Mostrando entradas con la etiqueta Jean Renoir. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jean Renoir. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de julio de 2014

La vida, el agua y la muerte


Radicalmente ajena a nuestros desvelos, miedos y tristezas, la vida se sucede sin piedad mientras las grandes injusticias y desigualdades y los pequeños dramas y sinsabores del día a día van dando forma al devenir de la única especie animal consciente de que ha de morir. Sumido en esa constante perplejidad biológica, el ser humano intenta dar sentido a lo que no lo tiene inventando religiones, creando civilizaciones y perpetuándose, marcado por ese instinto de supervivencia que le rasa con la hormiga o el chimpancé. Sin embargo, hay una actividad —el arte— que, si bien no me atrevería a decir que sublima al hombre, le hace diferente al intentar explicar estéticamente lo que le rodea sin que dicha actividad aporte nada en beneficio de la existencia puramente material, la sola existencia en realidad. Cuando uno siente la emoción de las obras plenas, no halla la respuesta al por qué estamos aquí, pero se conforta en una admiración plástica que le lleva a una dimensión (poética) donde el tránsito coyuntural por el planeta parece haber merecido la pena. Meros engaños, puras ilusiones —lo sé—, a los que —al menos ciertas personas— nos agarramos obligados por eso que llamamos sensibilidad o miedo exacerbado al vacío.


El río (1951), el sublime film de Jean Renoir, sirve como epítome extendido de todo lo expuesto arriba, pues lleva a su máxima expresión al séptimo arte y plasma a la perfección —con el río como metáfora— ese discurrir sin solución de continuidad que ridiculiza cualquier tragedia o alegría subsumiéndolas en su caudal imperturbable. Perdida en medio de su periodo norteamericano —al que le manda el fascismo— y su retorno a Francia, la adaptación de la novela de Rumer Godden —rodada en la India— es, como establece Augusto M. Torres, "la más personal y misteriosa" de las películas de Renoir. Medio siglo después de que el cinematógrafo fuera parido, y convertido el director de La regla del juego (1939) en uno de sus grandes maestros, El río se sitúa equidistante de las dos corrientes principales que seguirá el invento de los hermanos Lumière: la ficción y el documental. Mixtura nada extraña en el padre del neorrealismo, aquí viene embadurnada por la magia del lugar y el uso del color por primera vez en su carrera, en este caso el discutido sistema Technicolor. Marcada desde el primer momento por la hermosa voz en off de la protagonista, la película narra la historia de una familia británica que vive junto al Ganges, y cuyo padre es el encargado de una fábrica de yute. La adolescente que nos habla se enamora del capitán John, visitante de una familia vecina que ha perdido una pierna en la guerra, aunque sus dos amigas (mayores que ella) también lo hagan. Mientras asistimos a sus penas, dudas y esperanzas, Renoir nos enseña las tradiciones de los indios y la vida de los colonos mediante escenas cortas en las que —tal y como hemos dicho— documental y ficción se funden a la caza del lirismo definitivamente impreso en los fotogramas. No hace hincapié el director en ninguna de las cosas que intuimos (la explotación de la población local en beneficio del Imperio) o de las que somos testigos (el desarraigo del militar o la terrible muerte del único hermano varón de la protagonista, una escena extraordinaria ésta, tan dolorosa como fascinante), sino que deja al hilo de la vida devanarse al igual que fluye inmemorial el agua del Ganges. El plano final, en el que la cámara abandona a las tres adolescentes para contemplar el río lleno de embarcaciones nada más nacer el retoño que esperaba la madre, es paradigmático y concluyente, tanto por la intachable culminación del discurso establecido como por su belleza.




En su famosa Defensa de Rossellini, André Bazin decía del arte de aquél que "consiste en saber dar a los hechos su estructura más densa y a la vez la más elegante; no la más graciosa, sino la más aguda, la más directa, la más cortante. Con él, el neorrealismo reeencuentra de manera natural el estilo y los recursos de la abstracción. Respetar la realidad no significa acumular apariencias; es, más bien, despojarla de todo lo que no es esencial, llegar a la totalidad en la simplicidad". La totalidad en la simplicidad: las palabras de Bazin sobre el autor de Te querré siempre, nos sirven exactas para describir El río. La selección que Renoir hace de la realidad, retratada en breves secuencias, la devuelve extraña pero pura, libre de las coartadas culturales y sociales que borran su significado prístino. Las cosas y las personas —una cometa, un niño— muestran la misma fugacidad, conviven a la espera de ser sustituidos; viven, y ahí los vocablos fatalidad o felicidad no existen, son solo invención espuria de la humanidad. Ésa que tan profundamente supo diseccionar Jean Renoir, y que en El río es colocada en su lugar sin estridencias o ensañamiento. Solo con las armas de la poesía.