lunes, 29 de abril de 2024

Pre-Millennium Tension

Que el debut de Tricky fuera tan determinante no significa que el resto de la discografía del artista de Bristol sea insignificante. Publicado solo un año después de Maxinquaye, Pre-Millennium Tension (1996) es otro ejercicio excelente de trip hop que su autor graba en Jamaica. La música es aquí más introvertida y oscura, pero transita un camino similar de vanguardia pop que conjuga electrónica, rap y rock. Las bases pregrabadas y los samples conviven con los instrumentos tocados (y a veces retocados en el estudio) para la ocasión, bien sea la voz de Martina, la guitarra de Patrice Chevalier o, más puntuales todavía, la batería de John Tonks, el violín y el piano de Pat McManus o la armónica que el propio Tricky incorpora a Sex Drive. Dentro de un conjunto a defender como tal destacan, o quiero destacar, temazos como Bad Dreams, Ghetto Youth o Bad Things, cuyos títulos y letras representan la tensión negativa —previa al final del milenio— del disco. La última pieza, Piano, con las mencionadas teclas de McManus, es un adagio minimalista que conecta a Tricky con formas pasadas y clásicas, lo que no es de extrañar pues hablamos de un creador de fuste y visión muy personal de la música. Eso sí, marcado de por vida por un primer paso soberbio.



 

jueves, 25 de abril de 2024

Murray Street

Con Jim O'Rourke a tiempo completo, bien al bajo, bien a la guitarra, Sonic Youth factura como quinteto un elepé que mantiene la óptica por la que desde mediados de los años noventa, y de maneras diferentes, apuesta el grupo. Canciones largas (cuatro de las siete superan los seis minutos) de vocación exploratoria que en Murray Street (2002) adquieren cierta laxitud muy alejada de los primeros años de los autores de Sister.

The Empty Page abre perezosa hasta que descarga una breve tormenta noise (la que siempre se espera cuando se trata de Sonic Youth). Vuelve la (relativa) calma durante el resto del tema, calma que Disconnection Notice mantiene —solamente puesta en entredicho por los punteos de la guitarra eléctrica— durante su hermoso vagar en el que hay conexiones con la Velvet y Dream Syndicate. Rain On Tin no abandona los parámetros descritos, pero antes de llegar a mitad del camino desarrolla un lento crescendo que desemboca en una mínima furia disonante para volver a repetir estructura aun sin desbocarse los instrumentos. Karen Revisited, o la pieza más larga gracias a sus once minutos, remite al Karen Koltrane de A Thousand Leaves y contiene los fragmentos más radicales y vanguardistas del trabajo, que asaltan el tema durante un extensísimo tramo cercano a Cluster y epígonos que ocupa dos tercios largos de aquél. Radical Adults Lick Godhead Style es un corte normal en comparación con su antecesor, incluso ligeramente pegadizo, si bien su sonido se extrema en su parte final, ayudada la banda por los brutales saxos de Jim Sauter y Don Dietrich. Miniatura de disco funk alterado, Plastic Sun cede el sitio a Simpathy For The Strawberry (Stones y Beatles reunidos) para que eche el cierre en una línea experimental y psicodélica no tan acusada como la de Karen Revisited, si bien igualmente espléndida.

Que la grabación haya sufrido un retraso por los ataques del 11 de septiembre al World Trade Center no parece haber afectado al resultado del álbum, pero es cierto que un atentado de semejante magnitud y transcendencia deja su poso, más aún si el estudio donde trabajas está en una calle muy cercana a donde sucedieron los latigazos aéreos y asesinos. La calle que da nombre a Murray Street.


 

lunes, 22 de abril de 2024

Motörizer

La patada en la cara que Runaround Man te da de primeras deja claro que aunque Snaggletooth no sea protagonista de la portada (es solo una de las cuatro imágenes del escudo que vemos entre el nombre del grupo y el título del disco), Motörizer (2008) va a ser un nuevo ejercicio de rock suicida, salvaje y ensordecedor. A veces frenético y hardcore (Rock Out, Buried Alive), otras rebajando la velocidad, acercándose al blues y manteniendo la distorsión y la furia (One Short Life) o llamando al rock and roll fundacional desde sus parámetros metálicos (English Rose), el álbum es una muestra más de que Lemmy y los suyos nunca dejaron el hacha de la electricidad asesina ni quisieron envejecer. Amigos del ruido sin perder de vista la melodía, lo de los autores de Overkill sigue siendo un misterio que ninguna inteligencia artificial podrá desvelar: tres hombres (cuatro al principio) contra el mundo capaces de prender la mecha (su mecha) hasta el último de sus días. Y Motörizer no cede un ápice para corroborar por enésima ocasión que no hubo excepción a la regla en su carrera.


