Han cerrado el bar
y el barrio se ha quedado cojo.
Porque aquí nadie se va de vacaciones:
obreros, inmigrantes, lisiados.
Las minivacaciones de cerveza y oreja
tendrán que esperar a septiembre,
cuando —dicen— vuelva la normalidad.
Los parias de la sociedad,
los excluidos que la sostienen,
no pueblan las playas,
no visitan Florencia,
no hacen cruceros.
Viven, sobreviven,
y esperan que no les toque
ningún 11 de marzo.
La conocidísima canción que canta Doris Day para recuperar a su hijo en la versión americana de El hombre que sabía demasiado, que Alfred Hitchcock estrena en 1956, sirve también de título a este disco de Johnny Thunders —Que Sera, Sera (1985)—, de fama mucho más restringida y lejos de los mejores logros del guitarrista y cantante, bien en solitario o con los imbatibles New York Dolls. Sin embargo, no cabe duda de que estamos ante un buen elepé que suena a Thunders por todos los costados (y a la muñecas de Nueva York por extensión, recordando una vez más quién tenía la patente de su sonido), y del que se disfruta a poco que te guste el rock and roll. Cubierto por Keith Yon (bajo) y Tony St. Helene (batería) y acompañado de personajes de mal vivir y buen hacer musical (Wilko Johnson, Michael Monroe, Nasty Suicide, John Perry, Dave Tregunna y Stiv Bators), el creador de So Alone entrega una serie de notables tonadas proto punk actualizadas, a saber, M.I.A., Little Bit Of Whore, Blame It On Mom, Alone In A Crowd y Endless Party, feliz despedida del álbum en la que sale hasta el apuntador; apela a su vertiente más pop y girl group sin olvidarse de las guitarras (Short Lives, Tie Me Up); se pasea por el reggae con un tema correcto aunque escasamente relevante (Cool Operator); se acuerda del pobre de Billy Murcia en la instrumental Billy Boy; y hasta intenta hacernos llorar con las balada de turno, I Only Wrote This Song For You.
La copia del disco que yo tengo añade al trabajo en sí mismo las dos caras del single que, bajo el mismo título que el álbum, publicaba Thunders en 1987, incluyendo su remezcla de Short Lives y la festiva versión del Que Sera, Sera (Whatever Will Be Will Be), en la que escuchamos a Patti Palladin cantar y tocar las castañuelas; a J. C. Carroll encargarse de mandolina y acordeón; al St. Theresa School Choir practicar la delincuencia juvenil (también conocida por coros), según especifica la carpeta interior; y a Glen Matlock —el que faltaba— pulsar el bajo. Y, para rellenar espacio, la remezcla que Yon y St. Helene hicieron en 1986 de Cool Operator, especificando entre paréntesis que se trata del Black Cat Mix. Curioso el single, sí, pero con las diez canciones de Que Sera, Sera era suficiente.
