domingo, 30 de agosto de 2015
Antipop
Ambicioso y excesivo —no hay más que ver su duración y el número de invitados—, el último disco de la primera etapa de Primus, Antipop (1999), mantiene en mi opinión el altísimo nivel de creatividad, irreverencia y frescura de un grupo —raro, raro, raro, que diría aquél— que no se casa con estilo, tendencia o escena alguna. El mellotron de Tom Waits —quien devuelve al trío la visita hecha al magistral Mule Variations— sirve de brevísima introducción para que Les Claypool, Larry LaLonde y Brain compartan su música con más o menos ilustres miembros de la comunidad roquera durante una hora larga e intensa. El obsesivo cruce de funk y metal de Primus —fusión de subgéneros que no es fin sino medio, muy alejada del infantilismo y la estulticia que dominan el nu metal— es aquí servido con la ayuda del mencionado Waits, Tom Morello, Stewart Coppeland, Martina Topley-Bird, Matt Stone, Jim Martin, James Hetfield y Fred Durst; o lo que es lo mismo: ecos del autor de Rain Dogs, Rage Against The Machine, Police, Tricky, South Park, Faith No More, Metallica y, ¡horror!, Limp Bizkit, que jamás se imponen a la personalidad de la banda, si bien se dejan notar. Coproduciendo y tocando su inconfundible guitarra en tres temas (Electric Uncle Sam, Mama Didn't Raise No Fool y Power Mad) y plantando su vozarrón y su mellotron y produciendo el corte final, Cottails Of A Dead Man, Morello y Waits son, respectivamente, los intérpretes más prominentes de los ajenos al trío, pero el bajo marciano de Claypool, la seis cuerdas psicodélicas y agresivas de LaLonde y la percusión imparable y riquísima en detalles de Brain inciden en el camino surreal e intransferible —hermanado con el de Jane's Addiction— establecido por Frizzle Fry y Sailing The Seas Of Cheese a principios de los noventa. Como regalo oculto (tan típico de muchos CDs en aquella época), la versión en estudio de The Heckler, tema que se hallaba en el debut en vivo del grupo en 1989, Suck On This. Puede que la relaciones entre los miembros de Primus no fueran las mejores cuando se grabó Antipop, o que la presencia de tanta estrella del rock hiciera recelar a muchos, pero la escucha del disco hoy sigue siendo fuente de placer y garantía de diferencia, lo cual siempre resulta grato entre tanta uniformidad militante, vacua y facilona de la que nunca han sabido los autores del Brown Album.
miércoles, 19 de agosto de 2015
Rock Bottom
En la primavera de 1973, Robert Wyatt había empezado a componer lo que sería su segundo álbum y a reclutar miembros para el grupo de acompañamiento. Pero el 1 de junio, la noche anterior al que iba a ser el primer ensayo de la banda, tal y como recordaba en 1998 el propio Wyatt, "me caí por la ventana de un cuarto piso y me partí la espina dorsal. Me enviaron al hospital de Stoke Mandeville durante ocho meses, donde me salvaron la vida y me enseñaron a vivir en una silla de ruedas". Sin embargo, esta condena no hizo que el que fuera baterista de Soft Machine —otros nunca salen de la depresión postraumática— se viniera abajo. El accidente y la lenta recuperación sirvieron para que Wyatt se diera cuenta de que en adelante no volvería a tocar su instrumento y de que salir de gira sería "muy problemático. Ya no necesitaba preparar música para un grupo permanente. Tendría que concentrarme en grabar, y tendría que cantar más. Podría elegir diferentes músicos para diferentes canciones. No tendría por qué utilizar los mismos instrumentos en cada canción. La pérdida de mis piernas me daba una nueva clase de libertad". Todo este proceso de reconstrucción o renacimiento —en el que, además de la determinación y el realismo de Robert Wyatt, tienen mucho que ver la que pronto será su mujer Alfreda "Alfie" Benge (autora de la portada) y "un viejo piano" hallado en el hospital— culminará un 26 de julio de 1974, más de un año después del accidente, con la publicación del excepcional Rock Bottom, exactamente el vigésimo primer aniversario del asalto al cuartel de Moncada, inicio de la larga y gloriosa Revolución Cubana, hecho al que nada casualmente se refería Wyatt —comunista sin ambages— en aquellas notas de 1998 para la reedición del elepé que hemos venido utilizando.
