sábado, 25 de diciembre de 2010

Peter & The Wolf And The Incredible Jimmy Smith

Una advertencia para empezar: que nadie se acerque a esta grabación con la intención de escuchar Pedro y el lobo, la obra de Sergéi Prokófiev. Estamos ante un disco de Jimmy Smith con sus clásicas improvisaciones al órgano, una orquesta de jazz que sustituye a la sinfónica y un narrador que ha desaparecido. Si alguien quiere conocer la obra original del compositor ruso, algunos de los mejores directores de la segunda mitad del siglo XX la han grabado con las más prestigiosas orquestas existentes, así que tiene donde elegir.

No hay, no hace falta decirlo, falta de respeto alguno en rendir homenaje a Prokófiev partiendo de su obra para convertirla en jazz. Oliver Nelson se encarga de dirigir a la orquesta y de hacer los arreglos necesarios para adaptar la obra. Y va más allá. Si el primer tema, o movimiento, reproduce la estructura de la obra de Prokófiev —utilizando para presentar a cada uno de los personajes uno o más instrumentos, respectivamente, que interpretan las melodías compuestas por el compositor ruso—, el resto de la grabación, en la que Smith muestra su maestría al órgano y se expande a sus anchas, está íntegramente basada en composiciones de Nelson que tanto remiten al original de Prokófiev como a la explosión pop que se vive en 1966, año en que se graba y publica Peter & The Wolf And The Incredible Jimmy Smith. Es una maravilla escuchar a Smith en Jimmy And The Duck, entrando majestuoso en respuesta a los vientos y percusión de la big band; desatado en Peter's Theme y Cat In A Tree, iconoclastas e irreverentes la orquesta y el organista que desde Prokófiev desembocan en un guateque yeyé; al igual que en Elegy For A Duck, donde un inspiradísimo, soberbio, Smith improvisa sobre lo que bien podría ser un tema de la banda sonora de una película de James Bond.

De la Unión Soviética de 1936, año en que Prokófiev escribe Pedro y el lobo, a los Estados Unidos de 1966 hay un trecho. Lo hay también de la música (y el arte) que propugnaba el gobierno soviético a la que realizaba el compositor ruso, cuyo estilo vanguardista nunca fue bien visto por las autoridades de su país. La ambición de Oliver Nelson y Jimmy Smtih tumbó distancias estilísticas y temporales —trece años después de la muerte de Prokófiev— para alzarse victoriosa en uno de los mejores discos que grabó Smith para Verve, con un organista tan lúcido como el de sus trabajos más logrados para Blue Note.

sábado, 18 de diciembre de 2010

End Of The Century

La polémica que existe alrededor de Road To Ruin y End Of The Century (cuarto y quinto disco en estudio, respectivamente, de los Ramones) siempre me ha parecido exagerada. Mínima es la evolución que se aprecia en ambos discos en el estilo monolítico, pero único, del grupo neoyorquino, por mucho que las canciones fueran un poco más largas, Johnny Ramone incluyera algún solo de guitarra o Phil Spector produjera el disco del que vamos a hablar, editado en 1980.

Cierto es que en el sonido de End Of The Century se nota la mano de Spector, su famoso muro de sonido, pero las canciones, como las de Road To Ruin, mantienen intacto el espíritu adolescente de los Ramones, su querencia por el rock and roll de los años cincuenta. Composiciones simples que nadie más que ellos puede escribir, aunque no parezca difícil hacerlo y sea sencillo el interpretarlas. ¿Que en Do You Remember Rock 'N' Roll Radio hay un órgano y un saxofón? ¿Que la producción de Spector exagera algunos redobles en I'm Affected? ¿Que Danny Says y Baby, I Love You (coescrita por el propio Spector para que la cantaran las Ronettes en los sesenta y orquestada aquí siguiendo los parámetros de aquella época) son tiernas baladas? Pues sí, pero las dos primeras son canciones estupendas y las dos siguientes no están nada mal. Por si acaso, ahí están los ochos cortes restantes —todos por debajo de los tres minutos excepto The Return Of Jackie And Judie, que recupera a los personajes del primer disco— para constatar que End Of The Century, aun siendo una producción de Phil Spector, no deja de ser un disco de los Ramones con todas las de la ley. Chinese Rock, Let's Go, I Can't Make It On Time, This Ain´t Havana, Rock 'N' Roll High School, All The Way, High Risk Insurance son nuevas perlas que añadir al cancionero de un grupo que en 1980 es ya un clásico de un movimiento, el punk, que parece hundirse en la memoria colectiva tres o cuatro años después, tan sólo, de su explosión.


Presidiendo toda la grabación están la fragilidad, el desasosiego y el romanticismo que trasmite Joey Ramone, la humanidad y el sentimiento escapando por los poros de un cantante tan cercano, que no establece barreras con el oyente. El instrumento más brillante de los que dan vida a los Ramones, al menos para mí, su voz suena mejor que nunca en End Of The Century. En el contraste entre la sequedad y la dureza de las guitarras, el bajo y la batería y la ternura de la voz de Joey puede estar parte del secreto de la fórmula que dio como resultado discos como éste.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Music From Big Pink

El 17 de mayo de 1966, en el Free Trade Hall de Manchester, Bob Dylan es llamado "Judas" por un asistente a un concierto en el que la electricidad penetra igual que lo ha hecho en sus grabaciones de estudio para modificar el presente y futuro del rock and roll. El grupo que le acompaña en el conocido como The "Royal Albert Hall" Concert (lugar en el que erróneamente se creía que se había llevado a cabo la actuación), el que interpreta un arrollador Like A Rolling Stone junto a Zimmerman en respuesta al badulaque que le acusa de traidor, es The Hawks, aunque ya ha cambiado el nombre cuando debuta (con Levon Helm encargándose de nuevo de la percusión) en 1968 con Music From Big Pink: The Band.

Obra maestra atemporal, es fácil rastrear en la música del disco el folclore que trajeron los inmigrantes europeos en su colonización de América del Norte y el blues que obligaron a llevar consigo a los esclavos africanos; ambos, blues y folk, son el sustrato de toda la música popular norteamericana del siglo XX, que tiene en The Band uno de sus máximos exponentes. Si bien podemos afirmar que Music From Big Pink es un disco de rock, su modernidad radica en mirar hacia atrás sin renunciar a los elementos propios de su tiempo, en un momento en que los hallazgos de Beatles, Byrds o Dylan ya han lanzado al rock hacia un camino sin retorno. Tears Of Rage, compuesta por Richard Manuel y Bob Dylan, nos introduce en un mundo de añoranzas, de sabores perdidos de antaño que se recrean con exquisita y paciente instrumentación. To Kingdom Come, uno de los cuatro temas compuestos por Robbie Robertson, muestra que también hay gospel y soul en el bagaje del grupo, una delicia con hermosos piano y guitarra eléctrica. In A Station (Manuel) mantiene el nivel en lo más alto, pareciera que uno estuviera en un cielo en el que también habitan los Beach Boys. Bluegrass y honky tonk tienen tratamiento pop en las dos joyas consecutivas de Robertson, Caledonia Mission y la cinematográfica The Weight, single del álbum que también suena en Easy Rider y cuya letra está inspirada en películas como Viridiana y Nazarín, del genial Luis Buñuel. Tras We Can Talk (Manuel) y la versión de Long Black Veil, Chest Fever (Robertson), con ese órgano que parece tocado por Jon Lord, acerca a The Band a la psicodelia de finales de los sesenta sin salirse del tono del disco. Lonesome Suzie (Manuel) retoma el discurso pausado —como recreándose en sí mismo— del elepé. Rick Danko compone junto a Dylan This Wheel's On Fire, y el de Duluth regala, además de la portada, esa maravilla que es I Shall Be Released para cerrar Music From Big Pink de forma mágica y emocionante.

