Aunque en los años setenta había entregado trabajos de la talla de Fat City (1972) y El hombre que pudo reinar (1975), la década había heredado la irregularidad de la anterior y a su vez la traspasaría a la siguiente. Sin embargo, John Huston quiso despedirse del cine y de la vida (difícil separarlos en su caso, lean su inolvidable libro de memorias A libro abierto y sabrán de qué les hablo) con la más estilizada demostración de su arte, una conmovedora adaptación escrita por su hijo Tony del relato de James Joyce Los muertos titulada en España como el libro que lo albergaba, Dublineses (1987).
A punto de morir (tuvo que rodar la película en silla de ruedas), Huston dirige con una sencillez deslumbrante una obra de cámara rodada prácticamente en un solo escenario y de solo ochenta minutos de duración. La reunión un 6 de enero de principios del siglo XX en una casa de Dublín de varias personalidades de la ciudad en una fiesta tradicional es contada por su autor con una puesta en escena diáfana, preocupada por informar con claridad de los hechos y de la relaciones que ahí se establecen pero extendiendo, al mismo tiempo y sin entrar en contradicción, el misterio de la existencia humana. Todo (y nada) se sabe; nada (y todo) se oculta. Asistimos a reencuentros, conversaciones, canciones, discusiones, cenas y demás convenciones relacionadas con los eventos sociales. Lo que subyace bajo estas convenciones va a esperar a los últimos minutos del largometraje, sin que ello suponga una explicación o una respuesta.
Gretta Conroy (Angelica Huston, la otra hija del director), la mujer del sobrino de una de las mujeres que ofrece la fiesta, y ya en su habitación un vez acabada ésta, cuenta a su marido la triste historia de un amor de juventud que uno de los invitados le ha recordado al cantar al final de la velada The Lass Of Aughrim. La reflexión existencial que encierran sus palabras, el rostro del marido mirando por la ventana, su voz en off y unas imágenes de paisajes irlandeses —sin mayor artificio— saturan el film de emoción hasta quitar el aliento al espectador sensible. Las máscaras caen, la ficción comunitaria y la ficción artística se desvanecen, la vida —una vida— es un soplo en la inmensidad de la historia y del universo. Termina Dublineses, termina la poesía de sus fotogramas, termina el tiempo de su director. Termina todo y todo vuelve a empezar. Simplemente eso… o no.