viernes, 30 de noviembre de 2012

Miles In The Sky


La expresión "periodo de transición" se utiliza de forma abusiva cuando no se sabe qué decir de un segmento u obra concretos de tal o cual artista. Pero es cierto que cuando dichas palabras se utilizan correctamente, solemos encontrar en el espacio de tiempo al que se refieren trabajos fallidos o poco representativos del creador que busca un camino diferente. Tienen, sin embargo, el mérito del riesgo, mayor si cabe cuando la aventura estética emprendida da en el clavo tras los previos martillazos de tanteo. En mi opinión, los dos elepés que Miles Davis graba en 1968, Miles In The Sky y Filles de Kilimanjaro, serían un ejemplo válido —aun no pudiendo calificarlos de fallidos (ambos son muy buenos)— de lo que hablamos, puesto que además In A Silent Way justificará, al año siguiente, el proceso de investigación llevado a cabo, inaugurando una de las etapas más extraordinarias de la historia del jazz.

Miles In The Sky constituye la primera fase de dicho proceso, y erige su sustantividad, que no primacía, en su ventaja cronológica y en ser el último de los discos que graba al completo y como tal —si exceptuamos el añadido de la guitarra de George Benson en Paraphernalia— el conocido como segundo gran quinteto de Miles Davis, responsable de obras maestras tales que E.S.P. y Nefertiti. Dos son las características esenciales del álbum: la electricidad hace entrada aquí en las grabaciones de Davis* y los temas se alargan, hasta durar más de cincuenta minutos los cuatro que contiene Miles In The Sky. Que Stuff sea el primero y más largo de ellos habla de lo firme que es la apuesta del trompetista por el cambio, pues tanto Herbie Hancock como Ron Carter se ocupan en él, respectivamente, de piano y bajo eléctricos. Al igual que Lee Morgan o el propio Hancock, Davis se acerca —a su manera— al soul
y al boogaloo mediante una composición de su cosecha y colorido pop en la que las improvisaciones consecutivas del autor de Milestones, Wayne Shorter (saxo tenor) y Herbie Hancock son de calado, y la percusión de Tony Williams alcanza puntos espectaculares. Sigue brillando el baterista en la ya mencionada Paraphernalia, escrita por Shorter, con Hancock y Carter ocupándose de sus tradicionales instrumentos acústicos (que no abandonarán hasta el final) y George Benson en un discreto segundo plano. En Black Comedy, tema de Williams, la trompeta de Davis, el saxo de Shorter y el piano de Hancock repiten interpretaciones sobresalientes —respaldados por un Williams en estado de gracia—, aun durando el corte menos de la mitad que Stuff. Country Son cierra el círculo con una nueva composición de Miles Davis que contiene muy diversos pasajes, cadencias y tempos, y que prefigura en su libertad lo que el trompetista está presto a encontrar.

La referencia a los Beatles del título y la portada psicodélica hacían el resto para colocar en territorios cercanos al rock a Davis, cuya amistad y admiración por Jimi Hendrix acrecentaban la idea. Pero ésta era errónea. Miles Davis no tenía prejuicios y escuchaba cualquier cosa que le resultara atractiva, sin que su origen culto o popular supusiera una problema para él. Sin embargo, él era un músico de jazz; con una visión absolutamente particular, pero de jazz. Por mucho que el peso de los instrumentos eléctricos aumente de Filles de Kilimanjaro en adelante, o por mucho que se altere tanto la tradición a partir de In A Silent Way que muchos no lo reconozcan, nunca dejó Davis de cultivar el género que hizo popular a Louis Armstrong, aunque sus fronteras se ensanchen hasta lo impensable. Justo es admitir, de todos modos y para acabar, que el mundo que habita Miles In The Sky —incluso siendo éste un disco de transición— no parece el mismo que el de Bitches Brew o Get Up With It.