Extraño, distante, quizá molesto, observa el primer disco de The Band su entorno. Los años no han hecho mella alguna en él, y se mantiene como el mejor elepé del grupo canadiense. Clásico adorado por montones de artistas, Music From Big Pink sigue a día de hoy siendo un misterio que se repliega ante el acecho del exterior, pero tampoco parece buscar una opacidad que oculte sus influencias. Es posible que el secreto se halle en ser vanguardia alejándose de ella, pero tampoco rehuyéndola. Complicado equilibrio en el que vive un disco tan singular, aunque de prístina belleza.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Body Count

No sólo de rap vive el hombre, debió de pensar Ice-T al formar Body Count y grabar el debut homónimo del grupo, publicado en 1992. Macarra, procaz y malhablado, no cambia el rapero al liderar esta correosa aleación de hardcore y heavy metal directa al mentón de los Estados Unidos conservadores y biempensantes, ésos que ponen el grito en el cielo porque dos tetas salen por la tele y miran a otro lado cuando su ejército invade Panamá o Irak matando a miles de personas.

Quizá cercano a la demagogia en su extremismo, con el "fuck" (y vocablos con la misma raíz) constantemente en la boca, Ice-T nos habla de droga, cárcel, racismo y violencia con la experiencia de quien ha vivido ese mundo, utilizando un sentido del humor negrísimo (en todos los sentidos) que palia la dureza de sus historias y nos hace ver a alguien que relativiza, en el fondo, más de lo que pueda parecer. Capaz del moralismo más abyecto (The Winner Loses) y de la brutalidad más injustificable (Cop Killer, retirada del álbum y sustituida por el Freedom Of Speech de Ice-T en solitario: la defenderé como el que más, pero la libertad de expresión no da patente de corso), la rijosa y desternillante KKK Bitch indulta al rapero que nos cuenta cómo la hija de un líder del Ku Klux Klan —una hembra impresionante— le chupa la "polla como una puta aspiradora" y es sodomizada por Ice-T mientras su padre suelta un discurso fascista. Y añade: "Lo que realmente queremos decir es que Body Count ama a todo el mundo. Amamos a las chicas mejicanas, a las negras, a las orientales, no importa. Si eres de Marte y tienes un coño, te follaremos". Puede resultar zafio y grosero, sí, pero es, en mi opinión una manera tremendamente divertida de burlarse del racismo y la ignorancia que conlleva.


En lo musical, Body Count no inventa el punk ni el hard, pero los ejecuta con destreza y arrogancia, con la fuerza del ofendido, y es que los negros siempre han tenido muchas razones para estarlo en el país de Ronald Reagan. Ice-T y sus compinches no solucionan los problemas, pero al menos se quedan a gusto noqueando al personal con Body Count, buen y bestial debut.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Van Halen II

Cuenta Andy Shernoff que una noche de tres que, en 1977, tocaban los Dictators en el Whisky a Go Go de Los Ángeles unos "desconocidos Eddie Van Halen y David Lee Roth" acudieron al mítico local californiano. Una tal Suzie Warner, sigue Shernoff, le dijo que "Eddie tocaba mejor la guitarra que Ross [The Boss]… ¿Mejor que Ross? ¡Imposible!", respondió Shernoff. Comprensible la reacción de éste, conociendo la calidad digital de su compañero y amigo, que ya siendo niño tocaba el violín aunque lo sacrificase por la electricidad de las seis cuerdas y el rock and roll. Comprensible, si bien no podamos negar que la influencia del estilo de Eddie Van Halen haya sido mucho mayor, aun cuando ambos maestros tengan en común el tener la técnica como un medio, no como un fin, y el servir de apoyo a la canción, no pervertirla para que se convierta en exhibición robótica falta de sentimiento.

Se comprueba lo dicho al escuchar Van Halen II (1979), que, al igual que el debut de Van Halen, funde el sonido heavy y la técnica refinada con la inmediatez del rock and roll de los cincuenta, como si Little Richard y Judas Priest conviviesen sin problemas en el mismo piso. Temas que rondan los tres minutos cuya metálica densidad no es enemiga del groove y la ligereza que imprime un cachondo, desenfadado David Lee Roth. Desde la versión de You're No Good que da comienzo al disco hasta el Beautiful Girls que lo cierra, Van Halen II es un festín de hard rock, un placer sensorial gracias a un grupo que consolida su estilo y unos músicos excelsos, siempre en su punto, que dotan al conjunto de un sonido intransferible. La guitarra de Eddie Van Halen, el bajo de Michael Anthony y la batería de Alex Van Halen (tan creativo como Stewart Copeland, aunque tan disímiles) logran lo que tantos buscan y casi nadie encuentra: ser singular sin perder las características propias del género practicado. Dance The Night Away (single y precedente de Jump), Somebody Get Me A Doctor, Outta Love Again, Light Up The Sky, D.O.A.… ejemplos de lo expuesto entre los que se cuela una pequeña y elegante floritura acústica de Eddie Van Halen, Spanish Fly.

No eran ya esos desconocidos que asistieron a un concierto de los Dictators los David Lee Roth y Eddie Van Halen quienes entraban en el estudio para grabar su segundo elepé. Se habían convertido en estrellas del espectáculo e integrantes de uno de los mejores grupos de hard rock existentes. Salir con Van Halen II bajo el brazo no haría sino confirmar su condición.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Renegade

Aunque suele haber bastante controversia en torno al asunto, en mi opinión los tres últimos trabajos de estudio de Thin Lizzy, si bien no brillan a la altura de Black Rose o Jailbreak, tienen la suficiente calidad como para no desdeñarlos. Renegade (1981), entre medias de Chinatown y Thunder And Lighting, es un buen disco, segundo y último con Snowy White haciendo compañía a Scott Gorham, uno de los tres guitarristas que le secundaría tras la marcha de Brian Robertson, cuyo recuerdo permanece imborrable gracias a Live And Dangerous, el clásico doble en directo de Thin Lizzy.

El teclado o sintetizador que abre el álbum y Angel Of Death delata una producción de la que no pudo escapar casi ningún grupo de hard rock o heavy metal de la primera mitad de los años ochenta y que rebaja, para mi gusto, la calidad de las composiciones y el pulso de las guitarras. No evita la producción, sin embargo, que la voz de Phil Lynott siga siendo única, puñal de terciopelo, para acariciar y morder al mismo tiempo cuando la banda roquea en The Pressure Will Blow, Leave This Town y Hollywood (Down On Your Luck), uno de los estribillos más adictivos que compuso Thin Lizzy. Hay también un agradable acercamiento al pop y el funk en Fats, emoción (quizá demasiado comercial) en Renegade, It's Getting Dangerorus y No One Told Him y una canción difícil de clasificar, Mexican Blood, que tiene como prólogo los acordes flamencos de lo que parece una guitarra española.


No tan notable como el anterior Chinatown, Renegade es un trabajo respetable, de ésos que se escucha con agrado pero no deja el poso de las obras esenciales. Ya tenían varias a sus espaldas Lynott, Gorham y Brian Downey y ya habían cumplido de sobra con la posteridad. Cientos de grupos en todo el mundo pueden dar fe de ello.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Las fabulosas aventuras de Vacillatio et Revolvo

Limitada a seiscientas copias en vinilo —cuyas portadas fueron hechas de "cartón reciclado, y fueron cortadas, plegadas, serigrafiadas y pegadas a mano una por una" por los miembros del grupo, tal y como cuentan en los créditos del epé—, la tercera entrega de Mostros (no he escuchado las dos primeras) es una muestra de hardcore y punk desenfrenado que, así a bote pronto, trae a la cabeza a Zeke o Muletrain, bestias pardas del género. Ocho canciones en veinte minutos que no esconden, bajo la muralla de sonido y las soberbias guitarras de Juanmi Bosh (el que fuera guitarrista de Cerebros Exprimidos, la mítica formación balear), una querencia, aparte de los géneros que son su cimiento, por el garage y el rockabilly.

La voz de la argentina Macky, que se encarga de todas las letras, hace inevitable el recuerdo de Laura Bitch y ese impresionante Steamrollin' con el que Aerobitch daba carpetazo a su carrera. Pero no sería justo ir más allá de la comparación por la calidad de las composiciones y la agresividad y pericia técnica de las interpretaciones. Uno pincha Fourteen y siente ganas de plantar cara a toda la humanidad porque sí, sin buscar motivos, de gritar "¡Déjenme en paz!". Wonderboys & Rollergirls, Mahara Baby y Out Of Control (Big Sister) te mantienen con el puño en alto, con un nudo en el estómago, estupendas canciones en las que hay mucho de Circle Jerks, Dead Kennedys o Poison Idea, por supuesto, pero que hacen patente cuán larga es la sombra de MC5 y los Stooges.


