo el grupo, los BellRays arden al interpretarlos. Kekaula canta (y muerde) mejor que nunca, Eric Allgood aporrea nervioso su batería, Fate pasa del riff básico y feroz a la improvisación de origen free y Vennum toca efectivo las notas del bajo. Todo un espectáculo rocker, el de quienes han decidido quemar sus naves en defensa de un sonido propio y sin concesiones porque saben que "la música es ilimitada con una perspectiva abierta". En un siglo en que el rock and roll se ha vuelto muchas veces un reclamo inocuo, rancio y obsoleto, estancado en el pasado por la falta de valor y talento de aquellos que lo practican, da gusto decir que también hay discos como The Red, White & Black y bandas como los BellRays.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Está muy bien eso del cariño


Siguiendo los compases de Échate un cantecito, Kiko Veneno publicaba tres años después Está muy bien eso del cariño (1995), un disco la mar de sabroso y veraniego, aun registrado en Londres, en el que Joe Dworniak repite a los controles y su antiguo compinche Raimundo Amador toca la guitarra. La portada y la contraportada —diseñadas, al igual que la carpeta interior, por Javier Mariscal— transmiten por adelantado el buen rollo que desprenden los surcos del elepé, los que no contradice la melancolía de alguna de las canciones o impide que la tristeza se pueda colar puntualmente en las letras.


Rumba que te rumba, Lo que me importa eres tú da el feliz pistoletazo de salida salpicada por los deliciosos vientos de Phil Smith (saxo), Dennis Rollins (trombón) y John Thirkell (trompeta). El pop, la rumba y el lounge van de la mano en Veneno, hermosa composición que redondea el magnífico solo de Amador. Más rumba, más metales y más marcha nos vamos a encontrar en Dime A, donde llama la atención la percusión de Mateo Kemp. Estaba lloviendo es un buen tema pop al que sigue Respeto, nueva rumba para reivindicar la consideración que todos los seres humanos nos debemos.


La cara B cuenta con otras cinco composiciones, entre ellas una versión de Bob Dylan. Hace calor sigue la línea rítmica e instrumental de Lo que me importa eres tú y Dime A. Viento de poniente lleva esa melancolía que decíamos arriba en su cruce de flamenco y pop orquestado, al igual que la preciosa balada La casa cuartel. Entremedias, la estupenda adaptación del Stuck Inside Of Mobile With The Memphis Blues Again que el genio de Minnesota colocara en el inmortal Blonde On Blonde y que Kiko Veneno convierte a su credo estético. El lince Ramón pone fin rumbero y salsero, cómo no, con una canción dedicada a Rubén Blades e inspirada en su archifamosa Pedro Navaja (que a su vez surgiera de Mack The Knife). El último de los diez cortes que nos recuerdan de manera muy agradable que Está muy bien eso del cariño… aunque en la vida también haya penas.

lunes, 12 de febrero de 2018

Archie Shepp – Bill Dixon Quartet


Tal y como explica Albert Michael, "durante aproximadamente dieciocho meses (de finales de 1961 a junio de 1963), Archie Shepp y Bill Dixon colideraron un grupo que variaba de tamaño entre cuarteto, quinteto y sexteto dependiendo del bolo". De dicha unión surgió asimismo, en 1962, el primer elepé del saxofonista y del trompetista, notable debut que ya informa de la querencia vanguardista de ambos intérpretes. Cuatro temas de filiación free componen el álbum, dos de ellos escritos por Dixon (Trio y Quartet), una versión del Peace de Ornette Coleman que habla por sí sola de la orientación de nuestros hombres, y una adaptación del Somewhere que Leonard Bernstein compusiera para West Side Story. Acompañados por Don Moore al contrabajo y Paul Cohen a la batería (excepto en Peace, donde son Reggie Workman y Howard McRae quienes dan vida a la base rítmica), Shepp y Dixon exprimen saxo tenor y trompeta en los dos cortes del segundo y en el de Coleman, y rebajan relativamente la potencia, que no las intenciones y la libertad creativa, en la lectura de Bernstein. Además de sus sugestivas y protagonistas improvisaciones, no fallan las aportaciones de cuerdas y baquetas, destacando el solo de contrabajo de Workman en el único tema, como hemos dicho, en el que interviene. Un muy interesante primer paso, en definitiva, de quien se convertirá en una de las mayores figuras del jazz norteamericano, autor de discos de la talla y originalidad de For Four Trane, Mama Too Tight, For Losers o Kwanza. Al contrario que de la de Archie Shepp, de la obra de Bill Dixon (bastante menos prolífica) tengo un escaso conocimiento, aunque sé de su talento gracias como mínimo a este Archie Shepp – Bill Dixon Quartet que hemos comentado. Su sabido prestigio espero me lo confirme una futura escucha de sus grabaciones.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Badmotorfinger


