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viernes, 1 de mayo de 2015

La dignidad y la justicia


Bebiendo, fumando y jugando al petaco: así nos presenta Sidney Lumet al abogado que protagoniza Veredicto final (1982). De perfil y en la penumbra, el letrado que encarna Paul Newman es un hombre derrotado. Un solo plano es suficiente para expresarlo. Un solo plano, nada más. Esta pulcritud y austeridad de la puesta en escena y la magnífica interpretación de Newman se mantendrán a lo largo de una película que se inscribe en la tradición de films judiciales, tan socorrida en el cine norteamericano y dignificada por narraciones clásicas como Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959), Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962) o el propio debut de Lumet, Doce hombres sin piedad (1957). Sin embargo, la importancia que en éste tiene el jurado es cedida en el caso que nos ocupa a quienes se encargan de acusar o defender.


Director irregular por naturaleza, culto e inteligente, cuando su mirada lúcida y emocionante da con un buen guión (como el de David Mamet aquí) es capaz de traducir todos sus valores potenciales en cine de primera categoría. Sobria hasta la extenuación, su cámara retrata, ecuánime pero humana, la lucha de un abogado echado a perder por ganar un caso en el que nadie cree, ni siquiera el matrimonio para el que trabaja. Newman decide no aceptar la (alta) indemnización que la Iglesia Católica —propietaria del hospital en el que la cliente del protagonista ha quedado en coma al dar a luz— y sus abogados le ofrecen, para incomprensión de todo el mundo, incluido el juez, presentado por Lumet como un desagradable lacayo del poder, poco amigo de las complicaciones y acostumbrado a comer en su despacho. Con este punto de partida, el autor de La colina (1965) construye un relato perfecto que gana en intensidad conforme avanza gracias a una sutileza enorme, una distancia prudencial y unos actores siempre contenidos que ayudan a escapar de cualquier exageración que convierta la película en un espectáculo banal. Lumet da buena cuenta de las miserias de sus personajes, el juego sucio del sistema y las dificultades con las que tiene que pelear Newman, pero también defiende el trabajo bien hecho, el afán de superación (y redención) y las posibilidades del individuo idealista frente a las corporaciones mafiosas; es decir, los valores habituales del liberalismo progresista estadounidense, tan amante del mito de David contra Goliat. El amor, la traición y el soborno también encuentran su sitio en las dos horas largas de un largometraje que pasa como un suspiro dado su exacto acabado y su intachable crescendo dramático.


Capaz de conectar profundamente con la idea del director y expandir implementándola su fuerza motriz, el espléndido plantel de secundarios —James Mason, Charlotte Rampling y Jack Warden, principalmente— remata la labor de Sidney Lumet, que consigue con Veredicto final una de sus obras más logradas y personales, pues la maestría en la dirección, que la hay, se asienta en la experiencia adquirida y la calma a la hora de dosificarla. Solo en Un lugar en ninguna parte (1988) y Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007) volverá a brotar sobresaliente dicha maestría durante el resto de la carrera de Lumet, lo que no nos impide reconocer la debilidad que en Ragged Glory sentimos por ella. Sea.