Pocos finales tan simbólicos y escalofriantes como el de El planeta de los simios, el clásico de ciencia ficción que Franklin J. Schaffner dirigió en 1968. El mazazo que recibe el coronel George Taylor (Charlton Heston) al conocer sin ningún género de dudas en qué planeta ha caído su nave lo resume un último plano tajante que impone la fatalidad. Heston ya había trabajado con Franklin en la excelente El señor de la guerra (1965), si bien la crudeza medieval en ella descrita es traspasada a un futuro muy lejano de la mano de la novela —convenientemente adaptada— de Pierre Boulle. Generadora de secuelas, remakes y series de televisión, ninguno de ellos alcanzará la fuerza de la película original, allí donde aventuras, misterio y reflexión se alían espléndidamente.
Tras un prólogo en el que Taylor nos informa de que va a hibernar junto con el resto de la tripulación durante un año y medio y unos títulos de créditos marcados por la magnífica partitura de Jerry Goldsmith, que va a acompañar con precisión a las imágenes a lo largo del filme, topamos con un inicio psicodélico esclavo de la moda y que poco tiene que ver con el resto del metraje: ni Schaffner es Jimi Hendrix ni está grabando Axis: Bold As Love. Pasado el momento del violento amerizaje, Taylor y sus dos compañeros (durante la travesía ha muerto una cuarta tripulante) han abandonado la nave que se hunde en el lago donde se ha estrellado. Solo saben que en la Tierra es el año 3978 al haber viajado a la velocidad de la luz y que se encuentran en un lugar desconocido. A partir de aquí, el director de Patton (1969) fragua un relato en el que el suspense y la acción se suceden en la naturaleza o en unos espléndidos decorados captados en cinemascope por lentes de Panavision. La pantalla ancha es sabiamente utilizada como motor del espectáculo, pero también en los momentos de quietud, que no son muchos, o en las conversaciones. La sociedad que descubre Taylor en la que los monos son hombres y los hombres, monos es descrita esquemáticamente, aunque la dominación a la que es sometida nuestra especie —cual espejo que invierte la realidad para mostrar su esencia— y el estado de la evolución de los primates son reflejados claramente en la pantalla. Las cuestiones metafísicas y filosóficas van unidas a la narración sin ser un lastre, alterar su desarrollo o introducirse inopinadamente, pues ante todo Schaffner construye un (muy digno) producto de entretenimiento.
Aunque su puesta en escena no alcance la maestría y profundidad de los mejores Richard Fleischer o Alexander Mackendrick —creadores del cine de aventuras más elevado en los cincuenta y sesenta respectivamente—, la de Franklin J. Schaffner es funcional y hermosa al mismo tiempo, exceptuando esos zooms tan de la época que, salvo casos concretos, no eran figura estética sino ahorro crematístico. Los pectorales y la rudeza masculina de Charlton Heston y la soberbia caracterización de los simios son otros de los atractivos que posee una cinta cuyo interés no decae durante sus casi dos horas y que medio siglo después de su estreno proporciona un enorme placer que aumenta —turbador e icónico— su antológico final. Por si alguien no ha visto todavía la película y lo desconoce, lo dejo en el aire.