martes, 29 de agosto de 2017

On The Town With The Oscar Peterson Trio


En las notas para la reedición en 2012 del clásico On The Town With The Oscar Peterson Trio —grabado en julio de 1958 en el Town Tavern Club de Toronto—, Alan Guntry escribía que "Un trío compuesto por piano, guitarra y contrabajo (en contraposición a la habitual formación de piano, contrabajo y batería) ha sido siempre una rareza". Sin embargo, como el propio Guntry resalta, hay antecedentes históricos en los que Oscar Peterson, Herb Ellis y Ray Brown "encontraron inspiración", tríos de la misma naturaleza encabezados por músicos de la talla de Nat King Cole o Art Tatum.


La del fantástico trío de Peterson quedaba medida y registrada en vivo y en el país del pianista en su último año de existencia —Ellis se iría y Ed Thigpen le sustituiría, haciéndose cargo de la batería y normalizando el grupo —, incluidas las voces y los sonidos del público asistente al local. Swing, blues y cool jazz (sí, también algo de bebop, pero menos) son manejados con autoridad por nuestros protagonistas, cuya técnica sobresaliente es supeditada a la emoción sin que la primera vea rebajada su integridad. Una de las cosas que más llama la atención de los siete cortes del elepé original (doce en la ampliación digital) es que ninguno de los miembros del trío pierde el pulso en instante alguno, subyaciendo una férrea tensión interpretativa bajo unas formas artísticas agradables, incluso ligeras al oído. Que una aparente placidez sonora esconda miles de sutilezas y complejidades no es novedad, claro, pero no es innovación —importa, y mucho, en este caso que el material escogido sea ajeno, además del tipo y su tratamiento— lo que venden el piano de Peterson, la guitarra de Ellis y el bajo de Brown, sino sabiduría, distinción y elegancia. Las de tres maestros de sus respectivos instrumentos, bien fuera en el estudio o, como aquí, en directo sobre el imagino coqueto escenario del Town Tavern hace ya casi seis décadas.

lunes, 14 de agosto de 2017

Ram


Vapuleado por buena parte de la crítica en el momento de su publicación, el segundo disco en solitario de Paul McCartney es a día de hoy y en mi opinión el  mejor álbum parido por un ex beatle junto con los debuts de John Lennon y George Harrison. Solo la ceguera, el sectarismo o los prejuicios pueden denostar una obra tan lúcida y hermosa como Ram, editada en 1971 a nombre de Paul y su mujer Linda. Los ecos de los cuatro de Liverpool resuenan en las canciones pergeñadas por McCartney y sus compañeros, demostrando recíproca e indisoluble la influencia de los Beatles en él y de él en los Beatles.


El pop sobresaliente del elepé —a equipar con el que facturan los Beach Boys ese mismo año para Surf's Up— mira a Let It Be y Abbey Road mucho más que John Lennon/Plastic Ono Band y All Things Must Pass, no porque el peso específico de Lennon y Harrison fuera menor dentro de los autores de Revolver, sino porque en McCartney parece quedar una nostalgia —nostalgia que no se ha de confundir con el espíritu del cuarteto— de la que los otros rehúyen. Sea una cosa o la contraria —cortar por lo sano u honrar el pasado reciente—, las composiciones que conforman Ram y su cristalización definitiva son concluyentes: aquí el talento desborda.

El plástico vive de una variedad que recuerda a la del Wbite Album, alimentada por la habilidad de McCartney para pasar del folk a las baladas y de ahí al rock and roll y de utilizar diferentes arreglos instrumentales para significar las diferencias entre los temas. Guitarras acústicas y eléctricas, voces, bajo, batería, piano, ukelele, fiscorno y orquesta son los encargados de sonorizar y matizar las ideas de por sí geniales de Paul y Linda. Confesándome admirador sin ambages de todas las canciones, debo admitir que los cinco largos minutos de Monkberry Moon Delight y los cuatro de la inicial Too Many People suman los casi diez que más me excitan del disco; y, dentro de ellos, la pasión con la que son cantadas las tres palabras del título en Monkberry Moon Delight y los solos de guitarra eléctrica de Hugh McCracken como contraste a la acústica de David Spinozza que manda en Too Many People suponen para mí los instantes privilegiados de un trabajo que es un privilegio en sí mismo. Si bien su anterior y primer elepé y un par de ellos después con los Wings son también excelentes, ninguno refleja la enormidad de Paul McCartney como Ram. Brillando como los Stones o Led Zeppelin aquel 1971.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Led Zeppelin II


Padre de los riffs de Smoke On The Water y Highway To Hell e hijo de los de You Really Got Me y Foxy Lady —entre otros tantos posibles—, el de Whole Lotta Love abre inconfundible y explosivo el segundo y extraordinario elepé de Led Zeppelin, publicado meses después de que el grupo hubiera asombrado al mundo con un debut no menos antológico. Pero no solo es el riff, claro. Es el bajo de John Paul Jones, la percusión sincopada de John Bonham, la voz sexualmente imperativa de Robert Plant, el largo trompo psicodélico en medio de la canción, el solo de la guitarra de Jimmy Page cuando aquél acaba, el grupo roqueando conjuntamente, el blues que sobrevuela toda la interpretación y la polémica apropiación del You Need Love para atestiguarlo… Es todo eso y más lo que hace de Whole Lotta Love una experiencia única y un inicio incendiario para un disco que no va a decaer.