*A finales de los años setenta y principios de los ochenta, Circle In The Round y Directions, sendos dobles elepés, rescatarán material antiguo de Miles Davis gracias al cual el aficionado sabrá que el músico norteamericano ya había incluido teclado y guitarra eléctricos (Herbie Hancock y Joe Beck) en piezas registradas en diciembre de 1967, y que verán la luz con la publicación de dichos álbumes.

 

martes, 27 de noviembre de 2012

La vida mata




Ensucia, hastía, asusta, duele, a veces divierte, pero sobre todo, mata. Y por si alguien se quiere hacer el loco, ahí está Quevedo para recordarle que no vale mirar para otro lado, pues "lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo". Por fortuna, una verdad tan obvia y tremenda no solo sirve para meternos el miedo en el cuerpo, sino que también pone título al tercer disco, y obra maestra, de uno de los grupos más esenciales que ha dado el rock en España: Los Enemigos.

Si con Ferpectamente y (en mayor medida) Un tío cabal habían plantado las bases de un rock de pedigrí castizo, es en La vida mata (1990) donde su fórmula alcanza la perfección. Gracias a una destreza instrumental ya notable —que con los años seguirá creciendo para mostrarse en unos directos antológicos—, Fino Oyonarte, Chema "Animal" Pérez y Josele Santiago —enriquecidos puntualmente por el piano o los teclados de A. Muñoz, la guitarra de quien devendrá cuarto enemigo, Manolo Benítez, y los metales de M. Morales— arreglan y se entregan pujantes a la mejor colección de canciones compuesta jamás por el cantante y guitarrista de la banda. La inconfundible voz de Santiago nos cuenta con sus habituales surrealismo y sentido del humor, aquí más macabro si cabe, historias relacionadas con el fin y el más allá, entre las que destacan, tanto por lo lírico como por lo musical, Desde el jergón y Septiembre, que, yuxtapuestas en el álbum, conforman un díptico imbatible dentro de un conjunto excelente.

La edición del elepé de vinilo contaba con diez temas, tres menos —cosas de una época en la que el posavasos se expandía— que la presentada en CD. Una versión relajada de Yo, el rey; un acercamiento al jazz, Nadie me quiere; y un buen tema coescrito por Josele y Corcobado, Paquito, era lo que añadía el formato digital, sin arruinar, pero tampoco sin mejorar cualitativamente, el resultado asegurado por la decena analógica: el que veintidós años después de su publicación se erige como clásico indubitado de la música popular española. La vida mata, por muy fuerte que suene.

sábado, 24 de noviembre de 2012

White Light White Heat White Trash


No, no es de la Velvet Underground de quien vamos a hablar. White Light White Heat White Trash (1996), quinto álbum de Social Distortion, alarga en su título el del clásico calambrazo neoyorquino, si bien no busca situarse en la vanguardia rock mediante el uso de la electricidad. Tiene en él, cierto, más peso el hard rock que en anteriores entregas del grupo de Mike Ness, pero seguimos hablando de un rock melódico y romántico que asienta sus raíces tanto en el punk como en el country y en el rockabilly, y es indisociable, en mi opinión, de eso que podríamos llamar la iconografía emocional de los Estados Unidos, América para sus habitantes.

Abren el disco dos temas soberbios,
Dear Lover y Don't Drag Me Down, a los que el resto del trabajo no da réplica similar para mi gusto. Sin embargo, Untitled, I Was Wrong, When The Angel Sings, Crown Of Thorns o Down Here (W/ The Rest Of Us) poseen un nivel muy alto y logran transmitir pasión y fuego al oyente. Quizá sobre la versión punkarra, escondida al final, del Under My Thumb de Jagger y Richards, aunque hay que reconocer que la banda californiana la sabe llevar a su terreno. Digamos que, en general, el conjunto es muy brillante y en nada envidia a su predecesor, Somewhere Between Heaven And Hell.