Dividido en dos caras gemelas de casi veinte minutos y tres temas cada una y producido por Nick Mason, Rock Bottom nos hace saber que la querencia vanguardista made in Canterbury del músico de Bristol sigue intacta, pero —ciertamente— la (mucho) mayor presencia de la voz de Wyatt en busca del acercamiento al formato de canción tradicional —acercamiento siempre relativo— le va a alejar de la radicalidad del tercer y cuarto disco de Soft Machine y de su primer álbum en solitario (The End Of An Ear). El free jazz, el rock progresivo y la disonancia forman parte ineluctable del discurso artístico de Robert Wyatt, si bien su "nueva clase de libertad" viene a modificar el espíritu —si esto vale para un marxista convencido— con el que la música surge de su psique, totalmente condicionada a las mutaciones físicas del cuerpo que —metafóricamente— la contiene.
La impresionante sensibilidad de Wyatt hace aparición en el mismo momento en el que Sea Song inicia el elepé. No hay rastro del llanto o la autoconmiseración que podrían esperarse de quien hace nada podía moverse con libertad y ahora vive atado a una silla de ruedas y a expensas de los demás. Los teclados, sintetizadores y tambor de Robert Wyatt y el bajo de Richard Sinclair son el exquisito colchón espacial de la emocionante y serena interpelación —entre la que cuela un pequeño garabato atonal— que el primero hace al mar donde ya no nadará o hundirá su cuerpo nuevamente. El bajo pasa a manos de Hugh Hopper en A Last Straw, composición que suma a los instrumentos ya nombrados la guitarra de Wyatt, la batería de Laurie Allan y un vaso de vino de su amiga Delfina, quien había dejado a Wyatt y Alfie Benge una casa, tras salir del hospital, donde se registrará parte del álbum en un estudio móvil de Virgin "mientras un burro rebuznaba al fondo". La calidez y la maestría, sin embargo, se mantienen intactas en la segunda de las pistas, más cercana al jazz que su antecesora. Little Red Riding Hood Hit The Road marca las diferencias —de nuevo Sinclair a las cuatro cuerdas— al introducir la trompeta de Mongezi Feza, añadir a las cuerdas vocales de Robert Wyatt las de Ivor Cutler y tocar aquél diversas percusiones entre las que se encuentra una bandeja de Delfina. Su torbellino sonoro envuelve y arrastra las palabras que debería tener para describir las sensaciones que el tema me provoca; sensaciones que se suman a la producidas por los dos cortes precedentes y que lanzan —indefenso— al oyente a la segunda mitad del trabajo.
Alifib y Alife —ambas juegos de palabras con el nombre de la amada Alfie— bien podrían ser una sola composición dividida en dos partes que ocupase dos tercios de la cara B. La primera de ellas, solemne y delicada, protagonizada por un largo y profundo solo de Hugh Hopper que hace pasar las notas más agudas de su bajo por las de una guitarra; la segunda, más aguerrida, debido al clarinete bajo y el saxo tenor de Gary Windo y al tambor de Wyatt, cuyos sintetizadores, teclados y voz serían nexo común de las dos piezas. Las palabras de Alfie Benge, haciéndose pasar por Alife y respondiendo a Wyatt ("Soy Alife tu guardiana", son las últimas que salen de su boca), culminan estos más de trece minutos de belleza sin parangón —o yo no se lo encuentro ni se lo quiero encontrar— que "reside en todo lo que de hombre hay en el artista y no a la inversa", como escribía Jaime Gonzalo tres décadas más tarde al reseñar Cuckooland, otra de las joyas del maestro británico. Sustituyendo el "Riding" del tercer tema por el inconfundible "Robin", el sexto y definitivo, Little Red Robin Hood Hit The Road, sufre el proceso inverso de Alifib y Alife, pues si ahí se hacía que fueran dos lo que en realidad era un tema único, aquí se presenta como una sola canción la yuxtaposición del rock según Wyatt con la música de cámara de raíz celta y popular, claramente diferenciado el uno de la otra. El primero de los tramos cuenta con la voz y teclados de Wyatt, la guitarra de Mike Oldfield, el bajo de Richard Sinclair y la batería de Laurie Allan; mientras que en el segundo Ivor Cutler recita un texto con su marcado acento escocés y toca la concertina y Fred Frith se encarga de la viola.