Cierto que su discografía en estudio no supera a la de otros monstruos sagrados del rock and roll —llámense Chuck Berry, Elvis, Beatles, Beach Boys, Dylan, Stones o Neil Young—, pero en directo no habido, hay o habrá nadie que haga sombra a ese excelso cuarteto que respondía al nombre de Led Zeppelin (y, por favor, no fastidien mi apotegma recordándome que existen los Who: ¡ya lo sé!). Desde que hace diez años me regalaron el doble DVD editado por el grupo inglés en 2003 (Led Zeppelin a secas o Led Zeppelin DVD), mi opinión al respecto se ha hecho inamovible. Contemplando y escuchando de nuevo el Live At The Royal Albert Hall de 1970 que ocupa casi todo el primer disco para escribir esta texto, no hago sino reafirmarme en qué, ¡dios mío!, no hay magma sonoro en vivo como el que muestra este documento tan impresionante, el que captura a una banda en un momento en el que la adrenalina del directo y la juventud (todavía no perdida) se conjugan con un desarrollo instrumental que alcanza su cénit. Sentir la sexualidad de Robert Plant al cantar y mover su maravillosa melena; caer rendido ante la voracidad técnica de un Jimmy Page absolutamente magistral; ver a John Bonham fundirse con su batería mientras la aporrea con las manos en Moby Dick —las baquetas, que no tarda en recuperar, parecen pertenecer a un futuro remoto, pues Bonzo ha entrada en trance al conectar con su yo primitivo (aun sofisticado)—; o captar la perfección de cada nota pulsada en su bajo por John Paul Jones, son sensaciones particulares y plenas que —sumadas— resultan abrumadoras hasta la extenuación de quien observa una exhibición de talento(s) no ya extraordinaria, sino única. La mejor. Transformadas por el ardor guerrero de Led Zeppelin, la noche del 9 de enero de 1970 en el mítico Royal Albert Hall joyas como Dazed And Confused, How Many More Times, la dicha Moby Dick, Whole Lotta Love o Communication Breakdown son convertidas —definitivamente— en odas al inconformismo estético y en arte de la más alta categoría, amén de espectáculo rock sin parangón. Que además los orígenes de su música sean honrados mediante vibrantes versiones de Eddie Cochran (C'mon Everybody y Something Else), hace que el cuadro se complete y quede dibujada cristalina e indubitada la línea por la que la formación transita hasta dejarla tensa e irrompible en su tramo final, el tramo del que los autores de Physical Graffiti se encargan. El primer DVD lo completan un clip promocional de la mencionada Communication Breakdown y tres pequeñas apariciones en televisión (por supuesto que en directo) de 1969 (Dinamarca, Francia y Gran Bretaña), cuyas limitaciones hicieron que el grupo no volviera a aparecer en dicho medio. A pesar de ello, las actuaciones son todo lo contrario a malas (impagables las imágenes del Tous en scène galo), como ya imaginarán, especialmente la danesa, la más larga de ellas y brillantemente recogida en blanco y negro.
Con el segundo de los discos no se alcanzan las cotas de excitación inherentes al anterior, pero el interés sigue siendo máximo por dos razones: por ofrecernos al cuarteto en diferentes periodos de su existencia y porque el nivel musical se mantiene en la estratosfera, lejos, muy lejos, de los simples mortales. Inmigrant Song — el vídeo tomado en Sidney, el audio, en Los Ángeles; ambos en 1972— abre como el trueno, pese a su aislamiento y la mezcolanza descrita. Junto con éste, los cuatros temas recogidos en el Madison Square Garden neoyorquino en julio de 1973 (Black Dog, Misty Mountain Hop, Since I've Been Loving You, The Ocean); los seis en el Earls Court londinense en mayo de 1975 (una primera mitad acústica compuesta por Going To California, That's The Way y Bron-Y-Aur Stomp, y otra segunda formada por un excepcional In My Time Of Dying, Trampled Under Foot y Starway To Heaven); y los siete en el pantagruélico festival de Knebworth en agosto de 1979 (Rock And Roll, Nobody's Fault But Mine, Sick Again, Achilles Last Stand, In The Evening, Kashmir y Whole Lotta Love nueve años más tarde y rematando la faena), son perfectos para conocer y asimilar la evolución del dirigible —siempre dentro del exceso que desde sus primeros días le define—, siendo esencial la importancia que van cobrando los teclados de John Paul Jones, quien también toca la mandolina en el apartado acústico del que hemos dejado constancia. Cabe resaltar, si acaso y no porque sea mejor (quizá sea la menos redonda), la porción extraída de Knebworth para afirmar —más aún varias décadas después y sirviéndonos de la, si no objetividad, calma que da la distancia— que el punk, muy a su (razonable) pesar, no había podido con cuatro músicos ajenos a modas, coyunturas, pasatiempos… o crestas desafiantes (lo cual no invalida —para nada, no le den la vuelta a la tortilla— la todavía enhiesta obra de los Pistols o los Clash, superior a la que Led Zeppelin produce entre 1976 y el final de sus días).
