La segunda etapa francesa de la carrera cinematográfica de Louis Malle, tras un periodo norteamericano del que saldrán películas como Atlantic City (1980), comienza con Adiós, muchachos (1987), cuya historia fuertemente autobiográfica, según cuenta Augusto M. Torres en su diccionario de cine, iba a ser la base de su primer largometraje en lugar de la novela de Noël Calef que serviría de base a Ascensor para el cadalso (1957). Treinta años de oficio y cuarenta y tres de sedimento emocional, pues, necesita el director de Lacombe Lucien (1974) —también ambientada en Francia durante la Segunda Guerra Mundial— para rodar la tragedia que vivió con tan solo once años.
celuloide emotivo que lucha contra la melancolía e intenta que la vida respire ante el horror nazi. Solo en la última escena éste se impone a la cartografía contenida de Malle, y sus imágenes, sus diálogos y su voz en off final, aun siendo el autor francés tremendamente coherente con el estilo defendido durante la película, se rinden a la memoria rota por el dolor de su creador. No nos ha parecido hasta entonces tan lamentable la ocupación alemana, no hemos sido conscientes de hasta donde llegaban las consecuencias de ser judío. Son niños con sus gamberradas, risas y crueldades amplificadas por las restricciones bélicas, la ocupación y el colaboracionismo galo con el enemigo. Su día a día en el internado es narrado sin edulcoramiento pero sin subrayar excesivamente la dureza, aunque el espectador sensible pueda percibir que está al acecho en casi todos los fotogramas. La amistad entre el niño burgués y católico y el niño judío protegido por la congregación contrasta con el destino que les espera a cada uno, unidos ambos por una afición a la lectura que simboliza sin ambages la civilización contra la barbarie, el conocimiento y la cultura contra la ignorancia y la destrucción.