Poco se prodigará en el estudio Social Distortion desde entonces hasta hoy, pues sólo dos discos han visto la luz en estos dieciséis años. No importa: la excelencia de
Sex, Love And Rock 'N' Roll y Hard Times And Nursery Rhymes —mucho más cerca de Bruce Springsteen que de los Sex Pistols— no ha hecho sino redondear una carrera larga en el tiempo y corta en elepés. Una carrera sin resbalones de la que White Light White Heat White Trash forma parte con orgullo y satisfacción.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Giant Steps


Rodeadas como nos aparecen por su trabajo anterior con Miles Davis —Cookin', Milestones, Kind Of Blue…, ¿sigo?— y su obra desde A Love Supreme hasta su muerte, las grabaciones de John Coltrane publicadas en los primeros años de la década de 1960 pudieran pasar algo desapercibidas; una escucha de dichas grabaciones nos avisará rápidamente de nuestro error: My Favorite Things, Africa/Brass, sus colaboraciones con Duke Ellington y Johnny Hartman o este Giant Steps que nos ocupa son discos absolutamente espléndidos y necesarios.

Registrado en 1959, pero editado en enero del año siguiente,
Giant Steps es una de las obras maestras del hard bop. Tanto el saxo tenor de Coltrane como el piano de Tommy Flanagan, el contrabajo de Paul Chambers y la batería de Art Taylor suenan concisos si los comparamos con el viaje sin retorno —vórtice espiritual o existencial— que el genio de Hamlet, con diferentes acompañantes, emprenderá posteriormente en Ascension, Meditations o Expression. Son aquí los temas más cortos —composiciones todas del saxofonista—, lo que se traduce en improvisaciones concentradas, justas, perfectas. Sin execrar la labor de la base rítmica (más bien al contrario), es de justicia reconocer el protagonismo de un Coltrane que derrama sonidos inmarcesibles desde su saxofón; sonidos sobre los que él mismo evolucionará y que servirán de reclamo para miles de músicos en todo el mundo. Solo la elegancia al piano de Wynton Kelly —que sustituye a Tommy Flanagan, al igual que Jimmy Cobb a Art Taylor— en Naima, la inmortal balada, pone en jaque la supremacía del autor de Soultrane.


Es tan abrumadora, acongojante e irrefrenable —"Queríamos encontrar amor / Queríamos éxito / Hasta que nada fue suficiente"*— la trayectoria del último Coltrane, tan propensa al absoluto, que pareciera negar sus trabajos más serenos o contenidos (siempre en comparación con ella). Pero, como hemos dicho en el primer párrafo, es una apariencia engañosa. Aunando exactitud y pureza,
Giant Steps, sin ir más lejos, se encarga de corroborarlo en su trazo cabal y, razonable o no, deja apartada cualquier hesitación tras ser atrapados por su hermosa musicalidad. La de los clásicos.

*PJ Harvey

domingo, 18 de noviembre de 2012

Siete joyas para siete artes


Bitches Brew (Miles Davis, 1970)

Miles Davis llevó al jazz a un terreno nuevo (o creó uno inexistente para él), sin abandonar el país estético de Duke Ellington. Un milagro y una obra maestra absoluta de la música del siglo XX, culta o popular.



Los pájaros (Alfred Hitchcock, 1963)


De la comedia al terror apocalíptico en dos horas, Alfred Hitchcock eleva su arte a su máxima complejidad para hablarnos con la cámara de ansiedad, desazón, angustia, miedo y todo lo que nos castiga a lo largo de la existencia. Nunca el cine llegó tan hondo sin dejar de entretener un solo minuto.



Casa Farnsworth (Ludwig Mies van der Rohe, 1946-51)

Entre la realidad y el sueño, la radical pureza de formas de esta casa de acero blanco creada por Mies van der Rohe bien podría ser el emblema de la mejor arquitectura de vanguardia.



La madre de Whistler (James Abbott McNeil Whistler, 1871)


Subvirtiendo el arte figurativo, aun anclado en él, Whistler adivina al pintar a su madre el arte abstracto del siglo XX… treinta años antes de que comience. Sobrecogedor retrato en el que no solo Mondrian es prefigurado.