No cede lo más mínimo el grupo en la otra cara, la de Vacillatio (la primera es la de Revolvo), gracias a XXXII, Moho, Romántico (pura adrenalina, puro rock and roll) y Puke On My Shoes. Llega el silencio tras el tremendo ataque y te quedas con los temas de Las fabulosas aventuras de Vacillatio et Revolvo (2008) —ejemplo de autogestión y solidaridad en la producción y distribución de trabajos discográficos— rondando por tu cabeza, mientras esa incertidumbre existencial que nunca nos abandona vuelve a ganar terreno. Ha sido un espejismo, un momento en que las cosas parecían cobrar el sentido que no tienen, en el que el rock and roll parecía salvarte del absurdo cotidiano. No importa: seguiremos agarrándonos a espejismos hasta el último momento, no para mantener la esperanza, que no existe, sino para alejar el tedio y la desesperación. Y cantaremos junto a Macky:


"ven más cerca

que hace frío

dime algo romántico".

jueves, 18 de noviembre de 2010

Kind Of Blue

Un pequeño esfuerzo de la imaginación y nos encontramos aquel 2 de marzo de 1959 —el invierno tocaba a su fin— en el estudio que Columbia poseía en la Calle 30 de Nueva York. Los músicos están preparados para interpretar So What, y Miles Davis es el centro de atención. Le miran, pero él rehuye su mirada. Ahí están todos, listos para dar lo mejor de sí mismos, pero con ese ligero nerviosismo previo al comienzo de una grabación. Wynton Kelly se ha echado a un lado, quizá enfadado, quizá extrañado. Davis debía haberle dicho que Bill Evans también iba a venir. Pero, para bien o para mal, es así como trabaja, y hace años que dejó de justificarse. El piano de Evans y el contrabajo de Paul Chambers son los encargados de la introducción. Davis de fija en Jimmy Cobb, concentrado en sus escobillas, antes de que empiece a sonar su charles, y quizá recuerde a Philly Joe Jones, ni mejor, ni peor: diferente. El saxo alto de Cannonball Adderley, el tenor de John Coltrane y la trompeta de Davis responden junto a Evans al riff de Chambers. Terminado el motivo principal del tema llegan las improvisaciones. La trompeta de Davis se convierte en un apéndice ortopédico de su cuerpo que le ayuda a proyectar los sonidos que surgen de su cerebro. Vienen de dentro y toman forma fuera; es en ese ínterin infinitesimal cuando la intuición y la técnica se mezclan para esculpirlos y entregarlos —siempre impredecibles— al acervo común. La música fluye serena, pero firme; compacta a pesar de los huecos, de los silencios (o gracias a ellos). En plena forma, Davis deja expedito el camino a seguir y cede el sonido a un Coltrane que cada día que pasa toca mejor, un músico extraordinario que puede llegar a serlo aún más, pues no parece conocer sus límites. Trane acaba, es el turno de Cannonball, que se muestra sobresaliente a pesar del solo que le acaba de preceder. Davis emboca de nuevo para respaldar la intervención de Evans y volver luego al motivo principal para terminar el tema. En el silencio (¿incómodo?) que se ha creado todos miran a Davis, como al principio, que no mueve un músculo. Aunque algo han debido de notar en sus ojos, porque se ve cómo se relajan. Sí, tíos, ha sido una buena interpretación. No hay por qué ser modestos.

Ese 2 de marzo el sexteto registra también Freddie Freeloader —aquí con Wynton Kelly responsable de las teclas— y Blue In Green, segunda y tercera pieza respectivamente de Kind Of Blue (1959), el sublime clásico de Miles Davis, probablemente el disco más vendido y conocido de la historia del jazz. Al igual que So What, All Blues y Flamenco Sketches (los dos temas que completan el álbum, grabados el 22 de abril), el hecho de que los cinco cortes del elepé sean conocidos por fundar el jazz modal —la sustitución de los acordes y las armonías por simples escalas melódicas para los motivos de los temas que dejaran mayor campo aún para la improvisación— no explica el sentimiento de melancolía que trasmite Kind Of Blue. Más introspectivo que nunca (antes o después) en su carrera, Davis contagia a los músicos que le acompañan —característica esencial y clave del trompetista: su capacidad de aglutinar y trasmitir sus ideas (o bocetos de ideas) a sus colaboradores para que las desarrollen— esa tristeza sensual que inunda el álbum y que sirve de hilo conductor. Coltrane, Chambers, Evans, Jones y Adderley catalizan la emoción buscada por Davis, visión de conjunto que excluye la exhibición vacía de auténtico contenido artístico que desvirtúe el sentido que ha de dársele a la habilidad instrumental de cada uno.

Obra surgida del recogimiento del estudio, que fluye en su propio y lento tempo, su delicada cadencia, Kind Of Blue es, sin duda, un hito de inefable belleza en la carrera de Miles Davis, que pone en aprietos a esas mentes estrechas preocupadas por salvaguardar las barreras entre música culta y popular, asunto que ya hemos sacado a la luz en más de una ocasión en Ragged Glory. Lo que impresiona al pensar en Kind Of Blue, más allá de su incuestionable calidad, es que el músico responsable del álbum no sólo había grabado con anterioridad Birth Of The Cool o Milestones, sino que todavía le quedaban por publicar Sketches Of Spain, In A Silent Way o Bitches Brew, por no citar varias y excelentes referencias más, previas o ulteriores al trabajo diseccionado, superiores a la discografía completa de muchos artistas. Tal es la categoría de Miles Davis, uno de los más importantes e influyentes músicos del siglo XX. La sola existencia de Kind Of Blue sería suficiente para probarlo.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Get Some Go Again

Como tantos otros, Henry Rollins experimentó el clásico viaje del hardcore y el punk al hard rock o al rock a secas que han seguido experimentando grupos y solistas posteriores. (Ejemplo claro es la evolución de los dos grandes del rock escandinavo de finales del siglo pasado y principios de éste, Gluecifer y Hellacopters.) Rollins siempre ha sido un tipo abierto de miras, enemigo de las barreras excluyentes, las que supo ver tras su paso por State Of Alert y Black Flag. Sin renegar de ello, hasta donde yo sé, quiso ampliar su campo de trabajo asumiendo metal, high energy, funk, jazz y todo aquello que le pudiera interesar. Fundada en 1987, la Rollins Band sufrió varios cambios de formación, pero es con la entrada, a finales de los años noventa, de Jim Wilson, Marcus Blake y Jason Mackenroth (es decir, Mother Superior) cuando el grupo gira hacia un hard rock más cercano a Motörhead y Thin Lizzy (no es casualidad la versión de Are You Ready?) y menos próximo a Black Sabbath. Hay más roll que rock en Get Some Go Again (2000), para entendernos, pero el sonido sigue siendo duro, contundente. Agresiva pero cristalina, la voz de Henry Rollins se alza protagonista exponiendo sus puntos de vista sobre las cosas con la inteligencia —un tanto cargante para algunos por su tendencia a predicar— y pasión que le caracterizan; el Terminator del rock and roll lidera una Rollins Band imparable cuya originalidad reside en su convicción, en sus agallas y en su pericia interpretativa. Las canciones golpean como un martillo, no dan tregua. Para redondear la jugada, Scott Gorham acompaña al grupo en la apropiación de Are You Ready? a la que hemos hecho referencia, y Wayne Kramer en Hotter And Hotter y la jam final y oculta, un cuarto de hora de funk rock gustoso en el que Rollins saca su faceta de speaker para hablar con ironía, entre otras cosas, del fracaso de tantos que intentan el asalto al estrellato y de antiguas estrellas venidas a menos. Qué mejor compañía que la de dos de los guitarristas más expresivos que ha dado el rock para un álbum en el que las seis cuerdas braman.

