Luis García Berlanga ya había ironizado sobre la España cateta y atrasada en la que le había tocado vivir al rodar títulos como Bienvenido, Mister Marshall (1953) o Los jueves, milagro (1957), pero Plácido (1961) y El verdugo (1963) convirtieron el sainete en esperpento al acentuar el humor negro de los argumentos y aumentar la sátira y el absurdo con el uso de sus famosos planos secuencia en los que se agolpan los personajes. La realidad grotesca y agobiante de un país gobernado por la ignorancia y el sectarismo fue perfectamente retratada por la técnica cinematográfica de Berlanga en dos cintas antológicas que, partiendo de guiones del director y el impagable Rafael Azcona, multiplican con su puesta en escena las posibilidades del texto escrito mientras hacen comedia del drama más profundo.

Sin embargo, la brillantez absoluta de la película se debe a que ninguno de sus fragmentos tiene desperdicio. Secuencias como la de la Guardia Civil buscando a José Luis en las cuevas del Drach, donde asiste a un espectáculo musical con su mujer Carmen (Emma Penella), o la visita de estos dos en compañía de Amadeo al piso en construcción que van a adquirir, amén de las mencionadas arriba, pueden quedar especialmente grabadas en la retina del espectador, pero es en el perfecto acabado de cada una de las partes, en la coherencia de la ilación de todas ellas y en la información que tácitamente dan las elipsis que produce dicha trabazón donde reside el secreto de uno de los mejores largometrajes españoles de todos los tiempos. La fotografía de Tonino Delli Colli y el reparto que completan secundarios de lujo como José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, Lola Gaos, Chus Lampreave, Saza o Agustín González ponen la guinda a El verdugo, a la que no faltan la habitual mención al Imperio austrohúngaro de Berlanga y la pelea, no menos corriente, con la censura franquista. Censura que nada pudo con la maestría del realizador valenciano y sus colaboradores.