De no haber dirigido La evasión (1960) —estrenada póstumamente y terminada por su hijo—, Jaques Becker habría pasado a la historia como un brillante director francés cuya obra maestra era París, bajos fondos (1952). Sin embargo, la existencia de la que a la postre fue su última película lleva su nombre al panteón donde yacen eternos los mejores cineastas de cualquier tiempo y lugar.
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He querido expresamente dedicar un párrafo a alabar la inefable labor del ingeniero de sonido Pierre Calvet, pues pocas veces un técnico ha tenido tanto que ver con el resultado final de una película. Los martillos improvisados, las sierras, los pasos, los goznes de las puertas o las manos removiendo piedras y escombros, registrados y amplificados por los micrófonos de Calvet, cobran una importancia tangencial para saber del esfuerzo físico realizado por los hombres en busca de su libertad y dotan al ruido de cierta musicalidad.
Redondeada por un final impactante, que en un solo plano reúne más tensión que cien persecuciones protagonizadas por Bruce Willis, La evasión trasciende el género al que, por otro lado, se adscribe sin problemas detallando las paupérrimas condiciones de las cárceles francesas de la posguerra, en concreto de 1947. La coherencia extrema, no obstante, con la que Becker escenifica los hechos, sin que su dramatismo le haga perder rigor o acelere el ritmo de manera desaconsejada, hace de su película celuloide imperecedero muy por encima de su clasificación argumental. Pero si alguien se quiere agarrar a ella, le diré —para terminar— que Fuga de Alcatraz, la notable cinta de Don Siegel de 1979, no resiste la menor comparación con la película que cerraba la obra y la vida de Jacques Becker.