Se hacía así realidad el obligado cambio de rumbo de Robert Wyatt mediante un elepé, Rock Bottom, tan extraordinario como para situarlo al mismo nivel de Kind Of Blue, Rubber Soul o Forever Changes, por ejemplo, grabaciones todas ellas únicas, inabarcables e imprescindibles. Una de esas obras (maestras) que nos ponen frente al espejo de la vanidad propia y nos hacen replantearnos la mayoría de alabanzas vertidas sobre discos o artistas que —comparados con la creatividad superlativa de Wyatt— se nos aparecen —desnudas sus miserias a la luz de las notas del verdadero genio en su silla de ruedas— fallidos, mediocres o, lo que es peor, innecesarios.
domingo, 16 de agosto de 2015
Trompe le monde
Entre 1987 y 1991 los Pixies publicaban un epé y cuatro elepés que les convertían en referencia esencial del rock independiente o alternativo de su época. Casi un cuarto de siglo después, visto hasta donde han llegado las redes de sus influencias, y con la ineludible perspectiva del tiempo, podemos afirmar que el campo de acción de su obra se ha trasladado a cualquier tiempo y lugar, tal es la calidad, la exquisitez de la misma.
Trompe le monde (1991), último de aquellos trabajos, verá la luz paradójicamente un día antes que el Nevermind de Nirvana, el disco que hará visible y exitoso lo que hasta entonces era subterráneo o raro para el público mayoritario, y en el que el grupo de Kurt Cobain se beneficia (con acierto) de muchos de los hallazgos, timbres y estructuras del cuarteto de Boston. Como los álbumes que le preceden, el cuarto de larga duración de los Pixies es igual de imprescindible, descomunal y creativo que Come On Pilgrim, Surfer Rosa, Doolittle y Bossanova, y especialmente abrasivo en el plano sonoro. Trompe le monde sigue encontrando matices en el discurso inconfundible, asentado y demoledor del cuarteto de Boston, cargado de canciones (quince) que defienden su individualidad sin miedo de sumarse al conjunto.
No hay tregua en los ocho primeros cortes, a pesar del toque pop y psicodélico de Alec Eiffel, dedicada al autor de la famosa torre parisina. Entre ellos, una muy convincente versión de Head On, original de Jesus And Mary Chain —banda, la escocesa, que bebe de fuentes similares a las de Pixies en busca de caminos propios— que encontramos en su tercer plástico; un potente medio tiempo cuyo riff huele a los Clash de Should Stay Or Should I Go, U-Mass, con la Universidad de Massachusetts como motivo; o una carta, si así se quiere, a los orígenes del rock and roll (Letter To Memphis) que surge, sin solución de continuidad, de Palace Of The Brine, soberbio engarce que supone una de las cumbres de un disco lleno de ellas. Regada por los teclados de Eric Drew Feldman, Bird Dream Of The Olympus Mons parece un pequeño oasis de sosiego que el posterior desarrollo de la canción niega. Siguen aullando las guitarras de Joey Santiago y Black Francis y la voz de éste hasta que la entrada de las seis cuerdas acústicas en Lovely Day y Motorway To Roswell hace que pierda peso la electricidad, que no la intensidad, garantizada de principio a fin por el bajo de Kim Deal y la batería de David Lovering. The Navajo Know, suerte de ska espacial y discotequero, echa el cierre a Trompe le monde, aunque en realidad lo haga a una carrera indiscutible, corta y perfecta que tendrá una continuación innecesaria hace bien poquito. Lo bueno ya había terminado a principio de los años noventa.
viernes, 7 de agosto de 2015
Every Day
Brilla con mucha distinción la luz de la Cinematic Orchestra en segundo álbum, Every Day (2002), fascinante cruce posmoderno de jazz, electrónica, lounge y trip hop que continúa la senda marcada por Motion, aquí (quizá) mejorada y honrada por la presencia de Fontella Bass. No hay que esperar para escuchar a la inmortal cantante, pues All That You Give —primero de los siete cortes del CD— nos regala su voz infiltrándose en los ambientes creados por los dispositivos electrónicos de Patrick Carpenter, el arpa de Rhodri Davies, el bajo acústico de Phil France y la batería de Milo Fell. Sin salirse del patrón establecido, Burn Out se alarga serpenteando e introduce vientos y pianos eléctricos (France y John Ellis) en el discurso de la orquesta. Flite ahonda en el marco de trabajo, si bien la percusión de Milo Fell hace de sus prominentes baquetas protagonistas de este segmento de nuestra peculiar banda sonora. Vuelve Fontella Bass para iluminar Evolution, de fantástico estribillo, atmosférico piano eléctrico de John Ellis y excelente y sensual base rítmica. Si en el tramo final del corte escuchamos a Patrick Carpenter manipular los platos, en Man With The Movie Camera los suma a sus dispositivos electrónicos. Explícitamente cinematográfica en su título —Dziga Vértov volverá a ser motivo de inspiración para el grupo británico—, la suite hace honor al mismo al llenar de imágenes el cerebro del oyente, resultando la pieza más libre, compleja y diferente del disco, ya por las distintas metamorfosis que sufre o por las intervenciones del saxo soprano de Tom Chant. No sé si punto álgido del trabajo, pero cierto que All Things To All Men rebosa emoción desde que leemos su inabarcable título —"todas las cosas a todos los hombres", socialismo o muerte— hasta que terminan sus impresionantes once minutos. El fantástico rapeado de Roots Manuva vertebra un tema en el que repite Tom Chant y Rhodri Davies trae de nuevo su arpa, pero que asimismo apoyan la impagable e infalible base rítmica y el piano, esta vez el acústico y tradicional, de John Ellis. También y siempre acústico, el bajo de Phil France introduce la composición que clausura el álbum, Everyday, cuyo perfecto y estimulante crescendo se va diluyendo durante los dos últimos minutos del tema, como si de un largo adiós, que diría Raymond Chandler, se tratara. El de la música de un grupo original, atractivo y, aquí, impecable: The Cimematic Orchestra y Every Day.
