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viernes, 14 de octubre de 2011

La caja de la corrupción

¿Quién recuerda a una sociedad feliz? ¿A quién le interesa?

(Francis Bacon)


Ahora que Enrique Urbizu ha rodado su obra maestra, No habrá paz para los malvados (2011), viene muy a cuento recordar La caja 507, producción de 2002 que no sorprendió a quienes conocíamos Todo por la pasta (1991), la que era hasta la fecha su mejor, pero irregular, película, y que mostraba a un director de ésos que llevan el cine en las venas. Autodidacta, pasional y de grandes conocimientos teóricos, La caja 507 probaba que con el material apropiado entre las manos, el vizcaíno podía sacar adelante trabajos de gran interés.

Con un guión correcto —que más que bueno o malo es útil para él— de Michel Gaztambide y el propio director, Enrique Urbizu crea una película durísima, en la que lo físico prima sobre lo psíquico (aunque, como buen cine negro de esto sea de lo que se hable; diríamos que las acciones sirven para ilustrar estados mentales), los personajes se definen por lo que hacen y no por lo que dicen (porque poco hay que decir) y no queda lugar para el sentido del humor que aparecía en sus anteriores películas.

La caja 507, en breves palabras, cuenta la historia de un director de una sucursal bancaria (un muy creíble Antonio Resines) que decide vengarse tras descubrir por una casualidad que el incendio en el que había muerto su hija siete años atrás fue provocado, y no un accidente como él creía. Llevada hasta sus últimas consecuencias, la venganza crea una espiral de violencia que nunca debería haberse producido, salpicando a mucha gente que nada tiene que ver con el asunto en concreto, y descubriendo una trama de corrupción en la que están implicados desde un jefe de bomberos hasta altos directivos y mafiosos italianos. La absoluta falta de principios es lo que tienen en común todos los personajes; lo único que les diferencia es el lado de la ley del que se encuentran y los efectos —terribles en algunos casos, intranscendentes en otros— que esa inmoralidad produce. Todo esto lo cuenta Enrique Urbizu con las caras difíciles de escrutar de los personajes. Y para el resto le basta con un oficio ya interiorizado, siempre claro pero distanciado lo suficiente como para no caer en la trampa banal de la identificación o el juicio.


Dentro de un conjunto seco y austero, destacan la actuación de José Coronado como Rafael Mazas —antiguo jefe de la policía municipal reconvertido a mercenario que representa el lado más oscuro y acongojante de esta pesimista y desoladora historia— y la fotografía de Carles Gusi, luz para un callejón sin salida. Deudora tanto de Raoul Walsh como de Don Siegel en cuanto a energía y concisión visual y, en general, de la tradición existencialista del mejor cine negro americano y francés, La caja 507 significará el comienzo de una relación idílica entre Enrique Urbizu y José Coronado que dará como resultado la excelente La vida mancha (2003) y la mencionada y flamante No habrá paz para los malvados.