sábado, 29 de agosto de 2009

Anatomía del proceso cinematográfico

Un año después de rodar Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) y tres antes de rodar El hombre que mató a Liberty Vallance (John Ford, 1962), James Stewart, que se encuentra en la cumbre (y madurez) de su ya por entonces larga y exitosa carrera, se pone a las órdenes de Otto Preminger en Anatomía de un asesinato (1959), obra maestra del director y productor vienés, que muestra aquí todo el esplendor de su arte.

Consolidado como uno de los especialistas en el género negro gracias a películas como Laura (1944), Cara de ángel (1953) o Al borde del peligro (1950, la mejor de las tres), Preminger aborda en esta ocasión, y antes de que su carrera gire hacia las superproducciones, una austera producción alejada de toda pirotecnia (blanco y negro, formato 1:1’33, escaso número de decorados) en la que los verdaderos protagonistas son los actores, por cierto, extraordinarios, desde un debutante (en la pantalla) George C. Scott en el papel de segundo fiscal hasta una joven e insinuante Lee Remick, pasando por el propio James Stewart, que interpreta a un "abogado rural" (en palabras suyas), maduro solterón, aficionado a la pesca, los cigarros y el jazz.

La historia de un teniente del ejército galardonado en la guerra de Corea que mata al presunto (y nunca mejor dicho en esta ocasión) violador de su esposa en una pequeña población del estado de Michigan y es defendido por un antiguo fiscal ahora reconvertido en abogado es narrada por Otto Preminger —alejado de sus clásicos planos largos, cosa normal, al consumir un juicio la mayor parte del metraje, pero también mucho más efectiva, al volverse la planificación concisa y cortante— de forma impasible (por momentos me parece bressoniana, pero no lo digo por temor a exagerar; digamos que digna de Budd Boetticher), y se convierte, desde sus primeras imágenes, en un torrente que no cesa en el que el director lleva con virtuosismo y elegancia la excelente, y sutil, progresión dramática del guión escrito por Wendell Mayes a partir de una novela de Robert Traver. El gusto de Preminger por la ambigüedad moral se refleja más que nunca en esta película cuasiabstracta, en la que la respuesta definitiva queda en manos del espectador —algo no muy agradable para quien siempre espera encontrar las respuestas incluso antes de hacerse las preguntas—, aunque el director intente rebajar —que nunca obviar o soslayar, cosa muy diferente— la tensión que genera su relato, sazonándolo con un lúcido sentido del humor que no disminuye —incluso, en cierto modo, la aumenta, por la inteligencia con la que está utilizado— la capacidad de su discurso, discurso que nos remite a la eterna cuestión de qué es y quién está en posesión de la verdad.

El resultado es un film que podríamos calificar de exquisito, en el que todo está cuidado hasta el mínimo detalle, ya sean los diálogos, los fantásticos títulos de crédito de Saul Bass (autor, por cierto, de los de la mencionada Vértigo) o la música compuesta para la ocasión por Duke Ellington. El cine de Otto Preminger ya no alcanzaría nunca, en mi opinión, el nivel aquí mostrado, pero todavía daría muestras de creatividad en varias de las once películas que rodaría en los siguientes veinte años.