Pocas pegas que poner a una banda que juega sus cartas, sabe dónde las juega y se deja todo en el intento. ¿Que el riff de Monster parece sacado de Paradise City? Minucias. Mayor es el expolio en Electric, por ejemplo, y casi nadie pone en duda su categoría. Reproduzcan Get Some Go Again y no querrán que termine. Verán.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Estratexa

Finiquitada su trayectoria en 2008, los quince años de carrera de Manta Ray le descubren como a uno de los grupos más creativos y excitantes del rock español de su tiempo. En 2002, sin embargo, cuando entran en los Estudios Gárate de Guipúzcoa de la mano de Kaki Arkarazo para registrar lo que será Estratexa (2003), los asturianos han tocado techo con su obra maestra, Esperanza, y con el inmediatamente posterior Heptágono, álbum compartido con Schwarz en una fantástica e inolvidable experiencia.

No está Estratexa a la altura, era demasiado pedir, pero es un trabajo que mantiene un buen nivel. Sin renunciar a su particular articulación del kraut y el noise —base sobre la que construyen su rock oscuro y sofisticado, que no afectado—, Manta Ray endurece las guitarras y acelera el ritmo en temas cortos como Qué niño soy (con espléndido uso del wah-wah), Asalto, Monotonía y Ébola, reivindicándose frente a punkis y garageros de dos neuronas que rechazan a los asturianos por pretenciosos, por un lado, y recordando a sinfónicos y progresivos que ellos son un grupo de rock and roll (como pueda serlo Radiohead), por otro. El resto del álbum lo dedican a profundizar en el discurso cimentado en anteriores discos: cercanos a Kraftwerk en Take A Look o la instrumental Rosa Parks (dedicada a la famosa mujer negra que ocupó por primera vez un lugar destinado a los blancos en un autobús del estado de Alabama); con una cadencia y un sonido que remiten a Sonic Youth en Another Man; o en un terreno intermedio que les define a la perfección mediante la pieza también instrumental que intitula el trabajo, soberbiamente empalmada, por cierto, con Qué niño soy gracias a un cortísimo silencio que parece negar su condición de solución de continuidad, pues se utiliza la interrupción —ahí reside la magia del asunto— para servir de cadena de transmisión.

Más allá de la calidad concreta del trabajo, es indudable que no hay venalidad o concesiones en Manta Ray. No es ajeno a ello el que el título del disco y sus títulos de crédito estén en asturiano o que en Añada se pueda escuchar un sampler del grupo Muyeres de "el sonido de la leche cuando se revuelve para hacer manteca", tal y como afirma el grupo en los mencionados créditos. Manta Ray fue a su aire en los musical y en lo (llámese) político, nacional o cultural. Se podrá estar de acuerdo o no, pero —y todo está relacionado— gracias a ello tenemos discos tan especiales como Estratexa. Gracias a la coherencia y la libertad con la que Manta Ray construyó su carrera.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Jazz Flamenco vols. 1 y 2

Tiempo antes de que Camarón trajera al flamenco el pop y el rock, de que dejara que los sonidos anglosajones inficionaran el cante jondo en el extraordinario La leyenda del tiempo, el gran saxofonista navarro Pedro Iturralde se había acercado desde el jazz al flamenco con su dos volúmenes de Jazz Flamenco, grabados en 1967 y 1968 respectivamente y publicados conjuntamente en disco compacto por Blue Note en 1996. Puede extrañar a más de uno, siendo Navarra una tierra asociada comúnmente al folclore musical vasco y a la jota, y estando el flamenco tan vinculado a Andalucía, pero, casualidad o no, Sabicas, quizá el mejor guitarrista flamenco que haya existido, también era navarro. Parece frágil el criterio de adscripción geográfica para generar cánones estéticos inamovibles: Lionel Hampton y Miles Davis, negros y estadounidenses, ya habían abierto la senda que transitaría Iturralde en la segunda mitad de la década de 1950 con Jazz Flamenco (el mismo título que el del español, sí) el primero y Flamenco Sketches (que cerraba el inmortal Kind Of Blue) y Sketches Of Spain el segundo.

Ha dejado aclarado Pedro Iturralde que su intención era "hacer jazz interpretando temas andaluces (o temas de compositores clásicos españoles que a su vez expresan Andalucía) y así producir un Jazz moderno con espíritu de Andalucía", y no una fusión baldía que se quedara en terreno de nadie. La visión particular del músico navarro de un género universal. No hay más que escuchar Las morillas de Jaén, pieza con la que arranca el primer volumen de Jazz Flamenco, para sentir el poder improvisador de Iturralde a los saxos alto y tenor, estupendamente acompañado por Paul Grassl al piano (bellísimo su solo en este tema), Eric Peter al contrabajo, Peer Wyboris a la batería y los elegantes toques de guitarra de Paco de Antequera. La misma formación ataca el Zorongo Gitano durante más de doce minutos, pero en Café de Chinitas y Soleares Paco de Algeciras (Paco de Lucía) sustituye al de Antequera para establecer un íntimo diálogo al principio y el final del primero de los temas con el saxo soprano de Iturralde —entre medias unos músicos que se expanden con contundencia cercana al cuarteto de John Coltrane— y durante toda la pieza en Soleares, aquí con el navarro al tenor.

La incorporación al grupo de Dino Piana y su trombón de pistones —que se adapta perfectamente al discurso establecido— es la única novedad en la continuación de Jazz Flamenco. Se ha perdido el factor sorpresa, cierto, pero el resultado es igualmente sobresaliente a lo largo de los cuatro temas que, de nuevo, contiene el elepé. Bulerías (donde destaca el lirismo minimalista de Grassl), Adiós Granada, ¡Anda jaleo! y Homenaje a Granados (improvisaciones en torno a la Danza Andaluza del compositor catalán) muestran a unos intérpretes excelentes poniendo en escena la ambiciosa propuesta de Pedro Iturralde.

Quien ya se había incorporado definitivamente en el segundo volumen, Paco de Lucía, colabora también con el Pedro Iturralde Quintet en la grabación, a finales de 1967, en Alemania de un elepé, Flamenco Jazz (no se comían la cabeza con los títulos, no), que yo no he tenido la suerte de escuchar y que queda encajonado entre las dos partes del Jazz Flamenco. Concluyamos añadiendo que en 1969, un año después de la publicación del segundo volumen, se edita Al verte la flores lloran, primera colaboración entre el maestro de Algeciras y el genio de San Fernando. Aunque anacrónica predicción a posteriori, es lícito afirmar —y cerrar así un círculo— que La leyenda del tiempo quedaba así anunciada. Incluso explicada.

viernes, 22 de octubre de 2010

Bloodbrothers

Aun admitiendo que de no haber existido los Dictators el punk rock habría seguido su curso de manera similar —campo abonado a la discusión—, su primer disco, Go Girl Crazy, publicado en 1975, y las maquetas de dos años antes que dio a conocer Norton, gracias al estupendo doble elepé Every Day Is Saturday, evidencian que el grupo neoyorquino (al igual que los New York Dolls, como recordábamos recientemente) ya hacía punk antes de que el movimiento fuese bautizado como tal.

Tras volver de una gira por Inglaterra, a finales de 1977 y en plena gloria de Pistols, Clash y demás, en la que "por primera vez éramos aceptados por la música que a veces pensábamos que estábamos haciendo en privado", afirma Scott Kempner en las notas de 1998 para la reedición de Bloodbrothers (1978), los Dictators entran en el estudio para grabar el que será su tercer elepé, donde alcanza la perfección su punk con matices hard, no en vano es el superdotado Ross The Boss quien se encarga de la guitarra solista. La práctica totalidad del material es registrado en directo, captando así la filosofía inmediata del grupo, la de aquél que da lo mejor de sí mismo en un escenario, ahí donde está su naturaleza, su razón de ser. Puede llevar a engaño, sin embargo, lo que también escribe Top Ten en las notas mencionadas, al recordar que Funichello y él se sentían como Wayne Kramer y Fred Smith al grabar el extraordinario High Times. Tanto las composiciones de Andy Shernoff como la interpretación de las mismas tienen un aire más festivo, carecen de esa especie de vocación profética que tienen los temas del disco de MC5 (y el grupo de Detroit en general), y el desarrollo instrumental que a las seis cuerdas llevan a cabo Funichello y Kempner, aunque excelente, es más escueto. O en otras palabras: no hay jams en Bloodbrothers, pero hay una banda sonando como un cañón —no me olvido de la voz de Manitoba, el bajo de Shernoff y la batería de Ritchie Teeter— y una soberbia colección de canciones —ocho propias y una versión de Flamin Groovies, entre las que sólo desentona I Stand Tall, AOR épico praticado por combos coetáneos, pero que en manos dictatoriales queda, sinceramente, fuera de lugar— capaz de poner a bailar a un muerto o de retirar la pistola de la sien del suicida gracias a esa "actitud desenfadada, humorística y callejera", como la define Jaime Gonzalo, de las melodías y las letras de Andy Shernoff.