En un breve lapso de tiempo de la segunda mitad de año 1991 van a ver la luz los tres elepés —gusten o no— más representativos del grunge. Mientras Pearl Jam y Nirvana publicaban Ten y Nevermind (el segundo, tótem absoluto del movimiento), Soundgraden daba a conocer el sobresaliente Badmotrofinger, que pulía las aristas de sus dos primeros trabajos sin entrar en terrenos de menor agresividad o mayor comercialidad hollados en el siguiente, Superunknown. Durante cerca de una hora y doce canciones, el cuarteto de Seattle (con la novedad de Ben Shepherd al bajo) construye un pandemonio de rock pesado que abre disparado Rusty Cage para ralentizarse al final del tema y en los que le suceden. Los riffs de Kim Thayil, aprehendidos de los de Tomy Iommi, vertebran implacables y soberbios medios tiempos como Outshined, Slaves & Bulldozers, Searching With My Good Eye Closed o la salvaje y final New Damage; el polémico single Jesus Christ Pose supura tensión constante gracias a la extraordinaria percusión de Matt Cameron, la guitarra asesina de Thayil, las cuatro cuerdas inflexibles de Shepherd y los gritos de Chris Cornell; la velocidad del Rusty Cage vuelve a ser retomada en cortes breves de espíritu punk como Face Pollution y Drawing Flies, este último magníficamente adornado por el saxo de Ernest Long y la trompeta de Damon Stewart, quienes asimismo aportan sus instrumentos en la inquietante y esotérica Room A Thousand Year Wide, versión metálica de los Stooges de Fun House; etc. Momentos todos ellos extraídos de un conjunto demoledor puesto en pie por un grupo en un estado de forma inmejorable grabando Badmotorfinger: un clásico de los noventa capaz de enfrentarse a los mejores discos de la década y en mi opinión —cerremos el círculo creando controversia— muy superior al debut de Pearl Jam y tan sólido e intenso como el segundo de Nirvana.


lunes, 5 de febrero de 2018

Money Jungle



Entre los dos elepés que en agosto y septiembre de 1962 Duke Ellington graba para Impulse! en compañía de, respectivamente, Coleman Hawkins y John Coltrane, el músico de Washington registra otro no menos espléndido para United Artists el 17 del segundo mes: Money Jungle. Y lo es por la belleza de las nuevas composiciones del maestro, la de las antiguas que suenan magníficas remozadas y por la prestancia de los dos genios que completan el trío: Charles Mingus y Max Roach. El contrabajo de aquél y la batería de éste se funden con el piano de Ellington y dan con una expresividad superlativa en la que no hay asomo de nostalgia sino presente y ganas de vivir.

Bien sea el tema que abre vehemente y pone título al disco, la delicadeza cuasiatonal de Fleurette Africaine o la soberbia versión del Caravan que Juan Tizol escribiera en los años treinta para el grupo de Ellington —por entresacar tres ejemplos de los siete cortes que conforman el plástico—, swing, bebop y hard bop son allanados por nuestros intérpretes para ejecutar la música sin prejuicios y tal y como les viene en gana. No hay más clasicismo en uno que vanguardia en otros; al igual que las estilísticas, las barreras entre profesor y alumnos van cayendo conforme avanza el álbum, como obstáculos de una carrera destinados a ser derribados —no saltados— por los atletas, si bien sus piernas son aquí teclas, cuerdas, caja, timbal, bombo y platos condensados en una unidad poética.