Los extras que quedan hasta completar las cinco horas de duración (dos entrevistas y los videos promocionales de Over The Hills And Far Away y Travelling Riverside Blues para la publicación en 1990 de la famosa caja remasterizada) y la sobresaliente presentación del DVD hacen de él uno de los mejores artefactos que puede adquirir cualquier amante y coleccionista de rock and roll, aparte de imprescindible para tener una visión total de la banda. Si alguien no queda ahíto, además, ese mismo 2003 veía también la luz How The West Was Won, otro soberbio —los adjetivos se me hacen cortos— triple CD sobre las tablas registrado en 1972 en California, que tendrá su hueco en Ragged Glory más adelante, pues Led Zeppelin DVD no admite añadido a su grandeza. Ni que decir tiene, si han leído atentamente mis palabras, que quien no lo haya visionado debe salir rápidamente corriendo a hacerse con una copia o solicitarla ahora mismo por internet. Ni el vocablo perentorio es suficiente.
Hormonal Riot (1998) es el título del primer disco de Atom Rhumba, sí, pero, sobre todo, es el inicio de una carrera única por su calidad, independencia y temperamento. Son estas tres cualidades —desarrolladas mediante el trabajo, que lo da todo— las que han hecho del grupo vasco uno de los más conspicuos y originales creadores que el rock español ha conocido en los últimos quince o veinte años. Funk, garage, soul, surf, lounge, krautrock, bandas sonoras y otros son los instrumentos que utiliza Rober! —líder de la banda y único miembro inamovible desde el principio hasta nuestros días— para plasmar una idea musical que ya en su primer elepé no deja dudas sobre el camino elegido: el del riesgo; un camino y un riesgo en los que caben por igual Curtis Mayfield, Marvin Gaye, la Jon Spencer Blues Explosion, Ennio Morricone, Can, Cancer Moon (¡cómo no, si uno de los cortes se llama Con Tura Satana y Damo Suzuki, y en el escuchamos la voz y el sintetizador de Josetxo Anitua!) o el Art Ensemble Of Chicago (de quien Atom Rhumba versionó el extraordinario Thème de Yoyo junto al nombrado Anitua). Rober! pasa del falsete a la agresividad, al igual que las guitarras, el bajo y la batería, sin concesión alguna al oyente que busque en el arte la misma autoayuda que cree encontrar en esos volúmenes de papel manchados de tinta inútil y engañosa. Aquí hay pasión y víscera, no explicación o soluciones, puestas en escena con técnica suficiente y maquilladas —además y cuando es necesario— con saxos, órganos, pianos y el mencionado sintetizador. Es decir, la primera página —que diría Joe Henderson, y ya que hemos hablado de libros— de una historia que seguirá contándose y asentándose gracias a una serie de discos excelentes y unos conciertos casi siempre memorables. Que comenzara prensada por Munster Records no es casual o coyuntural, sino plenamente lógico.
Sin la cualidad ya de revelación arcaica puesta al día con motivos y discurso propios —obviamente—, Psychedelic Jungle, el segundo elepé de los Cramps de 1981, mantiene la liturgia delirante del primero y esencial, Songs The Lord Taught Us, y de los singles que habían abierto el camino de subversión trash y noise ligada al lado más irreverente, salvaje y underground del rock and roll. Brian Gregory es sustituido por el no menos adecuado Kid Congo Powers, que completa junto con Poison Ivy la nueva pareja de guitarristas dispuesta a practicar vudú sónico a todos aquellos que hayan olvidado la energía de los primeros rockers (de los más conocidos a los más oscuros) y de quienes se dedicaron a amplificarla sin piedad, bien se llamasen Sonics, Stooges, MC5, Flamin Groovies, New York Dolls o Dead Boys. Aunque de los catorce temas incluidos siete sean versiones, el ritual presidido por el inolvidable Lux Interior se revela igual de eficaz se trate de composiciones del cantante y Poison Ivy o de canciones escritas por otros, pues tanto éstas como aquéllas acaban sucumbiendo al vórtice en que se convierten al ser interpretadas por todos los nombrados más Nick Knox (batería); es decir, al quedar fijadas en plástico como la marca Cramps. Coherente y monotemático de principio a fin —cual mantra construido sin fisuras por unos enajenados aparentemente cuerdos (¿o será al revés?)—, Psychedelic Jungle no cede a presión externa alguna, así como el grupo que lo firma, y deviene tan perfecto como el debut del cuarteto estadounidense, si bien la inclusión de Congo Powers le da ciertos matices instrumentales que lo hace algo diferente. Matices irrelevantes, por supuesto, a la hora de reafirmar a quienes serán los autores de A Date With Elvis —alumnos y maestros ejemplares— como una de las manifestaciones estéticas más incorruptibles y permanentes del rock de su tiempo y de cualquier tiempo que quieran.