Daba igual. Ni un grupo tan unido como los Dictators —hermanos de sangre, ya lo dice el título— podía soportar tres fracasos comerciales consecutivos. La banda seguirá dando conciertos de cuando en cuando, pero no grabará nada bajo ese nombre hasta la segunda mitad de los años noventa (dos singles espléndidos), y la espectacular vuelta a la larga duración con D.F.F.D. nada más comenzar el siglo XXI. Claro que sería injusto (y falso) no citar a Manitoba´s Wild Kingdom y su formidable …And You?, retorno en clave metálica de Shernoff, Funichello y Manitoba, hace ya veinte años, en lo que para (casi) todos los seguidores de los Dictators es el cuarto disco del grupo. (Tampoco aquí las ventas fueron las esperadas, claro, aunque pocas esperanzas parecía haber puestas en un disco publicado más de un año después de su grabación.)

Decíamos en Ragged Glory, terminando ya 2009, que si alguien quisiera saber dentro de mil años qué era el rock and roll podría escuchar Born To Run. No estaría de más que también escuchara Bloodbrothers. Seguro que el propio Springsteen estaría de acuerdo. No en balde, mientras grababa Darkness On The Edge Of Town en el mismo estudio que los Dictators, se acercó a visitarles, y, al parecer, el "One, two, three, four" que abre Faster And Louder y el álbum sale de la boca del Boss. Simpática anécdota e inmejorable carta de presentación —más aún si es el otro Boss quien va a tocar el riff que se yuxtapone a las cuatro cifras— para una delicia como Bloodbrothers. Nosotros, modestamente, la recomendamos a ciegas.

viernes, 15 de octubre de 2010

When We Cut, We Bleed

Tras abandonar los Angry Samoans, Jeff Dahl forma Powertrip, grupo hundido en las tinieblas del olvido, pues sólo fueron dos los años de su existencia (llena de contratiempos) y un elepé el que dejó grabado, convenientemente reeditado en disco compacto por Amsterdamned Records en 2000 y, sobre todo, por Munster en 2007 y vinilo de doscientos veinte gramos que garantice a When We Cut, We Bleed (1983) una estancia prolongada entre nosotros.

La intención de Dahl era "cruzar a los Stooges con Motörhead", como él mismo reconoce, pero no hay más que pinchar o reproducir (elija el oyente el formato, no somos sectarios) el primer corte, Demons, para notar que ahí también están el hardcore de la costa oeste estadounidense (faltaría menos para quien había sido miembro de los Samoans) y la New Wave of British Heavy Metal, Iron Maiden en concreto. En el segundo del lote, Lab Animal, un vibrante rock and roll que es mi tema favorito del álbum, se detecta, sí, a la pareja Pop/Williamson. En adelante se suceden punk y metal, que no alcanzan, a mi parecer, la nota de las dos primeras canciones, pero que consiguen buenos temas como Into My Eyes, Caught In The Act, Powertrip, el instrumental Flight Of The B.B.S o la versión de I've Got A Right —inevitable vistos los propósitos de Dahl— que cerraba la edición original del trabajo.


Poco añaden los temas extra que llevan las mentadas reediciones —los mismos— a When We Cut We Bleed (no creo que a nadie sorprenda una correcta lectura del Sonic Reducer), pero merece la pena destacar que, aunque no estemos ante Overkill o Raw Power, ni el tiempo ni la discutible calidad de la producción de Glenn Feit —con la atenuante de que el elepé se grabara en una sola noche—, han hecho excesiva merma en un disco del que todavía se puede disfrutar, que no es poco. Por desgracia, ninguno de los otros tres miembros del grupo puede dar fe de ello.

lunes, 11 de octubre de 2010

Tago Mago

"Veamos el cuadro completo, la situación política en Alemania, los desarrollos culturales en los sesenta. La generación posterior a la guerra se mantenía en el poder con estructuras muy conservadoras y los jóvenes fueron infectados por el virus del cambio. Un cambio a nivel político, naturalmente también en las artes. Ese fue el clima en el que crecí y mi conciencia de la situación política y cultural se hizo muy clara. La guerra de Vietman nos llevó a discutir la influencia dominante de la cultura angloamericana. Fue un proceso complicado, muchos jóvenes artistas alemanes compartían ese sentimiento y cada uno tenía su propia respuesta", declaraba Michael Rother en un reciente entrevista concedida a Ruta 66. Y pocos mejor que quien fuera guitarrista de Neu! para hablar de la génesis del krautrock.

A diferencia del "third stream" —termino con el que Gunther Schuller (neoyorquino hijo de inmigrantes alemanes, por cierto) definió esa tercera vía que mezclaba jazz con música clásica—, en el que se pecaba —a pesar del interés de ciertas grabaciones de Lee Konitz o Jimmy Giuffre— de un exceso de respeto que parecía impedir que ambas músicas confluyeran en un discurso genuino, el krautrock bebía del rock and roll, de la vanguardia atonal y del free jazz para crear su propio discurso sin limitaciones ni miedos. Los músicos del third stream parecían arrugarse ante la influencia de Stravinsky, Bartók, Ives o Ravel —aunque fueran estímulo querido y buscado—, sin que hubiera interacción posible entre ambos mundos: por un lado la partitura que asimilaba a grandes compositores del primer tercio del siglo XX; por otro, la (tímida) improvisación jazz. Neu!, Kraftwerk, Faust, Can y otros cogían todo (lo que les interesaba) para no parecerse a nada. Porque ésa era su apuesta: todo o nada.

Quizá la obra maestra del movimiento sea el tercer elepé (doble) de Can, cuyos más de setenta minutos y cuatro caras —sirva de aviso a mojigatos y cortos de miras— ocupan sólo siete temas. Con Malcolm Mooney definitivamente fuera de la formación, la voz del japonés Damo Suzuki se antoja compañera perfecta de la guitarra de Michael Karoli, los teclados espaciales de Irmin Schmidt, el bajo de Holger Czukay y la batería de Jaki Liebezeit, motor del grupo y de las esencias rítmicas de Tago Mago, publicado en 1971. Paperhouse, Mushroom y Oh Yeah, los tres primeros cortes del álbum, pueden parecer accesibles (término irrisorio si hablamos de Can) si los comparamos con los tres siguientes, que ocupan dos terceras partes del minutaje del álbum. Si en los tres primeros temas podemos hallar similitudes con King Crimson o Alice Cooper (que no influencias) en las melodías y escuchar los solos de un Karoli más cercano al rock, el catártico mantra funk de Halleluhwah radicaliza el disco para enfrentarnos —vía Schmidt y Czukay, alumnos ambos de Stockhausen— a la experimentación concreta de Aumgn y Peking O, en el que Damo Suzuki toma ejemplo de la Sequenza III de Luciano Berio, alcanzando unas frecuencias vocales que pueden (y quieren) resultar irritantes al no iniciado. Bring Me Coffee Or Tea acerca al grupo a territorios pop —hago aquí el mismo comentario que he hecho acerca del vocablo "accesibles"— para poner punto y final a una experiencia incomparable, cuyo resultado final se debe —como era habitual en el grupo— al proceso de montaje y selección de Holger Czukay de los materiales registrados en el mítico Inner Space Studio.
Pero ¿es esto rock?, se preguntará alguno. Digamos que sí, en un sentido lato de la palabra, y para no escurrir el bulto. Pero añadamos a continuación: ¿qué importancia tiene eso? La clasificación, ya lo hemos observado en Ragged Glory, puede ser útil si no sirve para restringir, si no sirve de coraza impenetrable. No digamos la división excluyente entre música culta y música popular. Los grotescos argumentos utilizados para defenderla se vienen totalmente abajo ante Tago Mago, Can, y el krautrock en general. Los referentes del movimiento se hallan en cualquiera de los lados de la frontera, buscando cada cual "su propia respuesta", como dice Rother. Se sitúa Tago Mago "en ese lugar al que pocas creaciones tienen acceso: allí donde la obra de arte se alimenta de sus propios mecanismos —los que la ponen en pie— e ilumina de esta forma endogámica todo lo que le rodea sin dejar nunca de ser ella misma, deviniendo exógeno lo que funciona a la perfección como procedimiento interno y autosuficiente", palabras que utilizamos hace unos meses para hablar de Ser o no ser, la película de Ernst Lubitsch, y que son aplicables al doble álbum de Can. Trasciende éste épocas y lugares, a pesar de pertenecer como pocas cosas a su tiempo, imposible colocarlo fuera del momento y las circunstancias que lo produjeron. Ahí reside, por supuesto, su grandeza e inmortalidad.

