Durante el visionado de El demonio de las armas (Jospeh H. Lewis, 1950) asaltarán al espectador medianamente avezado fragmentos de El último refugio (Raoul Walsh, 1941) y Bonny And Clyde (Arthur Penn, 1967), películas de violento y morboso romanticismo, destino trágico y similar argumento. Pero más allá de similitudes e influencias que recibe y otorga, la cinta de Lewis es un ejemplo de concisión narrativa y un clásico del cine negro que no ha perdido nada de efectividad o vigencia. El camino de destrucción de la pareja protagonista es puesto en escena con una pericia y exactitud que tienen su máxima expresión en el atraco rodado en un solo plano con la cámara colocada en la parte de atrás de un coche. El guion bien construido por un Dalton Trumbo que no aparece en los créditos —víctima perenne de Joseph McCarthy— es sublimado por unas imágenes dramáticas de principio a fin y destiladas de elementos superfluos que no aporten un avance en la narración o un elemento expresivo de importancia. Desde el comienzo en que conocemos la pasión de Bart (John Dall) por las armas hasta el desgarrador, bellísimo e ineluctable final de Annie (Peggy Cummins) y él —rodado entre brumas de perdición—, la mirada de Lewis busca la verdad de sus personajes sin el ánimo de emitir juicios o comprenderles excesivamente. Lo que vemos durante la hora y media escasa del largometraje es lo que hay, una carretera hacia la desolación sin desvío alguno a la esperanza de la que podríamos extraer la moraleja obvia de que quien juega con fuego se quema o la bofetada de realidad de que el ser humano no puede luchar contra su naturaleza. Como en toda buena y compleja obra de arte, será el receptor quien tenga que razonar al respecto y decidir en qué manera se siente reflejado. O sencillamente pasar un buen rato con un pedazo de celuloide inmortal.