La tercera entrega de la serie de singles con la que No Tomorrow celebró su decimosexto aniversario reunía en 2009 a dos fieras del hardcore patrio, Concentration Summer Camps (en la primera cara) y Muletrain (en la segunda). Cada banda aportaba tres temas por barba, cortos y brutales los seis como mandan los cánones, si bien más cercanos al garage —si cabe— los de CSC, y en la línea melódica y expeditiva de su tercer, excelente y último disco (Crashbeat), los de Muletrain (no en vano Walking Venom, el tema que abre la cara B, pertenece también al mismo elepé). En definitiva, un artefacto idóneo para, según prefieran, martirizar a los vecinos, olvidar los abusos del jefe o cagarse en todo lo que se mueve. Pero, sobre todo, una forma de hacer música sin concesiones y todavía válida.
El pasmo eléctrico que Neil Young y Crazy Horse siguen produciendo en sus admiradores todavía a día de hoy con discos tan radicales y logrados como Psychedelic Pill tiene su origen en 1969 y Everyvody This Is Nowhere, clásico incontestable de la historia del rock que extenderá sus raíces para producir otros —ya con Frank Sampedro en el lugar de Danny Whitten— como Zuma, Rust Never Sleeps o el que da nombre a este espacio, Ragged Glory.
El riff que se encarga de comenzar el elepé y esa sobresaliente composición llamada Cinnamon Girl, bien podía haber estado en el debut de los Stooges de aquel mismo año, y abre esa vía que cultivará Neil Young a los largo de su carrera —deviniendo más cruda y extrema con el tiempo— sin olvidarse de su sensibilidad folk o de adentrarse por decenas de caminos diferentes que le convertirán en uno de los artistas más personales y arriesgados que hayan conocido los siglos XX y XXI. Down By The River y Cowgirl In The Sand se ocupan de expandir hasta los diez minutos cada una —cerrando respectivamente las caras A y B del elepé— lo que en su brevedad apunta Cinnamon Girl: largas jams de crujientes guitarras distorsionadas que en su desarrollo no completan la canción, sino que la convierten en un tema nuevo, en una experiencia alternativa a lo que sería la suma de la estrofa y el estribillo con sus particulares melodías interpretadas, por ejemplo, con una guitarra acústica o un piano. Si no se entiende esto no se entiende el discurso de Young y Crazy Horse; no es un capricho el alargar los cortes para rellenar el álbum, es una forma de buscar (y encontrar) un lenguaje propio con el que recrear unas inquietudes estéticas rupturistas que asumen que no hay otra manera de honrar la tradición que superándola, y no hay otro modo de ser creativo que el de ser atrevido.
No acaba aquí el disco, por supuesto. Todavía quedan para completar sus siete cortes el espléndido medio tiempo que da título a todo el trabajo y que no oculta su basamento country pese a su poderosa apariencia rock; la preciosa Round & Round (It Won't Be Long), construcción acústica e hipnótica que precede y contrasta con la mentada Down By The River; el country rock, aquí sí, de The Losing End (When You're On); y ese lamento angustioso en busca de perdón que es Running Dry (Requiem For The Rockets), en el que inevitablemente destaca el violín de Bobby Notkoff.
Arrancaba, pues, con Everybody Knows This Is Nowhere una de las colaboraciones más fructíferas que la música popular norteamericana haya conocido, aunque Neil Young en solitario será capaz también de ofrecer obras tan excelentes como junto con Crazy Horse. Escuchen, verbigracia, After The Gold Rush y Harvest, los dos elepés que suceden cronológicamente al que hoy hemos tratado y comprenderán la inmensa categoría del canadiense. Cuarenta y cinco años más tarde, todavía no la ha perdido.