 

jueves, 18 de abril de 2024

El suspense, la supervivencia y la relación del hombre con la naturaleza

Moviéndose entre el thriller y el cine de aventuras, John Boorman edifica un sórdido y violento drama que tiene elementos de dos de sus películas anteriores (A quemarropa, 1967, e Infierno en el Pacífico, 1968), que, junto con Defensa (1972), conforman en mi opinión lo mejor de su interesante filmografía. Así es. El suspense, la supervivencia y la relación del hombre con la naturaleza son constantes de un largometraje que Boorman dirige y produce —ejerciendo ambos roles, dirección y producción, por primera vez en su carrera y asumiéndolo a partir de entonces como una dualidad necesaria y permanente para garantizar la independencia de sus proyectos— sobre una novela de James Dickey que el propio escritor transforma en guion.

La historia de cuatro amigos que, durante un fin de semana, descienden en piragua un río que atraviesa un amplio territorio que va a ser anegado por la construcción de una presa eléctrica sirve para confrontar dos modelos: el urbanita (y supuestamente avanzado) y el rural (y supuestamente atrasado). Ya desde el principio los cuatro hombres se sienten en territorio hostil y primitivo, aunque no por ello todos tengan la misma reacción o las mismas ideas al respecto. Antes de que un hecho escabroso y perturbador precipite la narración hacia el dolor, el caos y el miedo, el espectador asiste a unas escenas muy logradas en las que los protagonistas bajan por los rápidos del río mientras disfrutan de unos paisajes bellísimos. Pero el disfrute de una experiencia feliz se transforma de golpe y porrazo en pesadilla. Es entonces cuando los personajes encarnados por Jon Voight, Ned Beatty, Burt Reynolds y Ronny Cox tienen que decidir si seguir los mecanismos que marcan la ley y el orden o buscar una solución drástica e inmediata que les evite problemas. De aquí hasta el final el relato plácido o relajado devendrá febril y enfermizo, tránsito que la cámara de Boorman acepta con pulso firme e ingeniosas soluciones de puesta en escena, siempre en favor de una claridad expositiva que no rehúya el conflicto, las dudas o las contradicciones: nadie es un santo y, en última instancia, los intereses coyunturales de cada cual parecen imponerse a las consideraciones morales.

No podemos terminar este texto sin hablar del famoso Dueling Banjos que, al comienzo de la cinta, interpretan Drew Ballinger (a quien da vida Cox) a la guitarra y un chaval de la zona con alguna deficiencia al banjo. La escena en sí es genial, la música es una maravilla, pero la historia que les voy a contar es increíble. Grabado por Eric Weissberg y Steve Mandell, el tema fue single de mucho éxito, tanto que obtuvo un disco de oro. Dicho disco lo tenía John Boorman en su casa de Irlanda, de donde lo robó Martin Cahill, un criminal irlandés que fue asesinado por el IRA en 1994. ¿Y quién dirigió una película sobre Cahill en 1998 llamada The General? Sí, lo han adivinado, el autor de la muy dura y notable Defensa que hoy hemos glosado aquí. Había que cerrar el círculo vital mediante la ficción.



lunes, 15 de abril de 2024

Las insufriblemente largas lluvias de otoño

Todo esto y mucho más hace de Sátántangó (1994), el mítico largometraje de Béla Tarr, una experiencia única que pone en jaque la paciencia, el conocimiento y la actitud ante el cine del espectador:

  • La duración extrema de la película: siete horas y media.
  • La lentitud insaciable de sus planos y los sucesos en ellos narrados.
  • La fotografía en blanco y negro.
  • La naturaleza ambigua y asíncrona del relato, aunque las alusiones al fracaso del comunismo en Hungría (y, por extensión, en la Europa del Este) sean evidentes.
  • La ausencia de un protagonista individual, sustituido por uno colectivo.
  • El cuestionamiento (si no el rechazo) del antropocentrismo habitual del celuloide: animales, plantas, paisajes y cosas llegan a tener una importancia similar a la del hombre.
  • La sordidez de la historia, de los personajes y de los lugares donde transcurre la acción.
  • La climatología adversa, constantes "las insufriblemente largas lluvias de otoño", que dice el repulsivo personaje del doctor en voz en off al final de la cinta.

