domingo, 27 de julio de 2014
Long Player
Siete temas grabados en tres estudios diferentes y dos en directo sacados de una actuación en el Fillmore East no parecen la mejor manera de dotar de cohesión estilística a un disco, pero escuchando Long Player del tirón, segundo elepé de los Faces de 1971, solo podemos hablar de logros y bondades cualesquiera que fueran los prejuicios y dudas que la dispersión conocida y acreditada nos hubiera creado.
Rock and roll y funk de dan la mano en Bad 'N' Ruin para abrir el plástico con esa cadencia tan típica del grupo británico, la única canción compuesta por Ian McLagan, aunque a medias con Rod Stewart. Tell Everyone es una sentida balada de Ronnie Lane maravillosamente cantada por Stewart. Folk y country guían a Sweet Lady Mary, corte semiacústico escrito por Lane, Stewart y Ron Wood en el que destaca —curiosamente— el delicioso órgano de McLagan. Concebida también en solitario por Ronnie Lane, Richmond se mantiene en la acera folk protagonizada por la slide y la pedal steel de Ron Wood. El primero de los dos temas en vivo es una estupenda versión del Maybe I'm Amazed de Paul McCartney en la que todo el quinteto brilla instrumentalmente. Purito rock and roll es el que, gracias a Lane, Stewart y Wood, nos traen los Faces en Had Me A Real Good Time, que además se beneficia del saxo y la trompeta calientes de Bobby Keys y Harry Beckett respectivamente. On The Beach (Wood, Lane) remite tanto a la música cajun como al blues rural, blues que es homenajeado en el segundo corte traído del Fillmore East al álbum mediante una larga y espectacular lectura de una composición original de Big Bill (Willie para los amigos y en los créditos) Broonzy: I Feel So Good. En los antípodas por su breve duración y recogimiento, Jerusalem concluye Long Player con un Ron Wood ensimismado a la slide y dando su bendición a todo lo que ha precedido. Todavía quedaban dos discos más que llevarán a su grupo a los altares del rock, pero aquí ya se hallaba muy cerca.
lunes, 21 de julio de 2014
Thelonious Monk Plays The Music Of Duke Ellington
De la relación de Thelonious Monk con Riverside Records saldrán obras tan excepcionales como Brilliant Corners, Monk's Music o su colaboración con John Coltrane, pero también hay que destacar este acercamiento a la música de Duke Ellington registrado en julio de 1955. La idea de que el primer elepé para Riverside se centrara en la música del gran maestro del jazz fue sugerida por la propia compañía —según palabras del productor, Orrin Keepnews— "para dar al álbum una cierta coherencia y para estar seguros de que el material sobre el que trabajara Monk fuera apropiado para él". Excusatio non petita, accusatio manifesta —siempre ha habido que vender discos—, el infantil pero comprensible eufemismo de Keepnews —persona que, aclaremos (salvo descubrimiento futuro), goza de todos mis respetos— en las notas originales que acompañaban la grabación del pianista, tiene como contraposición otra observación totalmente cierta: sin perder su personalidad, Monk "no comete el error de tratar las composiciones de Duke como meros vehículos". Absolutamente. No es que aquél ni sus acompañantes (Kenny Clarke y Oscar Pettitford, batería y contrabajo respectivamente) renuncien al bebop al que han ayudado a formar (y les ha formado a ellos), sino que los temas de Ellington tienen una personalidad tan grande y unas melodías tan excelsas que para romperlos y deconstruirlos completamente es mejor no trabajar con ellos. Así, conjugando su lenguaje con el del autor de Sophisticated Lady, Thelonious Monk deja una serie de improvisaciones bellísimas en las que el balance entre el respeto y la audacia lo equilibra el sustantivo elegancia, con el que también tiene mucho que ver la base rítmica. Thelonious Monk Plays The Music Of Duke Ellington, en definitiva, nos enseña una cara menos revolucionaria del pianista pero que afirma su habilidad para cambiar (relativamente) de registro sin perder un gramo de prestancia. La de un genio homenajeando a otro sin salirse de sus líneas maestras, pero otorgándoles su particular dinamismo.