La Piedad (Miguel Ángel, 1499)


Aunque decía Miguel Ángel que la escultura ya estaba en la piedra, encargándose el artista de tallar ésta hasta encontrar aquélla, únicamente unas manos privilegiadas como las del genio de Caprese podían haber hallado la belleza inigualable de La Piedad que aquel trozo de mármol guardaba.



La vida es sueño (Pedro Calderón de la Barca, 1635)

Tan moderna y extraordinaria como Hamlet, pero en castellano. "Una ilusión, una sombra, una ficción", dice Segismundo de la vida en su famosísimo soliloquio. Con toda la razón, por supuesto.



El siglo de las luces (Alejo Carpentier, 1962)

Antes de que García Márquez triunfara con sus Cien años de soledad, Carpentier había deslumbrado al mundo con su barroco realismo mágico ("lo real maravilloso") gracias a una novela desbordante, triunfo constante de la imaginación y la creatividad, y fiesta absoluta del idioma de Cervantes desde la Cuba revolucionaria.

jueves, 15 de noviembre de 2012

A Nod Is As Good As A Wink… To A Blind Horse…


Con sólo cuatro discos en su haber, los Faces, muy queridos en esta casa virtual, dejaron una huella indeleble que es fácil de percibir en muchos grupos, canciones y riffs surgidos tras ellos. La suma de Rod Stewart y Ron Wood —que venían de grabar los esenciales Truth y Beck-Ola con el Jeff Beck Group— a los Small Faces sin Steve Marriot, en 1969, dio como resultado una de las más deliciosas bandas de rock and roll que la humanidad haya conocido. Tanto Ronnie Lane (bajo) como Ian McLagan (piano y órgano) y Kenney Jones (batería) mantuvieron los instrumentos que tocaban, pero Ron Wood cambió el bajo por la guitarra que le haría entrar  a mediados de los setenta —en el caso de que alguien no lo sepa, que diría Lemmy— en los Rolling Stones. Añadan la voz del sex symbol británico —pretérito proyecto fallido de futbolista, futuro cantamañanas— y tendrán el quinteto responsable del que para mí es su mejor elepé: A Nod Is As Good As A Wink… To A Blind Horse…, publicado en un año, el de 1971, en el que ya habían salido a la venta los también excelentes Long Player, de los propios Faces, y Every Picture Tells A Story, de Stewart en solitario. Casi nada.


Wood y Stewart nos regalan cuatro de las nueve perlas —pues todas son enormes— que conforman el álbum. Aunque es difícil destacar alguna entre Miss Judy's Farm, Too Bad, That's All You Need y Stay With Me, permítanme quedarme con esta última por sus virtudes melódicas y rítmicas (incluido el aceleramiento final) y por recordarme que unos años después los Dictators grabarán un tema de mismo título e igual grandeza, pero disímil contenido. Ronnie Lane es el autor de Lasts Orders Please y la soberbia balada Debris, y coautor, junto a Ron Wood y Rod Stewart, de la nostálgica Love Lives Here y, junto a Ian McLagan, de You're So Rude, una de las canciones más prototípicas del grupo. Memphis, Tennessee, de Chuck Berry, llevada al terreno del medio tiempo de los Faces, completa el trabajo con una inmejorable llamada al maestro de maestros.

Sentimiento, sabor, elegancia, placer… Muchos son los vocablos que acuden a mí mente para describir la música de A Nod Is As Good As A Wink… To A Blind Horse…, en particular, y de los Faces, en general. Sin embargo, todos parecen poco cuando los temas de su tercer disco te derriten al volver a escucharlo. Quizá peque de cursi, pero hasta los altavoces parecen más felices mientras lo amplifican, y no tan circunspectos como habitualmente me miran desde la parte alta del mueble. E, incluso, quizá le digan —bajito, que yo no lo oiga—, como la canción: "Stay with me, quédate conmigo". Quizá.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Grand Fury