Todavía fabricará su creador tres largometrajes más, igualmente radicales y lúgubres pero menos extensos: Armonías de Werckmeister (2000), El hombre de Londres (2007) y El caballo de Turín (2011), las tres en colaboración con su mujer Ágnes Hranitzky.

¿Y aún dicen que Pulp Fiction renovó el cine aquel año estando Exotica (Atom Egoyan), Vania en la calle 42 (Louis Malle), A través de los olivos (Abbas Kiarostami) o la pantagruélica obra maestra del autor de La condena (1988)? ¿Originalidad la de Tarantino frente a la de Tarr o pereza, comodidad y lugares comunes del crítico y del aficionado acostumbrados a un lenguaje mayoritario impuesto por una industria mayoritaria? Que conteste quien quiera, pueda o se atreva.



jueves, 11 de abril de 2024

Un adiós recogido y emocionante

Aunque en los años setenta había entregado trabajos de la talla de Fat City (1972) y El hombre que pudo reinar (1975), la década había heredado la irregularidad de la anterior y a su vez la traspasaría a la siguiente. Sin embargo, John Huston quiso despedirse del cine y de la vida (difícil separarlos en su caso, lean su inolvidable libro de memorias A libro abierto y sabrán de qué les hablo) con la más estilizada demostración de su arte, una conmovedora adaptación escrita por su hijo Tony del relato de James Joyce Los muertos titulada en España como el libro que lo albergaba, Dublineses (1987).

A punto de morir (tuvo que rodar la película en silla de ruedas), Huston dirige con una sencillez deslumbrante una obra de cámara rodada prácticamente en un solo escenario y de solo ochenta minutos de duración. La reunión un 6 de enero de principios del siglo XX en una casa de Dublín de varias personalidades de la ciudad en una fiesta tradicional es contada por su autor con una puesta en escena diáfana, preocupada por informar con claridad de los hechos y de la relaciones que ahí se establecen pero extendiendo, al mismo tiempo y sin entrar en contradicción, el misterio de la existencia humana. Todo (y nada) se sabe; nada (y todo) se oculta. Asistimos a reencuentros, conversaciones, canciones, discusiones, cenas y demás convenciones relacionadas con los eventos sociales. Lo que subyace bajo estas convenciones va a esperar a los últimos minutos del largometraje, sin que ello suponga una explicación o una respuesta.

Gretta Conroy (Angelica Huston, la otra hija del director), la mujer del sobrino de una de las mujeres que ofrece la fiesta, y ya en su habitación un vez acabada ésta, cuenta a su marido la triste historia de un amor de juventud que uno de los invitados le ha recordado al cantar al final de la velada The Lass Of Aughrim. La reflexión existencial que encierran sus palabras, el rostro del marido mirando por la ventana, su voz en off y unas imágenes de paisajes irlandeses —sin mayor artificio— saturan el film de emoción hasta quitar el aliento al espectador sensible. Las máscaras caen, la ficción comunitaria y la ficción artística se desvanecen, la vida —una vida— es un soplo en la inmensidad de la historia y del universo. Termina Dublineses, termina la poesía de sus fotogramas, termina el tiempo de su director. Termina todo y todo vuelve a empezar. Simplemente eso… o no.