jueves, 17 de julio de 2014
Om
Hijo espiritual de A Love Supreme y musical de Ascension, Om es quizá el más radical de los discos de John Coltrane publicados tras su muerte, compuesto por una sola pieza de free jazz encarnizado y cerca de media hora de duración. Mantra absoluto y primordial del budismo y el hinduismo —por lo muy poco que yo conozco de las religiones asiáticas—, la sílaba "Om" hace referencia a la totalidad de los sonidos, pues todos devienen de aquélla, y esa pureza fundacional, a la par que inabarcable e inquietante, se adapta con precisión al último Coltrane. El desgarro de sus saxos tenor y soprano —en una búsqueda desquiciada del ideal imposible, inalcanzable— es acompañado en esta sesión registrada el 1 de octubre de 1965, pero publicada póstumamente en 1968, por el clarinete bajo de Donald Garrett, el saxo tenor de Pharoah Sanders, la flauta y la percusión de Joe Brazil y el piano, el contrabajo y la batería de los miembros de su cuarteto, a saber y respectivamente, McCoy Tyner, Jimmy Garrison y Elvin Jones. La exploración da con momentos de belleza espeluznante, nacida de la más concentrada de las improvisaciones; música irreductible, casi insondable, prologada y epilogada por la recitación de cantos sagrados y el sonido que pone título al álbum. Injustamente atacado y minusvalorado, Om es una muestra extraordinaria del talento enfermizo de su autor, tajante en la plasmación de sus ideas, aunque embarcado en un viaje sin retorno a la esencia de las emociones estéticas que parecía querer apurar el poco tiempo de vida que le quedaba. Así es: en muy pocos años (los que van de 1959 a 1967, aunque especialmente en los tres últimos) el arte de John Coltrane llega a lugares desconocidos en los que no cabe nadie más que él, pues son producto de la suma de una técnica excelente, una libertad innegociable y una inocencia mística que a un servidor sigue desconcertando. Yuxtapongan la escucha de Om a la de cualquier disco de su colección que no sea del creador de Meditations y verán cómo no les engaño.
lunes, 14 de julio de 2014
Heaven Tonight
Solo por ese himno que lo encabeza, Heaven Tonight —tercer disco de Cheap Trick de 1978— se merece agradecimiento eterno. Tiene aires Surrender de canción absoluta, de engranaje perfecto en el que pop y hard rock sirven de herramientas para dar forma a una melodía y unos arreglos tan precisos como preciosos. Guitarras que son puro rock and roll, deliciosas armonías vocales, teclados made in bubblegum: todo en su punto para que el oyente quede ahíto de placer. Por fortuna, no se detiene aquí la lección, pues el resto del álbum nos invita a saciar igualmente nuestra hambre de exquisito power pop. On Top Of The World, California Man, Auf Wiedersehen, On The Radio, Heaven Tonight o Stiff Competition son excelentes composiciones que, si bien no superan los logros de los dos primeros álbumes del grupo, sí que tienen —por su sonido, por su producción y por las teclas de Jai Winding— una orientación más claramente comercial. Se mantendrá ésta en Dream Police, encargado junto con el mítico directo At Budokan de cerrar la obra de Cheap Trick en los años setenta, obra a la que es imposible poner tacha alguna y que sigue manteniendo a la banda como materia ineludible de la historia del rock. Aunque si tuviera que quedarme con uno de sus temas, no lo dudo: Surrender, Surrender y Surrender. ¿No había dicho uno?
lunes, 7 de julio de 2014
La vida, el agua y la muerte
Radicalmente ajena a nuestros desvelos, miedos y tristezas, la vida se sucede sin piedad mientras las grandes injusticias y desigualdades y los pequeños dramas y sinsabores del día a día van dando forma al devenir de la única especie animal consciente de que ha de morir. Sumido en esa constante perplejidad biológica, el ser humano intenta dar sentido a lo que no lo tiene inventando religiones, creando civilizaciones y perpetuándose, marcado por ese instinto de supervivencia que le rasa con la hormiga o el chimpancé. Sin embargo, hay una actividad —el arte— que, si bien no me atrevería a decir que sublima al hombre, le hace diferente al intentar explicar estéticamente lo que le rodea sin que dicha actividad aporte nada en beneficio de la existencia puramente material, la sola existencia en realidad. Cuando uno siente la emoción de las obras plenas, no halla la respuesta al por qué estamos aquí, pero se conforta en una admiración plástica que le lleva a una dimensión (poética) donde el tránsito coyuntural por el planeta parece haber merecido la pena. Meros engaños, puras ilusiones —lo sé—, a los que —al menos ciertas personas— nos agarramos obligados por eso que llamamos sensibilidad o miedo exacerbado al vacío.
El río (1951), el sublime film de Jean Renoir, sirve como epítome extendido de todo lo expuesto arriba, pues lleva a su máxima expresión al séptimo arte y plasma a la perfección —con el río como metáfora— ese discurrir sin solución de continuidad que ridiculiza cualquier tragedia o alegría subsumiéndolas en su caudal imperturbable. Perdida en medio de su periodo norteamericano —al que le manda el fascismo— y su retorno a Francia, la adaptación de la novela de Rumer Godden —rodada en la India— es, como establece Augusto M. Torres, "la más personal y misteriosa" de las películas de Renoir. Medio siglo después de que el cinematógrafo fuera parido, y convertido el director de La regla del juego (1939) en uno de sus grandes maestros, El río se sitúa equidistante de las dos corrientes principales que seguirá el invento de los hermanos Lumière: la ficción y el documental. Mixtura nada extraña en el padre del neorrealismo, aquí viene embadurnada por la magia del lugar y el uso del color por primera vez en su carrera, en este caso el discutido sistema Technicolor. Marcada desde el primer momento por la hermosa voz en off de la protagonista, la película narra la historia de una familia británica que vive junto al Ganges, y cuyo padre es el encargado de una fábrica de yute. La adolescente que nos habla se enamora del capitán John, visitante de una familia vecina que ha perdido una pierna en la guerra, aunque sus dos amigas (mayores que ella) también lo hagan. Mientras asistimos a sus penas, dudas y esperanzas, Renoir nos enseña las tradiciones de los indios y la vida de los colonos mediante escenas cortas en las que —tal y como hemos dicho— documental y ficción se funden a la caza del lirismo definitivamente impreso en los fotogramas. No hace hincapié el director en ninguna de las cosas que intuimos (la explotación de la población local en beneficio del Imperio) o de las que somos testigos (el desarraigo del militar o la terrible muerte del único hermano varón de la protagonista, una escena extraordinaria ésta, tan dolorosa como fascinante), sino que deja al hilo de la vida devanarse al igual que fluye inmemorial el agua del Ganges. El plano final, en el que la cámara abandona a las tres adolescentes para contemplar el río lleno de embarcaciones nada más nacer el retoño que esperaba la madre, es paradigmático y concluyente, tanto por la intachable culminación del discurso establecido como por su belleza.