Reeditado en numerosas ocasiones, Money Jungle vería la luz por primera vez con material extra en 1986 y de la mano de Blue Note. Los cuatro temas nuevos que añadirá el exquisito sello norteamericano salen de la misma sesión que asocia a Elington, Mingus y Roach, y quizá estén un punto por debajo de los que acabaron en el elepé original, pero no creo que nadie se hubiera quejado si hubiesen aparecido en él ni, desde luego, hubiese dejado de ser el formidable trabajo que es. Una joya única que aumentará el brillo de la discoteca de quien —despistado, incrédulo o ajeno al jazz por miedos inveterados e irracionales— todavía no la posea.

viernes, 2 de febrero de 2018

Freedom


Freedom (1989) cerraba una década polémica para Neil Young con un disco que, prácticamente, ponía de acuerdo a todos sus seguidores. Y no es que acarreando rock crudo con Crazy Horse, música electrónica, rockabilly, country o R&B Young lo hubiese hecho rematadamente mal, no, pero ni la constante mutación lo ponía fácil para los fans más acomodaticios o conservadores, ni los elepés presentados estaban a la altura de lo producido en los años setenta. Con los matices que ahora abordaremos, Freedom posee un cancionero superior al de sus antecesores y compañeros de década, que, sin llegar a la categoría de un Zuma o un Harvest, le pone en la senda cualitativa que dará, un año después, con la electricidad desbordante del magistral Ragged Glory.

Al igual que en Rust Never Sleeps, la versión acústica de una canción que cerrará eléctrica el álbum es la encargada de abrirlo. Y no cualquier canción. Rockin' In The Free World es el himno definitivo de Neil Young, su God Save The Queen (o su Blitzkrieg Bop) particular, explícita reivindicación política que suena a grito de guerra cuando el folk se hace hard y punk rock durante los últimos minutos del disco. Pero hay diez cortes más entre Rockin' y Rockin' que logran que el conjunto se merezca un notable alto. Crime In The City (Sixty To Zero Part I) es, en mi opinión, uno de los más destacados, cerca de nueve minutos de folk progresivo cocido a fuego lento. Don't Cry alterna calma (amenazante) con distorsión escuela Young, mientras que Hangin' On A Limb es una recogida balada cantada a dueto con Linda Ronstadt. Los sonidos fronterizos son la base de la estupenda Eldorado, castañuelas y guitarra acústica de Poncho Villa (el alias mexicano de Frank Sampedro) incluidas. El country de The Ways Of Love convive en su estribillo con el bolero, colaborando de nuevo Linda Ronstadt y sobresaliendo la pedal steel de Ben Keith. El diáfano y hermoso country pop de Someday antecede a la conversión del On Broadway que en los sesenta cantaran los Drifters; conversión porque lo que allí era doo-wop aquí se vuelve rock altanero (y noise en determinados fragmentos). Wrecking Ball es la segunda balada con la que nos encontramos, emocionante pieza en la que Neil Young aparca la guitarra y se sienta al piano. No More enlaza con la potencia de On Broadway para hablar sobre las drogas o sobre cualquier pérdida de control y la angustia existencial consecuente. Too Far Gone suma más country a la partida, country rock en concreto, al que no son ajenos la pedal steel de Keith y la mandolina de Poncho Sampedro. Y terminamos donde habíamos empezado, vibrando con la energía apabullante de Rockin' In The Free World, expresada en un momento en que el mundo se preparaba para una serie de cambios determinantes que ha supuesto casi tres décadas de pérdidas de derechos y libertades, incluso de dignidad. Pero no vamos a hablar ahora de neoliberalismo, socialismo y democracia, sino del anhelo de libertad que dio vida a un elepé titulado Freedom que recuperaba la mejor cara de uno de los artistas canadienses más universales.