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lunes, 16 de diciembre de 2019

Recuerdos de infancia en la Francia ocupada


La segunda etapa francesa de la carrera cinematográfica de Louis Malle, tras un periodo norteamericano del que saldrán películas como Atlantic City (1980), comienza con Adiós, muchachos (1987), cuya historia fuertemente autobiográfica, según cuenta Augusto M. Torres en su diccionario de cine, iba a ser la base de su primer largometraje en lugar de la novela de Noël Calef que serviría de base a Ascensor para el cadalso (1957). Treinta años de oficio y cuarenta y tres de sedimento emocional, pues, necesita el director de Lacombe Lucien (1974) —también ambientada en Francia durante la Segunda Guerra Mundial— para rodar la tragedia que vivió con tan solo once años.


Arranca Malle un trozo a sus recuerdos de 1944 en un internado religioso y lo convierte en
celuloide emotivo que lucha contra la melancolía e intenta que la vida respire ante el horror nazi. Solo en la última escena éste se impone a la cartografía contenida de Malle, y sus imágenes, sus diálogos y su voz en off final, aun siendo el autor francés tremendamente coherente con el estilo defendido durante la película, se rinden a la memoria rota por el dolor de su creador. No nos ha parecido hasta entonces tan lamentable la ocupación alemana, no hemos sido conscientes de hasta donde llegaban las consecuencias de ser judío. Son niños con sus gamberradas, risas y crueldades amplificadas por las restricciones bélicas, la ocupación y el colaboracionismo galo con el enemigo. Su día a día en el internado es narrado sin edulcoramiento pero sin subrayar excesivamente la dureza, aunque el espectador sensible pueda percibir que está al acecho en casi todos los fotogramas. La amistad entre el niño burgués y católico y el niño judío protegido por la congregación contrasta con el destino que les espera a cada uno, unidos ambos por una afición a la lectura que simboliza sin ambages la civilización contra la barbarie, el conocimiento y la cultura contra la ignorancia y la destrucción.


Toda la tristeza y profundidad que alcanza el título no cobra sentido hasta el mencionado
final. Es muy difícil que éste no haga un agujero en la conciencia de quien lo visiona, desgarro espantoso que individualiza el infierno colectivo que vivieron los judíos (y gitanos, homosexuales, comunistas, enfermos mentales, etc.) y las consecuencias brutales de la traición y el rencor. Unas escuetas palabras pronunciadas por un religioso ("au revoir, les enfants") llenan de hielo las almas, indicándonos por qué Adiós, muchachos es la única denominación posible para el largometraje de Louis Malle. Totalmente comprensible, entonces, que el siguiente que dirija sea la brillante comedia Milou en mayo (1989). Tanta congoja acumulada debía ser conjurada una vez puesta en escena. El mundo seguía girando a pesar de los pesares.