miércoles, 5 de agosto de 2015
Montrose
No tiene Montrose la fama de coetáneos como Aerosmtih o Kiss, pero su música, en especial la del debut que hoy traemos a Ragged Glory, en poco o nada envidia a la de los dos titanes del hard rock norteamericano. Llamada así por el apellido de su guitarrista, Ronnie Montrose, la banda la completaban en su primera formación (la que graba su elepé homónimo) Sammy Hagar —quien, como todo el mundo sabe, acabará en Van Halen cerrando un círculo de influencias—, Bill Church y Denny Carmassi, cantante, bajista y baterista respectivamente.
Montrose (1973) está producido por Ted Templeman (asimismo futuro productor de Van Halen), y no le hacen falta más de ocho canciones y media hora para entregar un álbum excelente de principio a fin. Riffs nacidos de los de Black Sabbath, Deep Purple, Led Zeppelin, ZZ Top o Grand Funk Railroad, y que podemos ver proyectados en los de UFO (etapa Michael Schenker), Bad Company, Dictators, Iron Maiden o Kyuss —siendo o no influencia directa—, conducen composiciones sobresalientes interpretadas con el brío y el ritmo del mejor rock and roll, algún toque de blues por aquí y algún otro de psicodelia por allá. El aficionado que no conozca el disco no hallará en él estructuras sorprendentes, pero sí sentirá la compenetración y la fuerza de un cuarteto que conoce muy bien los mecanismos del rock duro y los aplica de manera orgánica, sin olvidarse de la contundencia y la inmediatez. Cualquiera de los siete originales del grupo o la versión del Good Rockin' Tonite de Roy Brown vale como ejemplo de lo dicho, material formidable en el que Ronnie Montrose demuestra que los años de aprendizaje como músico de sesión no han sido en balde. Sus guitarras rítmicas y solistas son espectaculares, pero la rotundidad del plástico no sería tal sin una base rítmica, la de Church y Carmassi, y unas cuerdas vocales, las de Hagar, que mantuviesen el vigor y la exquisitez de quien da nombre a Montrose. Un disco, en definitiva, sin fisuras o puntos muertos que se puede escuchar tras Tyranny And Mutation, Billion Dollar Babies, Houses Of The Holy o Tres Hombres —nacidos también aquel 1973— sin miedo a que decaiga la fiesta o disminuya la calidad.
lunes, 3 de agosto de 2015
Atlantic Crossing
Huyendo del fisco laborista como de la peste —el rock and roll no es de izquierdas—, Rod Stewart cruzaba el Atlántico —cambiando de golpe de continente, compañía discográfica, músicos y dirección artística— para empezar una vida que arrancaba, claro, con Atlantic Crossing (1975). Impregnado y rodeado de los mágicos efluvios soul del sur de los Estados Unidos (Stax y Muscle Shoals: Tennessee y Alabama), pero sin escapar de los de su bienamado rock and roll, Stewart graba en diferentes estudios con guitarristas de la talla de Steve Crooper, Jimmy Johnson o Fred Tackett; teclistas como Barry Beckett o Albhy Galuten; bajistas tan reconocidos como Duck Dunn o David Hood; bateristas de pegada intachable tales que Nigel Olsson, Roger Hawkins o Al Jackson; o la mítica sección de viento que responde al nombre de Memphis Horns.
