
Un hombre sin pasado (2002) es la última aventura emprendida por Aki Kaurismäki, estrenada con el habitual (habitual, podríamos decir, en todas las películas «diferentes», por llamarlas de alguna manera. Veamos si no, por ejemplo, Los espigadores y la espigadora (Agnès Varda, 2000) o Millenium Mambo (Hou Hsiao Hsien, 2001). Por cierto, que del taiwanés sólo se han estrenado dos filmes en nuestro país, tratándose, como se trata, de un cineasta importantísimo) retraso en España. En ella narra la historia de un hombre que llega a Helsinki y recibe una paliza que le hace perder la memoria. La amnesia le convierte en un ser marginal y sólo con la ayuda de un puñado de indigentes y una mujer que trabaja en la beneficencia podrá salir adelante. La película entronca directamente con Nubes pasajeras (1996), su anterior e inferior trabajo, y continúa con la senda de peculiar optimismo abierta con Contraté a un asesino a sueldo (1990), que aquí toma forma —creo que ya de modo definitivo y sin cortapisas— de compromiso moral con sus congéneres (el protagonista llega a citar la regla áurea de toda ética: «Ama al prójimo como a ti mismo»), aunque no por ello haya que pensar que Kaurismäki haya dejado de mostrar el lado más duro de la realidad —sin la sequedad, eso sí, de Ariel (1988), su obra maestra, o La chica de la fábrica de cerillas (1990) y con más sentido del humor—, se haya vuelto blandengue o mojigato, haya empezado a eludir responsabilidades o, en fin, se haya aburguesado. No. Kaurismäki es, básicamente, el de siempre. Ahí están la sobriedad de su puesta en escena, su humor negro, sus escasos diálogos, sus extraños y entrañables (humanos, cuanto menos) personajes y su amor por las elipsis (¡y qué gusto da cuando nos ahorran toda esa serie de explicaciones penosas e innecesarias a las que nos tienen (mal)acostumbrados!). Es verdad, también, que Un hombre sin pasado tiene más movimientos de cámara, es más luminosa (encontramos todo un canto a la solidaridad generada de manera individual —es decir, por cada individuo— frente a la deshumanización de la sociedad neoliberal) y en ella se habla más de lo habitual, pero las constantes de su cine siguen inamovibles.

NOTA: Esta reseña fue publicada por la revista Ruta 66 el mes de mayo de 2003.