Antes de rodar Centauros del desierto (1956), John Ford era un maestro con una filmografía a sus espaldas difícil de igualar y que incluía títulos como La diligencia (1939), Las uvas de la ira (1940), Pasión de los fuertes (1946), El hombre tranquilo (1952) o Mogambo (1953). Después de su estreno, dirigiría varias películas que podrían situarle en lo más alto de su profesión: Escrito bajo el sol (1957), Misión de audaces (1959), El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Sin embargo, es su adaptación de la excelente novela de Alan Le May la que hace de Ford el mejor cineasta norteamericano sin duda alguna. Los cientos de detalles y matices que surgen de la contemplación de cada uno de los planos, las alusiones y sugerencias de su puesta en escena y de lo que queda fuera de ella, su fotografía, los muchos asuntos abordados (del amor al racismo pasando por la venganza, la violencia, el individualismo o la creación definitiva de los Estados Unidos tras la guerra civil), su influencia en directores de todo el mundo y la interpretación mayúscula de John Wayne alzan a The Searchers a ese lugar único en que se hayan El Quijote o Las Meninas, por ejemplo, creaciones superlativas cuyo misterio y grandeza el tiempo multiplica.
Texas, 1868. Una puerta que se abre y otra que se cierra —corroborando la condición de eterno forastero o outsider, en el más certero vocablo anglosajón, de Ethan (Wayne)— parapetan un relato de dos horas que parte de un guion de Frank Nugent cuya estructura difiere de la de la novela en un elemento importante: los primeros veinte minutos no están en ella. Pero ese añadido nada significaría sin aludir a la auténtica disparidad entre libro y largometraje: el lenguaje crudo y realista de Le May frente a las imágenes poéticas y profundamente emotivas de Ford. No quiere decir esto que éste evite o niegue la dureza o que aquél sea zafio con su pluma, son maneras diferentes de abordar algo, y ambas con resultados muy positivos, si bien el autor de Caravana de paz (1950) llega más lejos en forma y fondo que el escritor que le sirve de inspiración. Desde su primer fotograma, Centauros del desierto —hermoso título castellano que, rara excepción, supera al inglés sin tener nada que ver con él— es una catarata de belleza contenida, de tensiones a punto de explotar, de pecados, manchas o arrepentimientos pretéritos que quedan apuntados. El amor que quizá pudo ser y no fue; el país que ya no será como lo soñaban los estados esclavistas del sur; el odio por la sangre india o mestiza; estos tres elementos clave quedan definidos en un arranque extraordinario que explica, sin justificar ni aplaudir, la aventura que llevará a Ethan y su (no) sobrino a la búsqueda inclemente durante varios años —obsesión, justicia y supremacía blanca de la mano— de la sobrina del primero, raptada por los comanches.
No deja a un lado John Ford su habitual, enriquecedor y necesario sentido del humor ni son vetados los lugares comunes del western, pero la comedia o el concepto "película de indios y vaqueros" se rinden ante el sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno, que inficiona de arriba abajo los rollos de celuloide. El enfrentamiento entre el invasor y el nativo, la colonización no deseada, está en la base del sufrimiento colectivo, al que hay que sumar los diversos sufrimientos individuales manifestados en las miradas perdidas que tan majestuosamente capta Ford de manera frontal, como la de Ethan —nostalgia pura— cuando se entera de que el rancho de su hermano ha sido probablemente atacado. Miradas y nostalgia que nos llevan, cual flecha india o bala blanca, minutos atrás en el film a dicho rancho y a la escena más inolvidable rodada por Ford para mi gusto. Una partida liderada por un reverendo desayuna junto con la familia de Ethan —recién llegado el día anterior de no se sabe bien dónde— antes de salir en busca de unos indios que al parecer merodean por la zona. Reproducción maravillosa y vívida de un fresco de la época, el desayuno concluye y los hombres y niños abandonan la casa dejando solos a Ethan, su cuñada y el reverendo, quien termina su café mientras ella recoge la capa del hermano de su marido y se la entrega. Suerte de ménage à trois espiritual y silencioso, el pasado envuelve durante unos segundos —comprimiendo años de existencia— a los tres personajes, evocándolo sin una sola palabra, tan solo mínimos gestos, y dejando en el aire insinuaciones sentimentales que pueden ser tantas o tan pocas como el espectador desee. El cineasta primitivo, curtido en el periodo inicial y silente del medio, ha perfeccionado su arte llevándolo a su nivel más alto sin perder la frescura (o la inocencia) fundacional. La mayor de las sutilezas no es amiga de los diálogos o los movimientos de cámara sino del espacio y el tiempo. Los que tan sobresalientemente maneja John Ford en esta enorme epopeya americana sin la que el mejor cine de Martin Scorsese, John Milius, Michael Cimino, Steven Spielberg o Paul Schrader no sería el mismo. Como dijo este último, "hay películas mejor interpretadas o mejor escritas, pero ninguna juega tan a fondo su baza artística como Centauros del desierto".
Nota: este texto está dedicado a mi querido amigo Jacinto García Noda, admirador infinito de Centauros del desierto.