Divido en dos partes claramente diferenciadas ("fast half" y "slow half"), que corresponden a la primera y segunda cara del álbum respectivamente, el elepé se inicia con Three Time Loser, que contempla al cantante de los Faces barnizando de soul un rock and roll de su cosecha. Alright For An Hour es una composición de Stewart y Jesse Ed Davis que se entrega en clave pop al soft funk y el reggae. De nuevo escribiendo en solitario, el autor de Gasoline Alley nos recuerda que su arte adquiere su máximo sentido All In The Name Of Rock 'N' Roll, con unos vientos soberbios redondeando la canción. El exitoso Drift Away que interpretara Dobie Gray trae también aires de reggae y pop, y es la única excepción a la rapidez de la primera mitad (o anticipo de lo que será la siguiente). Un muy buen tema de Stewart y Crooper (Stone Cold Sober) finiquita feliz y festivo aquélla, dando paso a las baladas, versiones en su mayoría, cantadas por el británico.
El I Don't Want To Talk About It de Danny Whiten sigue siendo un buen tema en manos de Rod Stewart, pero no emociona ni la décima parte que el original de Crazy Horse, mucho más puro y esencial. Asimismo, pierde trascendencia el It's Not The Spotlight de Gerry Goffin al ser trasformado por Stewart, sin ser mala una lectura marcada y beneficiada por la mandolina de David Lindley. Tampoco hallamos el encanto de los Isley Brothers y los años sesenta en This Old Heart Of Mine, ralentizando y perdiendo el atractivo del tema en cuestión con la complicidad del productor Tom Dowd. Por fortuna, Still Love You, canción de Rod Stewart, sube el nivel, volviendo a incluir la mandolina de Lindley, quien además añade su violín. Grandilocuente y diferente al de los Sutherland Brothers, el Sailing de Stewart concluye solemne y hermoso —cuerdas incluidas— el trabajo, dejando su conjunto en un notable bajo pero agradable.
A Night On The Town y Foot Loose & Fancy Free —los dos elepés que seguirán a Atlantic Crossing— mantendrán todavía una decencia artística que Rod Stewart perderá a finales de los setenta, y que recuperará muy de vez en cuando, cayendo en el pozo sin fondo de la mediocridad, el esperpento… y las revistas del corazón. Pero eso es una historia (negra) que jamás arruinará el prestigio del gran vocalista implicado en obras maestras como Truth, A Nod Is As Good As A Wink… To A Blind Horse… o Every Picture Tells A Story. Les suenan, ¿verdad?
sábado, 1 de agosto de 2015
The Futuristic Sounds Of Sun Ra
Primera pieza de la etapa neoyorquina de Sun Ra, The Futuristic Sounds Of Sun Ra —único trabajo del músico para Savoy Records— saldrá de una sesión realizada el 10 de octubre de 1961 bajo la dirección de Tom Wilson. Recién llegada a Nueva York, la precariedad económica que a la sazón sufre la banda de Ra no tiene reflejo en la magnífica música que ha quedado registrada en el álbum.
Lejos todavía del arrebato free que penetrará su sonido dos o tres años más tarde, el jazz de Sun Ra se nutre del de las big bands y el hard bop, si bien introduce disonancias o instrumentos pocos habituales —el saxo bajo, el bombardino o el morrow (un shakuhachi con boquilla de clarinete)— que dan al conjunto un color particular y oriental que la versión del China Gate de Victor Young viene a corroborar. El momento más esotérico del elepé se produce precisamente cuando este tema y New Day se yuxtaponen. La voz de Ricky Murray en el primer corte y el clarinete bajo de John Gilmore, la conga de Leah Ananda y el morrow de Marshall Allen en el segundo —si no me equivoco— nos llevan hipnóticos a arcanos universos de placer sensorial. Bastante swing de regusto atonal, cadencias exóticas (si se me permite el uso de este adjetivo tan maltratador y maltratado) y algún injerto rítmico sudamericano nos mecen durante el resto del disco, espacio en el que además escuchamos brillantes el piano de Sun Ra, el trombón y el bombardino de Bernard McKinney, el saxo bajo de Pat Patrick, el tenor de John Gilmore, el alto y la flauta de Marshall Allen, el contrabajo de Ronnie Boykins y la batería de Willie Jones.
Algunos futuristas como indica su título, otros no tanto, lo que sí es cierto es que los Futuristic Sounds Of Sun Ra son garantía de disfrute y buen gusto, si bien no hay un solo álbum de los que hasta la fecha han caído en mis manos del autor de Space Is The Place que no lo sea. Desde la galaxia exterior para los terrícolas, gocen, queridos lectores, de las notas distintas y estimulantes de Sun Ra.
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