"Los BellRays tenemos el honor de tocar la música en la que creemos", declaraba el grupo californiano en los créditos de Grand Fury (2001)*. Tienen dichas palabras un tono mesiánico que no me gusta, pero cierto es que la música de los BellRays —como bien ha demostrado su ya larga e interesantísima discografía— asume riesgos y contradicciones que la hacen muy personal, forzándola constantemente a escapar de encajonamientos fáciles u obvios para el crítico. En Grand Fury, uno de sus mejores trabajos, identificamos sus cualidades bajo la furia que anuncian título y portada: rock and roll estruendoso heredado de Detroit y el punk en canciones que se rompen mediante improvisaciones de la guitarra de Tony Fate y cambios de ritmo o intensidad. Canciones que descolocan a quien espera un himno (trillado) pero que no renuncian a la inmediatez, la cercanía, la sencillez original aprendidas de Chuck Berry. Con la electricidad a flor de piel en busca de un discurso distintivo, la voz de Lisa Kekaula está obligada a destacar, y lo hace bramando su poderío afroamericano, orgullo recogido de un pasado de sangre, represión y lucha. Destacar entre tanta agresividad creativa una única, aunque muy hermosa, balada, Have A Little Faith In Me, que no solo de Fire In The Moon, Evil Morning o Stupid Fuckin' People se alimenta nuestra conciencia. Para saborear —si es posible y los vecinos o la familia no se quejan— a todo volumen, por supuesto.

*El año de producción que asegura la contraportada del CD es 2000, pero, al parecer, el disco fue publicado a principios de 2001.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

El pequeño reloj


De homenajear a Antonio Chacón a compartir escenario con Sonic Youth va un mundo: el mundo intransferible y singularísimo de Enrique Morente. De maestro del cante flamenco a músico integral y aglutinador, dominado por la curiosidad y el empeño investigador, Morente construyó en vida una obra rica, heterodoxa y, sobre todo, libre, cuyo mérito a buen seguro aumentará el dictamen de Cronos. Y de entre los discos que la componen, quizá el más atrevido y polifacético sea El pequeño reloj, exquisita producción de 2003 que sucede en el tiempo a grabaciones no menos soberbias y cruciales como Omega o Lorca.

El álbum se sostiene por una estructura sorprendente que dice mucho de la idiosincrasia de Morente, que a esas alturas todavía era vista como una provocación por la intelligentsia purista, y no como el despliegue creativo de una sensibilidad exacerbada. Los diez primeros temas de El pequeño reloj se mueven por los palos tradicionales, pero cuando entramos a analizarlos uno a unos descubrimos que:

  • Tres de ellos (A Ramón Montoya, A Manolo de Huelva, Caña del tío José "El Granaíno") están cantados por Morente sobre grabaciones de los años treinta de los históricos guitarristas, la primera de Ramón Montoya, las otras dos de Manolo de Huelva. Es decir, se utilizan técnicas modernas para conectar el presente con el pasado, haciendo de la tradición, vanguardia (y viceversa).
  • En otros tres (El pequeño reloj, Policaña y Bulerías de Bécquer) suena el bajo eléctrico de Alain Pérez.
  • Alegría Sabicas es una "Grabación realizada por Enrique Morente en un fiesta familiar", tal y como especifican los créditos del disco, otra mirada atrás con el genio navarro a las seis cuerdas españolas.
  • Plaza Vieja está "Grabada en directo en Almería, 1990", siendo está vez Tomatito el guitarrista.


