De no haber dirigido La evasión (1960) —estrenada póstumamente y terminada por su hijo—, Jaques Becker habría pasado a la historia como un brillante director francés cuya obra maestra era París, bajos fondos (1952). Sin embargo, la existencia de la que a la postre fue su última película lleva su nombre al panteón donde yacen eternos los mejores cineastas de cualquier tiempo y lugar.
Nunca un intento de fuga carcelaria fue narrado con tal austeridad y tal verismo como en La evasión. La precisión de las imágenes, la nitidez de los sonidos y la ausencia de adornos espurios (entre ellos la música) remiten a Robert Bresson sin ningún género de duda, en concreto al de la extraordinaria Un condenado a muerte ha escapado (1956), si bien no hay rastro alguno en Becker del ascetismo bressoniano. Basada en el caso real vivido y relatado por José Giovanni en su novela homónima, el autor de Las aventuras de Arsenio Lupin (1957) esculpe La evasión sobre un guión perfecto del propio director, Giovanni y Jean Aurel en el que prima lo esencial y se aparta lo superfluo, psicología inútil y barata incluida. La descripción de los trabajos llevados a cabo para huir de la prisión es exhaustiva, destacando el escaso uso de la elipsis para enfatizar el realismo de la puesta en escena: el espectador contempla atónito como los presos cavan un agujero en el suelo —hasta destrozarlo— durante varios minutos y con sus propias manos. Los planos en los que personajes exploran los bajos de la cárcel parecen paseos por catacumbas gracias a la soberbia fotografía de Ghislain Cloquet (quien no en vano trabajará en el futuro con el mencionado Bresson), absolutamente sobrecogedora cuando aquéllos avanzan por lúgubres túneles en busca de una salida e iluminados exiguamente por una vela. De los cinco convictos —presidarios a quienes delimitan sus acciones y sus miradas antes que sus palabras— destaca por su habilidad y sangre fría (o temeridad para otros) el encarnado por Jean Keraudy, quien al principio del largometraje lo presenta para informar de que ¡él fue uno de los protagonistas de la historia!; es decir, que hace de sí mismo. Junto con él, cuatro actores poco conocidos a la sazón, cuya sobriedad y exactitud casa sin fisuras con las pretensiones de Jacques Becker.
He querido expresamente dedicar un párrafo a alabar la inefable labor del ingeniero de sonido Pierre Calvet, pues pocas veces un técnico ha tenido tanto que ver con el resultado final de una película. Los martillos improvisados, las sierras, los pasos, los goznes de las puertas o las manos removiendo piedras y escombros, registrados y amplificados por los micrófonos de Calvet, cobran una importancia tangencial para saber del esfuerzo físico realizado por los hombres en busca de su libertad y dotan al ruido de cierta musicalidad.
Redondeada por un final impactante, que en un solo plano reúne más tensión que cien persecuciones protagonizadas por Bruce Willis, La evasión trasciende el género al que, por otro lado, se adscribe sin problemas detallando las paupérrimas condiciones de las cárceles francesas de la posguerra, en concreto de 1947. La coherencia extrema, no obstante, con la que Becker escenifica los hechos, sin que su dramatismo le haga perder rigor o acelere el ritmo de manera desaconsejada, hace de su película celuloide imperecedero muy por encima de su clasificación argumental. Pero si alguien se quiere agarrar a ella, le diré —para terminar— que Fuga de Alcatraz, la notable cinta de Don Siegel de 1979, no resiste la menor comparación con la película que cerraba la obra y la vida de Jacques Becker.