Como sabéis quienes seguís este blog, en el año 2019 se publicaba mi tercer libro, una colección de relatos titulada La figura de cartón. Relatos de juventud, dolor y violencia. Dentro del apartado Dolor aparece un pequeño texto llamado Asumo cuya tristeza me han resaltado varios de los lectores de la obra. Comparto aquí, pues, una de las doce piezas que componen el libro, esperando que os guste y, si es que aún no lo habéis hecho, os anime a leer las otras once, "Una breve colección de heterogéneos escritos donde el autor articula, acaso sugiere, un discurso vital brillantemente secuenciado (…) una inquietante antología (…) repleta de pequeñas bombas de relojería que no siempre acabarán explotando", en palabras escritas por Marce Becerring para Ruta 66.
ASUMO
Hoy me he incorporado a mi nuevo trabajo. Es una tienda de complementos situada en el mejor barrio de la ciudad. El horario es de tres a nueve, y como tengo un trayecto bastante largo para llegar, he tenido que adelantar mi hora habitual de comida. Pero es algo que puedo asumir.
En la entrevista me dijeron que tenía que quitarme los piercings que llevo, pues no era la imagen que los clientes esperaban de la tienda. No me dijeron que fuera una mala imagen o que a ellos no les pareciera idónea, sino que eran los clientes los que no darían su aprobado. Bueno, es algo que puedo asumir, incluso entender, así que ayer por la noche, antes de acostarme, me los quité, los piercings, y me despedí de ellos. Me dio un poco de pena, porque a mí sí que me gustan, y me veo bien con ellos, pero, en fin…
El salario que me van a pagar es de seiscientos euros al mes; una miseria, lo sé, pero, como vivo con mis padres, no pago alquiler ni tengo hipoteca, así que puedo asumirlo.
Mientras iba en el metro me he acordado de mi último empleo en una cadena muy famosa de restaurantes, en el que era la única española. Una jefa tiró de la coleta a una camarera que había derramado en el suelo todo el contenido de la bandeja que llevaba. Yo no hice nada por defenderla, es verdad, pero la consolé en la cocina, pues la pobre tenía una llorera mazo de gorda. La misma jefa que la había humillado me vio, y a los pocos días me despedían. Me imagino que un hecho tendrá relación con el otro; de todos modos, hay que asumir que en cualquier momento, y por cualquier motivo, te pueden despedir. Lo de «por cualquier motivo» me ha dado que pensar, y he pensado que, en esas circunstancias, quizás «el motivo» pueda convertirse en una mera excusa. Tampoco le he dado muchas vueltas, ya llegaba a mi destino.
He caminado dos manzanas (en eso no me puedo quejar, la tienda está muy cerca de la boca del metro), pero ha sido suficiente para darme cuenta de dónde estaba: gente muy bien vestida y calles muy limpias. He llegado a la tienda con quince minutos de antelación para dar buena imagen (no como con los piercings, río). La dependienta del turno de mañana estaba sola, y me ha dicho que la encargada se había ido a tomar un café. Me he apoyado en el mostrador y he intentado hablar con la chica, pero no parecía una persona muy habladora. Todo han sido monosílabos y ninguna sonrisa. La encargada ha llegado a las tres en punto. La dependienta ha desaparecido por una puerta y ha vuelto muy poco después con la misma camiseta que llevaba puesta (con el nombre de la tienda) en la mano. «Toma», me ha dicho. «Te la tienes que poner», ha corroborado la encargada. La camiseta me queda pequeña y, lo peor de todo, huele a sudor. Me he mirado en el espejo del pequeño cuarto (más bien parece un ascensor) que esconde la puerta y he descubierto a una chica gordita y baja con las tetas aplastadas por la camiseta maloliente que le acababan de dejar. Pero tengo que asumir que así soy yo y así son los trabajos. Si pagan por ello, aunque sea poco, no puede ser muy bueno.
Lo primero que me ha dicho la encargada es que todas las dependientas que empiezan tienen que llevar complementos de los que se venden en la tienda para que «los clientes se sientan cómodos» y más «predispuestos a comprar». He elegido un collar, dos pulseras y un par de pendientes. «Dieciocho euros». Ante la cara que he puesto me ha dicho que es un gasto que no asume la compañía. «¿Es obligatorio?», he preguntado entre perdida e inocente. «Sí quieres seguir aquí, sí». He entendido inmediatamente y he pagado. Aunque la empresa no pueda asumir el gasto, he pensado, yo sí puedo. Tampoco es para tanto.
La verdad es que para ser mi primer día he vendido bastante, pero la encargada no lo ha visto así, y me ha echado en cara mi falta de actitud y de implicación. Ha sido una pequeña bronca, sí, pero no lo suficientemente grande como para no poder asumirla. Ya se sabe cómo son los jefes. Y más aún los que no son realmente jefes.
Cuando faltaba poco para cerrar, la encargada me ha dicho que tenía que limpiar el baño y vaciar las papeleras. La he mirado boquiabierta, pero ella como si nada. «La fregona y el multiusos están en el cuartillo. Ya lo habrás visto». Cuando abría la puerta del cuarto he oído que añadía: «Y date prisa, por favor, que no quiero cerrar a las mil». He pasado el multiusos por los azulejos y el retrete. Mientras se secaban he vaciado las papeleras. La que se utiliza para las compresas, salvaslips y demás utensilios femeninos no tenía bolsa, y estaba pringada. Casi me muero del asco. Le he preguntado a la encargada si había bolsas para esa papelera, y me ha dicho que no con la cabeza. Así que la he dejado tal cual y he fregado. Me he cambiado de ropa y he metido la camiseta en el bolso para que mi madre la limpie y la planche mañana. Mientras lo hacía me he dicho a mí misma: no pasa nada, hay que asumir que en cualquier trabajo te puede tocar hacer estas cosas. Es una lástima, pero es así.
Antes de salir, la encargada me ha dicho: «Si la caja no cuadra, se os descuenta de la nómina. Para que lo sepas cuando hagas caja». Ha debido notar mi debilidad, así que lo ha suavizado: «Aunque no suele suceder». No he entendido bien si se refería a que la caja no cuadrase o a que te lo descontaran de la nómina, pero lo he asumido.
La encargada ha echado la persiana metálica y me ha dicho un «hasta mañana» un tanto frío. En sus ojos me ha parecido percibir cierto desprecio, no sé si a mí o a todo. No lo puedo explicar, pienso al observar cómo se aleja, pero sí puedo entenderlo. E incluso asumirlo.