Dos discos más grabaría Damo Suzuki con Can, Ege Bamyasi y Future Days, imprescindibles los dos; sin embargo, ninguno alcanzaría la extraordinaria tensión, el inaprensible equilibrio, de Tago Mago. Bitches Brew, el año anterior, y The Raise And Fall Of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars, el siguiente, también los alcanzarían. Por si quedaba alguna duda.

domingo, 3 de octubre de 2010

New York Dolls y Too Much Too Soon

El riff stoniano —con todos los precedentes que acumula—, la energía expandida por la Velvet Underground y los Stooges y David Bowie y T. Rex en representación del glam y el glitter —sin que ninguno les aherroje, pues son la libertad y el joie de vivre lo que les guía— son influencia básica de los New York Dolls, que a su vez dan lugar —sin olvidar el Go Girl Crazy de los Dictators, que queda colgado en 1975, como siempre ha quedado colgada la banda de Andy Shernoff— al punk neoyorquino y, por extensión, británico y universal. Antes de disolverse en 1977 (Johnny Thunders y Jerry Nolan se habían largado antes), las muñecas más famosas de la historia del rock grabaron dos discos que no han dejado de obsesionar y formar a generaciones posteriores.

Producido por Todd Rundgren, New York Dolls (1973) arranca con Personality Crisis, con la que el quinteto deja claras sus intenciones de devolver el brillo al rock and roll simple y genuino, endureciendo las guitarras pero manteniendo intactas las coordenadas —a las que no es ajeno el prominente piano que se escucha en la canción— trazadas por Little Richard o Jerry Lee Lewis. Sin embargo, el que el propósito sea el descrito no significa que no haya originalidad en el resultado, más bien al contrario. El álbum trasmite un sonido diferente, peculiar, y nos deja un clásico tras otro: Looking For A Kiss, Vietnamese Baby, Bad Girl, Subway Train, la versión del Pills de Bo Diddley, que el grupo hace suyo con pasmosa facilidad, Jet Boy… Una manera de hacer las cosas que no cambiará en Too Much Too Soon (1974), aunque la producción de Shadow Morton sea más sofisticada. En contraste con su debut, hasta cuatro son aquí las versiones, y sólo seis los originales, pero de tal calidad que acallan las posibles sospechas de falta de creatividad: Human Being, Puss 'N' Boots, Chatterbox, It's Too Late, Who Are The Mystery Girls? y Babylon. El trabajo en el estudio del que fuera productor de las Shangri-Las se deja notar, no se puede negar, pero la personalidad de los New York Dolls —que roquean de lo lindo con ese sabor y ese feeling tan gozosos— permanece incólume, anticipando taxativamente a Ramones y Sex Pistols.

De lo que podía haber sido y no fue ha quedado constancia en Red Patent Leather, grabación en directo de 1975 de pésimo sonido, y con el grupo ya representado por Malcom McLaren, quien, como bien es sabido, hallaría su filón en los Sex Pistols inmediatamente después. Treinta años más tarde, David Johansen y Sylvain Sylvain resucitarán a las muñecas con notables (¿e inesperados?) resultados, pero ésta sí que es una historia ajena a New York Dolls y Too Much Too Soon, dos elepés que, con el tiempo, no han hecho sino consolidarse como manjar preferente de los amantes de una música que crearon los negros para que de ella se apropiaran los blancos. Así son las cosas.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Vivir bajo el agua

Con relación inversamente proporcional a su éxito comercial, la brillante carrera artística de Santi Campos viene desarrollándose desde hace quince años en el ámbito de la independencia del pop español, mientras grupos absolutamente espantosos, y que cuesta hasta nombrar, copan las listas de lo más vendido en nuestro país.

Antes de grabar en solitario y con los Amigos Imaginarios —aunque su obra maestra, El invierno secreto, se publicara a nombre de Santi Campos y los Amigos Imaginarios—, Campos había formado parte de Malconsejo, banda castellonense que se gano su prestigio a base de singles y dos álbumes: Una hora sin TV (qué bien le vendría a más de uno, por cierto) y este Vivir bajo el agua, grabado y editado en el año 2000.


Si bien es verdad que nos encontramos con una colección de canciones de altísimo nivel en lo musical, llama la atención la calidad de unas letras sensibles y elegantes que ya desde el primer verso de Transparente ("No sé qué hago aquí, soy de barro y pretendo vivir") se zambullen en la fragilidad humana y lo inaprensible de la existencia. Nosoynosoynoestoy es una canción resplandeciente y delicada que cuenta con los impagables vibráfono de Enrique Monfort y piano de Fede Albert. Soul y dance confluyen en la fantástica Cuando callas, que vuelve a contar con Monfort y una sección de vientos. Inspirada por Pablo Neruda, la canción contiene estos afortunadísimos versos: "Me gusta cuando miras hacia ningún lugar / como si en ese sitio se escondiera toda la verdad". Avanza así el disco sin altibajos, rubricando un pop personal en el que hay mucho de Big Star o Teenage Fanclub, pero en el que te puedes encontrar, como en Perro de miel, punteos dignos de Lynyrd Skynyrd y Thin Lizzy o riffs heredados de AC/DC, como en Corazón de nieve, el último tema del disco. Es amplio y de categoría el bagaje de Malconsejo, y se deja notar en cada uno de los detalles que iluminan Vivir bajo el agua, título que pudiera describir la compleja realidad del grupo (y la de toda la trayectoria de Campos): la independencia que se sigue del aislamiento, la tranquilidad del solipsismo (con el peligro de la autoindulgencia acechando) al que te lleva y la lucha por salir de todo ello a pesar del temor al reconocimiento.


Me gustaría cerrar esta reseña con la primera estrofa de Adiós seguridad, en la que es Borges quien impulsa unas palabras que aspiran a sustituir la emoción estética por la real:


"Si volviera a vivir, si volviera a estar aquí,

me gustaría sufrir de verdad, dejar de imaginar.

Si volviera a vivir me gustaría saber llorar,

tener algún problema de verdad,

y no mentir más, dejar de imaginar".


Quizá la necesidad, pura y dura, de ser persona. Quizá, sí, la necesidad de alejarse del arte. Una paradoja a la que nunca se hallará solución.

jueves, 23 de septiembre de 2010

People Get Ready

Agiten en la coctelera soul, garage, high energy y rhythm & blues. Pongan al grupo el nombre de los dos cantantes de Can. Graben un disco para Estrus con la intención de vender millones de copias sin dejarse la integridad en el camino y ser tan importantes como Led Zeppelin. Tendrán entre las manos People Get Ready (2000), excelente debut de uno de los mejores grupos que ha practicado el rock and roll en los últimos años: The Mooney Suzuki.

Como aquel lector que rejuvenece El Quijote o Guerra y paz al enfocar desde su perspectiva moderna una obra clásica —siendo consciente de que por mucho que él aporte nunca podrá marginar el hecho de que Cervantes o Tolstoi escribían desde su punto de vista sobre otra realidad y con hechuras plásticas que han trascendido pero se deben, cómo no, a su tiempo— People Get Ready (título que explicita lo que ofrece) recoge las enseñanzas de Animals, Stones, Sonics, MC5 u Otis Redding con la clara intención de ponerlas al día, no ya reinventándolas, sino proclamando su validez para alargar unas esencias que todavía pueden ser derramadas con éxito.