Calles de Cádiz y Cinco ventanas completan los diez cortes de esta, digamos, primera parte. Y es entonces —todo parece transitar por la normalidad flamenca (aún sin miedo a actualizarla o a jugar con ella, como hemos visto)— cuando Morente se adentra en el latin jazz (así lo llaman) de la mano de la trompeta de Jerry González y la batería de Horacio "El Negro". Caramelo de Cuba se alarga hasta los nueve minutos, por si hubiera alguna duda de las intenciones, de los planteamientos del cantaor. Alain Pérez, el cajón del Piraña y las teclas (creo, no están acreditadas) de Caramelo componen la otra mitad de este fantástico Enrique Morente Sextet ad hoc. Vendiendo flores vuelve al territorio de Policaña y Bulerías de Cádiz, haciendo que nos preguntemos si lo anterior no habrá sido una excepción, un sueño. Nada más lejos de la realidad; es más: todo lo contrario. Durante más de quince minutos asistimos absortos a un cierre sobrecogedor en dos movimientos que explicita sin reparos la tendencia ideológica de su autor: Alegato contra las armas, una adaptación de la famosísima sonata de Beethoven Claro de Luna, en la que Morente es respaldado por Javier Limón (piano) y Caramelo (teclados); y Reloj molesto (para Lula, esperanza de Brasil), una pieza inclasificable en la que la guitarra del Niño Josele, las voces espectaculares de Enrique Morente, su hija Estrella (también excelente, por cierto, en A Ramón Montoya y El pequeño reloj), Soleá y Pelota y los arreglos y programaciones de Carlos Jean llevan el disco, en su último tramo, a una suerte de abstracción armónica que es puro éxtasis.

Antes de fallecer en 2010, todavía tendrá tiempo Morente para cantarnos que Sueña la Alhambra o hablarnos de Pablo de Málaga. Se detendrá, pues, El pequeño reloj de su vida, pero no el de su arte, que con trabajos como el que hoy nos ha ocupado sigue emocionándonos por su exigencia, su capacidad de indagación y su ruptura de fronteras. Siendo tan grande en su terreno original, el mérito es doble.


domingo, 4 de noviembre de 2012

At The Golden Circle



Si Onetti decía no saber escribir mal —más vale la arrogancia desconcertante que la modestia estúpida—, bien pudiera afirmar Ornette Coleman que de su boca no ha salido nota mala. Controvertida, radical, ensimismada o ajena, según Fernando Ortiz de Urbina, "a las sempiternas secuencias de acordes" —en paralelo al autor de El astillero—; pero no mala. 

Publicado en dos volúmenes diferentes, At The Golden Circle recoge en vivo a Ornette Coleman en Estocolmo el 3 y el 4 de diciembre de 1965, y corrobora lo afirmado. Junto a David Izenzon y Charles Moffett, los espléndidos contrabajista y baterista respectivamente que completan el trío con el que Coleman había retomado su actividad, el saxofonista crea en aquellas gélidas jornadas suecas —obsérvese a los tres protagonistas rodeados de nieve en la portada— improvisaciones rotundas y felices, lejos en Europa y a mediados de la década de la polémica y el debate creados por Free Jazz (y antecedentes) en su comienzo. Como si la paz y la tranquilidad emanaran de su interior, el saxo alto de Ornette Coleman inventa figuras llenas de luz y swing, tremendamente locuaces y expresivas al tener mucho tiempo y espacio —él es el único metal presente— para desarrollarlas y sentirse arropado, o eso se percibe, por un público entregado. Izenzon —con los dedos o el arco— y Moffett, por su parte, no ejercen de base rítmica al uso, y si bien sostienen a su jefe sin problema alguno —escuchen en Faces And Places, verbigracia, a una maquinaria exacta henchida de virtud—, la percusión del segundo puede volverse sincopada para pedir su propio protagonismo, y el contrabajo del primero, penetrar por vericuetos que remiten a su creatividad particular.

La versión remasterizada para disco compacto ofrece, además de un sonido espectacular, tomas alternativas de varios temas y un corte nuevo,
Doughnuts, que en su momento cerró la segunda actuación, la del día 4. Complemento excelente para lo que ya eran dos elepés magníficos de uno de esos escasos artistas que impuso sus criterios —ni tonales ni atonales, a propósito— sin concesiones para dejar una de la obras más innovadoras e inolvidables de la historia del jazz.