 

lunes, 8 de abril de 2024

El calor y la turbiedad

Coguionista de El imperio contrataca (Irving Kershner, 1980) y En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), dos de los grandes éxitos del cine de la década, Lawrence Kasdan debuta como director también en 1981 con una muy notable revisión del clásico del cine negro de Billy Wilder y 1944 Perdición. Apoyándose en un guion de factura propia e impecable estructura, Kasdan pone en escena con una cámara sobria que añade matices en cada plano —creatividad elegante que trabaja para el relato con humildad pero latente— una historia de crimen, pasión y erotismo en la que los cuerpos de William Hurt y Katkleen Turner son tan importantes como sus actuaciones. Presencias sexuales que depredan la pantalla y de las que se aprovecha el autor de El turista accidental (1988) para construir un mundo inmoral de mujeres fatales, hombres utilizados, dinero e intereses personales. No se trata aquí de ser bueno o malo —dicotomía estúpida donde las haya pero básica en nuestra realidad judeocristiana—, sino de ser más hábil o más inteligente. En un entorno caluroso del estado de Florida, la constante temperatura tórrida acentúa la turbiedad de lo narrado: no hay escape del calor, no hay escape de la perversidad. Por mucho que escuchemos la palabra amor o pueda parecer que hay sentimientos reales, nada de eso se desprende de las imágenes de Lawrence Kasdan, quien asimila la inquietud y la negrura de los modelos fílmicos de los años cuarenta y cincuenta —los definitivos del género—, adaptándolas a su época y otorgándoles su mirada. El inicio de una carrera que dará cintas muy interesantes, demostrando que el talento desarrollado en Fuego en el cuerpo no era casualidad.

 

 

jueves, 4 de abril de 2024

Apple

Comentaba al hablar de Shine, el epé con el que debutaba Mother Love Bone, que el grupo de Seattle y exigua existencia había sido el nexo entre el sleaze y el grunge, afirmación que su único elepé, Apple (1990), confirma. Su cantante, Andrew Wood, había muerto meses antes de su publicación con solo veinticuatro años, dejando un cadáver joven, una leyenda del rock and roll y un interrogante sobre lo que habría sido el futuro segado de la banda. Su bajista, Jeff Ament, y uno de sus dos guitarristas, Stone Gossard, formarían Temple Of The Dog y conocerían el estrellato con Pearl Jam, pero eso tampoco resuelve una cuestión que es pura especulación, así que atengámonos a las trece canciones que, en versión compact disc, traía el plástico.

Musculosas y melódicas, las composiciones que Mother Love Bone pone en escena con rotundidad llevan claros ecos de Aerosmtih, Led Zeppelin, Guns N' Roses y otros clásicos del hard rock setentero y ochentero, si bien desde una perspectiva nada complaciente o imitadora sino personal y creativa. Aunque sean la distorsión y la potencia las que dominen también hay espacio para las baladas como Stargazer, Man Of Golden Words, Gentle Groove y, sobre todo, la que culmina el trabajo. Conocida ya por hacer tándem con Chloe Dancer en el mencionado Shine, Crown Of Thorns se presenta aquí sola pero igualmente emocionante —emoción que desborda la música, que resbala sobre el sonido— en una despedida que lo es por igual de Apple que del pobre Andrew Wood y su "corona de espinas". Solo nos queda nombrar la guitarra solista de Bruce Fairweather y la batería de Greg Gilmore para completar este texto y el adiós a quien lo dio todo en vida aunque, en última instancia, la heroína fuera más fuerte que él.

lunes, 1 de abril de 2024

En la guía, en el listín

Con varios singles y un espléndido epé a sus espaldas (Branquias bajo el agua), Derribos Arias publicaba en 1983 el que sería único elepé de una breve pero necesaria carrera: En la guía, en el listín. Un disco que incide en las coordenadas post punk que el grupo de Poch y Alejo Alberdi venía desarrollando desde sus inicios, post punk que tiene dejes no wave y noise rock pasados por el tamiz provocativo, histriónico e incluso enajenado de su cantante. Escuchen, por ejemplo, la versión del Lonesome Cowboy Bill (Pobre Cowboy Bill al volcarse al castellano) de la Velvet, el minimalismo electrónico de Lo que hay, la patada punk de Intima decoración, el rock crudo de Crematorio ("En Auschwitz te hacen jabón" es un verso inimaginable hoy en día) o la performance que cierra el álbum mediante cinco minutos y medio de atmósferas en las que la música concreta y el pop disonante de cámara aúnan esfuerzos bajo el nombre de la banda (Derribos Arias se llama la canción, sí), y tendrán las claves de un trabajo alucinógeno al que es complicado encontrar parangón en el rock español. Pero es que sus autores transitaron caminos personalísimos que es casi inútil clasificar y hasta glosar, por mucho que hoy aquí lo hayamos intentado. En la guía, en el listín, eso sí, no puede faltar en su colección.