En su famosa Defensa de Rossellini, André Bazin decía del arte de aquél que "consiste en saber dar a los hechos su estructura más densa y a la vez la más elegante; no la más graciosa, sino la más aguda, la más directa, la más cortante. Con él, el neorrealismo reeencuentra de manera natural el estilo y los recursos de la abstracción. Respetar la realidad no significa acumular apariencias; es, más bien, despojarla de todo lo que no es esencial, llegar a la totalidad en la simplicidad". La totalidad en la simplicidad: las palabras de Bazin sobre el autor de Te querré siempre, nos sirven exactas para describir El río. La selección que Renoir hace de la realidad, retratada en breves secuencias, la devuelve extraña pero pura, libre de las coartadas culturales y sociales que borran su significado prístino. Las cosas y las personas —una cometa, un niño— muestran la misma fugacidad, conviven a la espera de ser sustituidos; viven, y ahí los vocablos fatalidad o felicidad no existen, son solo invención espuria de la humanidad. Ésa que tan profundamente supo diseccionar Jean Renoir, y que en El río es colocada en su lugar sin estridencias o ensañamiento. Solo con las armas de la poesía.
martes, 1 de julio de 2014
The Shape Of Jazz To Come
El gran mérito del arte de Ornette Coleman fue el de la libertad. No es vano, casual u ostentoso que fuera él quien grabara un álbum llamado Free Jazz. Coleman buscaba la expresión propia, en la que el sonido dominaba y acorralaba a las estructuras armónicas convencionales. La eliminación del piano a partir de su segundo elepé, Tomorrow Is The Question!, aporta claridad a la concepción del autor de Something Else!!!!, quien lleva a su cuarteto a la perfección en The Shape Of Jazz To Come, tercer, premonitorio y esencial disco de Ornette Coleman, publicado en 1959 y poseedor de la misma coherencia, categoría e importancia de —figúrense— otro astro de aquel año, Kind Of Blue. Difícil describir la música (el sonido, como digo) del maestro del saxo alto. El oyente puede quedar perplejo al no haber disonancias aparentes, pero tampoco melodías evidentes —no hablemos ya de himnos— a las que agarrarse. Es como si se encontrara en tierra de nadie, tierra fértil aunque ignota que solo puede conocer si es ajeno a prejuicios y mira más allá de convencionalismos. Lo que en el mencionado Free Jazz o en las obras más radicales de John Coltrane, Cecil Taylor, Albert Ayler o el Art Ensemble Of Chicago puede ser rechazo a primera vista, no es tan fácil en los seis temas que conforman The Shape Of Jazz To Come. La corneta de Don Cherry, el contrabajo de Charlie Haden y la batería de Billy Higgins son cómplices absolutos de Coleman a la hora de crear sobre bases tan sencillas y tan complejas al mismo tiempo. Los solos improvisados de Cherry y Coleman no son atonalmente agresivos; curiosamente, su fluctuar tiene una caracterización melódica muy aguda, pero siempre según los baremos que establecen cornetista y saxofonista, baremos que —ya la hemos visto— Coleman solo negocia consigo mismo y los intérpretes que le ayudan. Es ahí donde reside la radical vanguardia de tan excepcional artista: no salirse de su camino, el que le pide su cuerpo (literalmente) y su concepción del ritmo. "Mi música no tiene un tiempo real, un tiempo métrico. Tiene un tiempo, pero no en el sentido de algo que se puede medir. Es algo más parecido a la respiración, un tiempo más natural y más libre. La gente se ha olvidado de lo hermoso que es ser natural", dijo el mismo Ornette Coleman aportando la que bien pudiera ser la clave de su revolución: conectar con una versión primitiva y radicalmente subjetiva de la persona que la civilización ha exterminado hasta llegar al individualismo uniforme del capitalismo moderno, cruel paradoja que nos ha llevado a la situación actual. No era mi intención culminar este texto con inducciones políticas particulares, pero quizá la naturaleza del quehacer creativo de Coleman haya sido la que —sirviéndose de mi pluma— me lo haya sugerido, haciendo uso de esa libertad innegociable de la que se sirvió el hombre del saxo alto para registrar elepés tan sublimes como el que hoy hemos tratado de no profanar en Ragged Glory.
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