Decía
Robert Bresson hace ya muchos años que en el futuro el cine (con mayúsculas) lo
realizarían jóvenes aislados en su entorno y de espaldas a la industria que,
contra viento y marea, fueran capaces de llevar adelante sus proyectos. El
secreto de ese cine que es tiempo antes que imagen o sonido (aun conformado por éstos), que habla de auténticos seres humanos y que no desea epatar sino
alumbrar e informar parece perderse en un nebuloso pretérito sustituido por un
lenguaje audiovisual postmoderno que fagocita su entorno y hace indiferenciable
películas, videoclips o anuncios, imponiendo un código común. El camino está
marcado y no hay vuelta atrás. ¿O sí la hay?
José
Luis Guerin es uno de esos francotiradores de los que hablaba Bresson. Nacido
en Barcelona en 1960, Guerin alterna la práctica de la puesta en escena con la
docencia en el Centre d’Estudis Cinematogràfics de Catalunya, labores ambas
necesarias y complementarias en alguien que en una entrevista realizada en la
época del estreno de Innisfree (1990),
su segundo largometraje, comentaba consternado que "cada vez es más difícil
hablar [con nadie] de cine" al preguntarle su interlocutor por el peculiar
punto de vista desarrollado en su film. "De punto de vista se puede hablar con
poquísima gente, porque normalmente ni siquiera saben lo que es", decía. Esta
actitud arrogante mezclada con un carácter tímido define a un realizador precoz
—su primera película, Los motivos de
Berta (1983) la dirige con sólo veintitrés años— que es incapaz de ceder un
ápice, sin que esto sea una postura intelectual o de resistencia, aunque pueda
—y deba— parecerlo. Un realizador diferente y retraído, pero nunca ensimismado
y teniendo siempre la realidad —en su sentido más inmediato y vital— como
referencia.
Viene
esto a colación porque, tras su paso por el festival de San Sebastián, se ha
estrenado en Madrid En construcción
(2001), cuarta película del director catalán, que se convierte, junto con Código desconocido (Michael Haneke,
2000) —del que ahora nos llega La
pianista (2001), premiada en el último festival de Cannes con el Gran
premio del jurado— y Ni uno menos
(Zhang Yimou, 2000), en lo más apasionante estrenado durante el último año en
la capital. Partiendo de la riquísima tradición documental del cine, tradición
masacrada por la ínfima calidad del género y la falsa separación de la ficción
—que llega a hacer decir, y es algo muy extendido en nuestros días, que si una
película no narra una historia no lo es, olvidando que el cine es, ante todo,
fotografía en movimiento que reproduce una secuencia espacio-temporal—, y
entroncando, de forma diferente, con realizadores actuales como Abbas
Kiarostami y Nanni Moretti y, clara y contundentemente, con el guipuzcoano
Víctor Erice (para el que tiene una agradecimiento en los títulos de crédito) y
su obra maestra El sol del membrillo (1992,
experiencia aislada en el cine español de los años noventa) y el japonés
Yasujiro Ozu, el director bucea por primera vez en su entorno habitual tras
tres obras situadas en Castilla, Irlanda y Francia respectivamente.
La
propuesta de Guerin deviene radical y marginal en el panorama actual, y eso
que, como él bien dice, su cine es de vocación popular. Los protagonistas son
vecinos y trabajadores del Barrio Chino de Barcelona (el Raval) durante el proceso
de derribo y reconstrucción (remodelación, en eufemísticas palabras
gubernamentales) del mismo, retratados por Guerin con una sinceridad y
naturalidad conmovedoras. Personas normales sobre las que no se quiere hacer
ningún énfasis, huyendo de la psicología fácil y dejando que ellas mismas
crezcan en pantalla. Las casas que van a ser derruidas —espacios silenciosos y
expectantes que cobran un inusitado protagonismo— conforman un paisaje
desolador al que el director parece querer dar un empujón esperanzado con ese
largo travelling final, que resulta ser el único movimiento de cámara tras dos
horas de composiciones fijas. Esta ética de lo inamovible para captar el
movimiento —tanto el del tiempo que pasa como el de los personajes y las cosas
dentro de cuadro— se convierte en la apuesta estética de la obra (ya comprobado
en anteriores títulos del autor, aunque Tren
de sombras (1997) o Innisfree
fuesen más experimentales; experimentos plenamente logrados, eso sí) y la
explota hasta sus últimas consecuencias para conseguir, al fin y al cabo,
decisivo cine de altos vuelos, distante y emocionante a partes iguales, nunca
manipulador (el espectador tiene siempre la última palabra), que nos recuerda,
paradójicamente quizás, que no hay como mirar atrás para crear la obra más
arriesgada e innovadora. Con la ayuda, sin lugar a dudas, de un grupo de
impagables actores no profesionales que llenan de vida la pantalla y nos
regalan unos diálogos, en ocasiones, memorables.
NOTA: Este fue mi primer artículo escrito para Ruta 66, publicado a principios del año 2002. Lo comparto aquí ligeramente corregido.