 

La contundencia y savoir faire con la que resuelven en algo más de media hora los doce temas del álbum es, al mismo tiempo, un buen argumento para combatir a esos agoreros que pronostican desde hace más de treinta años la muerte del rock and roll como para certificar los límites de los parámetros por los que se mueve la música del demonio como tal entendida; es decir, en su sentido fundacional. Pues eso es lo que trasmite el grupo de Nueva York: diversión, alegría, fiesta. Las mismas que, dos años después, nos invitarán a bailar en su segundo y también logradísimo elepé Electric Sweat, aunque ni éste ni el anterior vendieran los millones de copias del cuarteto de Jimmy Page. Se lo imaginaban, ¿no? ¿Y el krautrock que se podría desprender del nombre de la banda? Algo hay en el espíritu de Mooney Suzuki, pero eso ya depende de la sutileza del oyente. Que no es poco.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Da Capo

Las mágicas ensoñaciones que contiene el exquisito Forever Changes —y que iluminarán en el futuro a formaciones como Belle And Sebastian o The Soundtrack Of Our Lives— tienen su precedente en la primera cara del segundo disco de Love, Da Capo, publicado también en 1967. No hay orquestaciones, es cierto, pero hay bellísimo pop, ya sea expansivo —¡Que Vida!, She Comes In Colors (partiendo del cual Jagger y Richards compondrían She's A Rainbow) o introspectivo —Orange Skies, The Castle—, que advierte de lo que está por venir. También hay pop en Sthepanie Knows Who, pero su compás irregular de 5/8 y las intervenciones disonantes de saxo, guitarra y clavicordio deslizan el tema al terreno del jazz y la ubicua influencia de John Coltrane. Seven & Seven Is completa la primera parte del elepé con un furioso ataque de garage rock que entronca con el primer y homónimo disco de la banda. 

En una época en la que el riesgo y la diferencia eran el denominador común del rock and roll, no es de extrañar que una jam de casi veinte minutos ocupe por completo la segunda cara de Da Capo. La aportación particular no excluía la amplitud de miras, y enriquecía el conjunto mediante la intuición individual. Entre un clavicordio que abre y cierra el tema, los miembros de Love desarrollan una improvisación —originalmente llamada John Lee Hooker, Revelation en el elepé— que es puro blues henchido por la libertad del free jazz y el hard bop, y que el grupo tocaba en directo. Pero eso no la hace buena per se, es evidente. No estamos ante el fuerte de Arthur Lee y los suyos, ni son éstos la Jimi Hendrix Experience, los Allman Brothers o Led Zeppelin. Sin parecerme nefasta, que conste, Revelation muestra las limitaciones instrumentales de Love y no acaba de convertirse en la gran jam que podría haber sido en otras manos, a pesar de que tiene buenos momentos. Sabedor de ello (o quizá no), Lee no volvería a pisar terreno similar hasta el quinto y doble álbum de la banda Out Here, aunque Forever Changes y Four Sail no lo echaran en falta.

Si en la carrera de algunos grandes artistas se hace imposible separar los logros de los errores al realizar un análisis riguroso de su producción —pues la naturaleza de esos creadores les lleva de la excelencia a la insuficiencia sin traicionar los criterios estéticos que les nutren—, la edición original en vinilo de Da Capo sirve aquí como metáfora si aplicamos a un solo álbum lo que afirmamos de trayectorias completas. Las dos caras del vinilo forman un solo disco, indisociable; es el mismo grupo, Love, el que ha grabado ambas. El afán experimental del que surge Revelation es el mismo que produce la cara que se le opone. La disyunción y cópula física que provocan las dos caras del plástico son una imagen muy poderosa de la paradoja que, a veces, se da en la creación; más aún si convertimos la metáfora en alegoría que se extiende a Forever Changes y tornamos esa (pareciera que) maldita mitad que ocupa Revelation —la segunda de cuatro caras— en peaje a pagar —sanción menos especulativa de lo que pueda parecer— para la existencia misma del tercer disco de Love.
 

De todos modos, y a pesar de lo expuesto, Da Capo sigue conteniendo "una de las colecciones de canciones más excepcionales de la época psicodélica", en palabras de Enrique Martínez. Que las divagaciones a las que me lleva la literatura —sin que yo mismo pueda controlarlas— no desdibujen —por favor— el valor de la música —aunque uno sostenga, como Ottó Károlyi que ésta "debe ser apreciada emocionalmente y comprendida intelectualmente", en la medida de lo posible— de Love ni su alcance real. Como siempre, queda en manos del lector decidirlo.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Brick By Brick

Al contrario que en el caso de otros ilustres roqueros cuyas carreras en solitario poco o nada tienen que envidiar a la de los grupos por los que primero pasaron —piénsese, verbigracia, en Lou Reed o Ian Hunter—, la discografía de Iggy Pop queda lejos de la de los Stooges, incluso si seleccionamos para la comparación sus mejores álbumes. Marcada por la irregularidad, en la obra de Pop conviven notables trabajos como The Idiot, Lust For Life o New Values con otros tan mediocres como Blah Blah Blah o Instinct. Brick By Brick (1990) se halla más cerca de la primera categoría, no tan logrado, pero un buen disco en definitiva.

Producido por Don Was, Brick By Brick muestra a un artista presuntamente más maduro y alejado de los excesos de antaño (¡qué peligro!) que canta a las virtudes del hogar y las necesidades de construirlo en la formidable Home y en Brick By Brick, busca el amor ("I need a love / not games") a dúo con Kate Pierson en la facilona Candy o defiende su integridad futura en I Won´t Crap Out, sin que pueda evitar un tufillo a sermón del que ha pasado por todo (lo malo, se entiende) y quiere aconsejar a quien le escuche. A pesar de ello hay buenos temas como el fornido rock and roll que es Neon Forest, Something Wild (cedida John Hiatt) o My Baby Wants To Rock And Roll, en la que, al igual que la mencionada Home, Butt Town y Pussy Power, Slash y Duff McKagan, por aquel entonces en la cresta de la ola con Guns N' Roses, reparten cera de lo lindo. El resto, material correcto, siendo benevolentes. Un álbum al menos digno, lo suficiente para hacer olvidar las dos cagarrutas, con perdón, más arriba nombradas que Pop había entregado en la segunda mitad de los años ochenta. Aunque uno no mate por Brick By Brick, nos quedamos con eso.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Night Lights

Siempre a la sombra (artística y comercial) de sus amados Bob Dylan, Lou Reed y Bruce Springsteen, se diría que eterno perdedor, Elliott Murphy no es un genio, pero sí es responsable de discos tan recomendables como Night Lights, tercero de su discografía y editado en 1976.

Grabado en dos partes que sólo tienen en común al propio Murphy y al bajista Ernie Brooks, y entre las que media "una desastrosa gira teloneando", según Murphy, a un grupo llamado Sha Na Na, Night Lights es un notable ejercicio de rock salpicado y matizado por casi todas las músicas que lo conformaron y ricamente ornamentado con jugosos pianos, teclados y órganos. Diamonds By The Yard —precioso medio tiempo de delicado crescendo— abre el álbum de manera pausada con una canción cuya letra está inspirada, tal y como cuenta su autor, en el horizonte nocturno de Manhattan visto desde su apartamento y los inmortales Centauros del desierto de John Ford y John Wayne. Deco Dance lleva en su ADN trazas de dixieland, bluegrass y honky tonk iluminadas por una sección de vientos, violín y piano, cortesía éste de Billy Joel. Rich Girls tiene aires de vals, un gran solo de órgano y a Doug Yule haciendo coros. También escuchamos su guitarra junto a la de Murphy en Abraham Lincoln Continental, un rock and roll bastante inocuo que se salva de la vulgaridad gracias al trabajo a las seis cuerdas de los dos músicos. Isadora's Dancers es una hermosa balada con prominentes coros femeninos acerca de Isadora Duncan. Más hermosa todavía es You'll Never Know What You're In For, todo un clásico de la discografía de Elliott Murphy, y único tema del disco, junto al siguiente Lady Stilletto, donde hace sonar su armónica. Los coros de Doug Yule no podían faltar en Lookin' For A Hero, una gozada de canción que es puro Loaded, Who Loves The Sun más en concreto. El country rock de Never As Old As You completa un elepé que mejora el buen precedente que tenía en Lost Generation.