Admitiendo sin lugar a dudas que los Rolling Stones dejan entre 1968 y 1972 una obra inconmensurable, es también correcto afirmar que los dos primeros elepés de la tetralogía que publican en aquella época se explican mejor por la categoría aislada de cada una de sus canciones que por la coherencia del conjunto, más aplicable ésta a los dos últimos, y en especial a Exile On Main St. No digo esto para intentar disminuir a Beggars Banquet y Let It Bleed frente a sus sucesores, pues son ambos discos adorados por un servidor, sino para centrar el análisis que del segundo de ellos pretendo llevar a cabo.
Si bien cada época tiene su particular ensayo de apocalipsis —aproximación que parece definitiva a quienes lo experimentan—, pocas veces un tema musical ha reflejado tan bien el de la suya como Gimme Shelter, épica y gloriosa combinación de acordes y armonías en la que Mick Jagger expresa altivo pero sensible —desde la cercanía y distancia que al mismo tiempo da el rock and roll— el horror que las guerras y la violencia generan en las personas, especialmente las que se ven abocadas a luchar en aquéllas sin quererlo y siguiendo órdenes de quien jamás —pues su objetivo es servirse de la masa para ejecutar sus planes infectos— luchará por el país que dice amar y defender. La bella versión del Love In Vain de Robert Johnson, con esa impagable mandolina de Ry Cooder, supone un cambio drástico que no merma la calidad del álbum, aunque no alcancen los Stones la hondura del mítico bluesman al hablar de dolores tan íntensos como los bélicos pero mucho menos estrepitosos. Country Honk, como todo el mundo sabe, muestra al grupo aplicándose al bluegrass y sentando las bases de las que saldrá una de sus canciones más adorables, Honky Tonk Women. Tanto en aquélla como en la caliente Live With Me escuchamos por primera vez a Mick Taylor, cuya guitarra se convertirá en elemento imprescindible de la banda inglesa y la hará crecer instrumentalmente. Let It Bleed da por finalizada la primera cara con una majestuosa composición en la que Ian Stewart introduce las sugerentes notas de su piano.
Midnight Rambler abre la cara B en forma de antológico blues —gobernado por la prominente y lujuriosa armónica de Jagger y las rasposas guitarras de Keith Richards—, en el que el horror colectivo se hace individual al hablar del famoso estrangulador de Boston. You Got The Silver es el primer tema de los Stones cantado totalmente por Richards, una preciosidad que se irá repitiendo con diferentes melodías en posteriores trabajos del quinteto y del propio Keith en solitario. Ambos cortes —Midnight Rambler y You Got The Silver— significarán la última vez que se oiga al tristemente desaparecido Brian Jones junto con sus compañeros, encargándose de la percusión en el primero y de esa especie de cítara que es el autoharp en el segundo. La mágica introducción del piano de Nicky Hopkins da paso al poder funk de Monkey Man —precedente de incursiones futuras en la rítmica negra como la excepcional Can't You Hear Me Knocking—; el cual, a su vez, antecede a una suite tan descomunal (incluso desaforada) como You Can't Always Get What You Want, que pone punto y final a Let It Bleed con su "regusto folk" y "un épico crescendo que (…) situaba [a los Stones] a una distancia estratosférica del resto de la galaxia rock del momento", tal y como afirmaba el amigo Tyla DeVille en su excelente análisis del elepé. No podía tener más razón el propietario de Guitarras y Fantasía, los Rolling Stones eran a la sazón la banda de rock and roll más ambiciosa y creativa del mundo, remozando de arriba abajo la tradición sin perder nunca la conexión con ella. Los Beatles lo dejaban publicando al año siguiente Let It Be, pero para los Stones eran tiempos de Let It Bleed —fatal y macabro prefacio de la tragedia de Altamont—, espectacular colección de canciones grabada durante doce meses cuyo esplendor individual y diverso da firmeza, sin contradicción alguna (no la busquen), a un trabajo que se mantiene inmarcesible por mucho que pasen las décadas y las tendencias.