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jueves, 11 de abril de 2024

Un adiós recogido y emocionante

Aunque en los años setenta había entregado trabajos de la talla de Fat City (1972) y El hombre que pudo reinar (1975), la década había heredado la irregularidad de la anterior y a su vez la traspasaría a la siguiente. Sin embargo, John Huston quiso despedirse del cine y de la vida (difícil separarlos en su caso, lean su inolvidable libro de memorias A libro abierto y sabrán de qué les hablo) con la más estilizada demostración de su arte, una conmovedora adaptación escrita por su hijo Tony del relato de James Joyce Los muertos titulada en España como el libro que lo albergaba, Dublineses (1987).

A punto de morir (tuvo que rodar la película en silla de ruedas), Huston dirige con una sencillez deslumbrante una obra de cámara rodada prácticamente en un solo escenario y de solo ochenta minutos de duración. La reunión un 6 de enero de principios del siglo XX en una casa de Dublín de varias personalidades de la ciudad en una fiesta tradicional es contada por su autor con una puesta en escena diáfana, preocupada por informar con claridad de los hechos y de la relaciones que ahí se establecen pero extendiendo, al mismo tiempo y sin entrar en contradicción, el misterio de la existencia humana. Todo (y nada) se sabe; nada (y todo) se oculta. Asistimos a reencuentros, conversaciones, canciones, discusiones, cenas y demás convenciones relacionadas con los eventos sociales. Lo que subyace bajo estas convenciones va a esperar a los últimos minutos del largometraje, sin que ello suponga una explicación o una respuesta.

Gretta Conroy (Angelica Huston, la otra hija del director), la mujer del sobrino de una de las mujeres que ofrece la fiesta, y ya en su habitación un vez acabada ésta, cuenta a su marido la triste historia de un amor de juventud que uno de los invitados le ha recordado al cantar al final de la velada The Lass Of Aughrim. La reflexión existencial que encierran sus palabras, el rostro del marido mirando por la ventana, su voz en off y unas imágenes de paisajes irlandeses —sin mayor artificio— saturan el film de emoción hasta quitar el aliento al espectador sensible. Las máscaras caen, la ficción comunitaria y la ficción artística se desvanecen, la vida —una vida— es un soplo en la inmensidad de la historia y del universo. Termina Dublineses, termina la poesía de sus fotogramas, termina el tiempo de su director. Termina todo y todo vuelve a empezar. Simplemente eso… o no.


 

lunes, 20 de octubre de 2014

De traiciones e imprevistos

Ganar, perder, ¿cuál es la diferencia?

De los diálogos de El tren del infierno, Andréi Konchalovski



Dueño de una carrera interesantísima aunque irregular, John Huston es, ante todo, el creador de unas cuantas obras geniales de poso amargo pero llenas de vida entre las que podemos citar La reina de África (1951), Solo Dios lo sabe (1957), Dublineses (1987) o La jungla de asfalto (1950), sobrio, exacto y duro relato negro que inspirará un subgénero cuyo máximo exponente quizá sea el Atraco perfecto (1956) de Stanley Kubrick.


Sin estridencias ni juicios morales, Huston adapta la novela de W. R. Burnett con la ecuanimidad de quien sabe de la inconsistencia de la condición humana, de sus debilidades, contradicciones y dificultades para sobrevivir en ese entorno sumamente hostil que es cualquier "jungla de asfalto". Los delincuentes que realizan el atraco son retratados como profesionales, no como bandidos, víctimas, precisamente, de quienes han formado parte de la planificación pero no quieren verse implicados directamente en el asunto. Eso sí, ni las traiciones salen gratis, ni los imprevistos pueden ser controlados, y, desde el abogado corrupto que debería haber financiado el robo hasta el chófer que espera para llevar a los ladrones, todo el mundo acaba salpicado al complicarse las cosas. La perfecta puesta en escena de Huston hace que los hechos se sucedan con una normalidad que sitúa a su película más en el terreno del drama naturalista que en el del cine negro, terreno que, por supuesto, también ocupa. La excelente fotografía en blanco y negro de Harold Rosson, el verismo de los actores —que interpretan a personas de carne y hueso—, la escasa presencia de la música y el poético final redondean La jungla de asfalto hasta lograr esa impronta de autenticidad y austeridad que deja el film.


En el anecdotario, el pequeño papel de Marilyn Monroe, quien una década después —convertida en un mito viviente destrozado por su sensibilidad en espera del mejor momento para desaparecer— repetirá con John Huston en Vidas Rebeldes (1961), último largometraje (completo) de la actriz. Perdedores los de aquí como los de La jungla de asfalto, siente simpatía al autor de Cayo Largo (1948) por esas figuras tan detestadas en su país, pero mucho más dignas de compasión y estudio que los vulgares, sonrientes y peligrosos ganadores. No los hay en las casi dos horas de sobresaliente celuloide que nos ha ocupado, pero la (sabia) proyección de sus antónimos resulta sin lugar a dudas mucho más satisfactoria para nuestros sentidos.