Decía Mr. Grieves en el ya clausurado blog The Golden Age Of Rock'n'Roll que "Basta con enchufar cualquier tema [de Night Lights] y cerrar los ojos para imaginar exactamente lo que sugiere el título del disco: la gran ciudad, ambientes oscuros, marginales, pero no desde el punto de vista de la decadencia, la drogadicción y el puterío del que hablaría Lou Reed sino desde el alegre vividor, aquel que sabe hacer suya la noche y luego narrarla para hacernos sentir parte de ella". Así es. Lástima de una horrorosa portada que quizá siga alejando a algún posible comprador.

lunes, 30 de agosto de 2010

Damned Damned Damned

Totalmente inofensivo si lo comparamos con el infame Escuadrón 731 del ejército japonés —perdonen el hiperbólico cotejo—, el movimiento punk sí supuso una pequeña conmoción para los británicos biempensantes de aquel 1977 y alrededores. Más allá de los Clash y los Sex Pistols, cientos de jóvenes armados de guitarra, bajo y batería, tres acordes aprendidos y Stooges, New York Dolls, Pink Fairies, T. Rex, Eddie Cochran, The Who o Mott The Hoople como modelos, se mofaron de su sociedad, sus políticos y de los músicos virtuosos que transmitían la misma pasión que una piedra. Menos técnica y más emoción parecía ser el adagio que daba razón de ser a unos himnos breves y contundentes.

Sin ser tan emblemático como The Clash o Never Mind The Bollocks, Damned Damned Damned, también cosecha de 1977 y debut de los Damned, provoca un placer similar al de los dos trabajos citados, y es asignatura obligatoria para cualquier amante del punk rock que todavía no lo conozca. Doce temas con un sonido del que saldría el hardcore estadounidense, pero en el que hay mucho de rockabilly y rock and roll de los cincuenta, como deja bien a las claras el grupo en las espectaculares Neat, Neat, Neat y New Rose. Born To Kill, Stab Your Back y Fish aceleran los postulados musicales de MC5, mientras que Feel The Pain es un homenaje a Alice Cooper, cuya influencia también se puede detectar en Fan Club. Una versión de los Stooges, como no podía ser menos, cierra el disco al grito de I Feel Alright, o 1970 rebautizada. Inmejorable despedida para un clásico del punk rock y del rock and roll en toda su extensión.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Brilliant Corners

Músico esencial para el desarrollo del bebop y del jazz en general, Thelonious Monk publicó en 1957 Brilliant Corners, lección magistral en la que el pianista neoyorquino (aunque nacido en Carolina del Norte) y sus acompañantes llevan su arte a la perfección.

Brilliant Corners, el tema, es el primero de los cinco —registrados en diciembre de 1956— que componen el álbum. El fraseo que, en contrapunto armónico, hacen de la melodía compuesta por Monk Sonny Rollins y Ernie Henry, saxo tenor y alto respectivamente, antes de entrar en las improvisaciones, llama la atención por su curiosa sonoridad. Los solos de Monk, Henry y Rollins son excelentes, pero destaca el asombroso trabajo de Max Roach a la batería, con ese estilo suyo tan crudo y elegante, tan primitivo y sofisticado al mismo tiempo. Ba-Lue Bolivar Ba-Lues-Are es el tema más largo del elepé, con un estupendo, extenso y contenido solo de Monk, al igual que el de Rollins y el de Oscar Pettiford al contrabajo. Pannonica, una delicia sin igual, riza el rizo, al tocar Monk —atención— con su mano derecha una celesta y con la izquierda el piano. En I Surrender Dear, el único tema de Brilliant Corners que no compone Monk, encontramos al pianista sin acompañamiento alguno, desnudo antes unas teclas que parecen gozar al sentir el contacto de los dedos de Monk. Clark Terry toca la trompeta, Paul Chambers sustituye a Pettiford y Ernie Henry ya no está en Bemsha Swing, que concluye el disco con un experimento similar al de Pannonica, pues Max Roach toca batería y timbal de orquesta y se erige en protagonista absoluto. No había límites para unos músicos en estado de gracia y conscientes —que no soberbios— de su prestancia. Los que grabaron Brilliant Corners.

lunes, 23 de agosto de 2010

Retorciendo América

Producida en el año 2001, Mullholland Drive es la continuación de la peculiar exploración de la América profunda de David Lynch tras el paréntesis de Una historia verdadera (1999) —como ese buceador sin escafandra que toma una bocanada de aire para volver a sumergirse—, emocionante película que, a pesar de las evidentes conexiones con el cine clásico estadounidense que toda la crítica se apresuró a destacar, no dejaba de ser un film de Lynch, cosa que poca parte de esa crítica mencionó, que recuperaba la mirada tierna de la exquisita El hombre elefante (1980).

Ya desde los tiempos de Cabeza borradora (1977) aparece David Lynch como un cineasta más interesado en la creación de ambientes (malsanos) que en la construcción de historias con presentación, nudo y desenlace, pero no siempre ha sabido plasmarlo de modo certero. De hecho, desde la aparición de Terciopelo azul (1986), considerada su obra maestra y película que le convierte en lo que se conoce como "cineasta de culto", su cine entra en decadencia y se convierte en burda autoparodia sucesivamente reflejada en Corazón salvaje (1990), Twin Peaks, camina con fuego (1992) y Carretera perdida (1997), y sólo parcialmente mitigada por la primera media hora de esta última (que contiene el germen de Mullholland Drive) y los dos primeros capítulos de Twin Peaks en su formato televisivo. El difícil camino escogido por Lynch, se diría que tortuoso, suerte de flagelación, sin embargo, es camino sin retorno, a sabiendas de que el que una vez acierte no significa que la siguiente lo vaya a hacer, sin que esto suponga merma para su impulso, que parece no ceder. En otras palabras, que la obra de Lynch supone un todo indivisible en la que —como en tantos otros artistas— tanto aciertos como errores, descubrimientos y deslices, forman parte de una personalidad creativa que se alimenta de ambos por igual o, mejor, está conformada por ambos, resultando inconcebibles unos sin los otros (y viceversa).

Mulholland Drive supone uno de esos aciertos. La historia narrada transcurre en Hollywood y la industria del cine es, en esta ocasión, la diseccionada, pero, tratándose del director norteamericano, esto es como no decir nada. Lo que en otros sería vulgar trama detectivesca es en Lynch terrorífica sugerencia (los mecanismos de la ficción son constantemente cuestionados —incluso los de la propia película—, curiosa metatextualidad presente siempre en el cine de Lynch pero clara y meridiana en esta ocasión) que se mueve entre la realidad y el espejismo. Una mujer que ha perdido la memoria, otra joven aspirante a actriz (por cierto, no perderse la tórrida escena lésbica que protagonizan), un director estafado por los productores y varios marcianos más pululan por la pantalla y parecen acercarse al meollo de la cuestión cuando, en la última media hora, la pesadilla gana la partida y provoca un desenlace incomprensible (absténgasne los que quieran hacer exégesis), pero que no se sale de la lógica del film y tiene un logrado clímax cinematográfico. Desde la crítica que lo rechaza por críptico (el cine tiene unas normas que no se pueden transgredir, dijo en el momento de su estreno un periodista español) hasta los hermeneutas que se esfuerzan en creer claves de algo oculto lo que sólo son sensaciones, existen muchas formas erróneas de acercarse a Mullholland Drive (y, en general, a la obra de David Lynch), sea cual sea la opinión que después del juicio pueda merecer, siendo quizá la más adecuada la más sencilla: contemplarla y dejarse llevar. Sé que esto no convencerá a muchos analistas (por sesudos o simplones) cargados de ideas fijas y prejuicios, pero allá se queden ellos en su mundo hermético que les impide descubrir la auténtica belleza. David Lynch —menos mal— tampoco les hace mucho caso.