What Is And What Should Never Be va y viene del susurro psicodélico de raíces blues y cadencia bossa nova al hard rock. The Lemon Song es uno de los momentos privilegiados del álbum, seis minutos de magia en el estudio —parcialmente improvisada— que alimenta su belleza de la conjunción, y no antítesis, de la rítmica funk de Jones y Bonham y la melódica sexualidad de Plant y Page, partiendo ambas del Killing Floor de Howlin' Wolf. Thank You cierra la primera cara con una balada a emparentar con el Your Time Is Gonna Come del primer plástico del dirigible, siendo el elegante órgano de John Paul Jones nexo obvio y prominente entre ambas canciones.


Heartbreaker se encarga de que la segunda cara se inicie con un puñetazo de rock duro y plasticidad infinita que los hermanos Young tuvieron que escuchar muchas veces antes de fundar AC/DC. Living Loving Maid es un tema corto, preciso y rápido que no abandona la potencia, cosa que sí hace Ramble On en su comienzo acústico. Y digo comienzo porque no van a tardar en aparecer las guitarras distorsionadas de Jimmy Page. Eléctricas o no, son éstas las protagonistas espléndidas de un corte asimismo marcado por la doble percusión de Bonzo, la de su batería y la de lo que sea que toque cuando las texturas folk mandan. Es Bonham también quien, casi de principio a fin, domina Moby Dick, convirtiendo la mítica novela (y ballena) de Herman Melville en un solo de batería —manos y baquetas en acción— del que han bebido miles de músicos, especialmente en directo. Y así llegamos a Bring It On Home, blues acústico que torna hard rock y ejemplo sencillo de cómo Led Zeppelin fue parte creadora del heavy metal, haciendo duro y progresivo el género del que todo nace. Expansivo y poderoso punto y final, pues, del segundo disco que la banda británica editaba en 1969, una colección de canciones claramente diferenciadas entre sí pero unidas por su apabullante calidad, más allá de que la primera sea la de mayor referencia universal. Una calidad que hasta su sexto y doble álbum —Physical Graffiti— se mantendrá incólume para hacer de sus autores uno de los pocos grupos absolutamente imprescindibles de la historia del rock and roll.

lunes, 7 de agosto de 2017

The Ivory Hunters. Double Barrelled Piano


Entre las dos sesiones de grabación que darán lugar a Kind Of Blue, Bill Evans registrará el 12 de marzo de 1959 un elepé muy poco conocido pero la mar de curioso en el que Bob Brookmeyer replicará al piano del autor de Waltz For Debby con otro piano, apartando el trombón que había portado al estudio para hacerlo. Así es. La inopinada idea del productor Jack Lewis —ocurrencia en toda regla— será la responsable de un cuarteto formado por dos pianos, un contrabajo (Percy Heath) y una batería (Connie Kay), algo realmente inusual en la historia del jazz. (Entendiendo además, y que me perdonen Jimmy Knepper, Curtis Fuller o el propio Brookmeyer, que el trombón tampoco es el instrumento más habitual en el género.)

Aunque no hallamos aquí al Evans de Portrait In Jazz o Explorations o al que colabora con Miles Davis, Cannonball Adderley, Oliver Nelson o Jim Hall, pues el calado emocional es menor, la interacción entre ambos pianistas funciona muy bien y los seis temas que tocan se escuchan con placer. Clásicos todos ellos de los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX, es en la versión del As Time Goes By donde la melancolía tan característica de Bill Evans —asumiendo la de Humphrey Bogart en Casablanca— lleva al disco a su momento más hermoso, cruce de notas románticas que dibujan la contradicción del amor, al alimentarse éste por igual —y exacerbadamente— de la angustia y la esperanza. Lo que queda claro atendiendo a cualquiera de los cortes es que la música "completamente improvisada" que nos llega desde los surcos del plástico, como indicaba Ira Gitler en las notas originales, está interpretada por cuatro artistas técnicamente irreprochables, capaces de crear un flujo sonoro de varios minutos —seis, siete, ocho— a partir de un gesto, una mirada o una palabra.

La fea portada del álbum  —llámese kitsch, llámese hortera, llámese como se quiera— puede alejar, a pesar de los nombres impresos en la misma, al hipotético comprador de The Ivory Hunters. Double Barrelled Piano, pero las bondades que alberga, una vez obviado ese elefante que engancha con sus colmillos a Evans y Brookmeyer y separa con su trompa título y subtítulo, hacen olvidar rápidamente la superficie para centrarnos en sus notables hallazgos. Los de un cuarteto muy poco convencional cuya estructura apenas ha sido repetida si bien sus posibilidades —a la vista queda— son enormes.

viernes, 4 de agosto de 2017

The Grand Wazoo


En 1972, después de la famosa agresión que sufre en un concierto, Frank Zappa graba dos álbumes de jazz mientras se recupera de sus dolencias. Registrado a la par que Waka/Jawaka, pero publicado unos meses más tarde, The Grand Wazoo sigue la línea instrumental que en 1969 Zappa marca para su carrera con el glorioso Hot Rats. Rodeado por un buen número de intérpretes excelentes que ha asimilado la locura de su jefe —The Mothers, entre los que destacan el mítico baterista Aynsley Dunbar, los teclistas George Duke y Don Preston y el propio guitarrista que los lidera—, el autor de Sheik Yerbouti pone en pie una big band en la que —digamos, entendámonos— Count Basie se embadurna de los sonidos del Art Ensemble Of Chicago, el Miles Davis eléctrico y el primer Weather Report. Que Zappa se halle en un terreno en el que se aviste, por un lado, el clasicismo, y, por otro, la vanguardia eléctrica y free y el rock progresivo no resta personalidad o modernidad a su propuesta, y no hay más que pulsar el play o pinchar el plástico para corroborarlo. Vientos, percusiones y los instrumentos arriba nombrados conspiran para que las melodías amigas de la disonancia y la fanfarria traídas por Frank Zappa sean convenientemente puestas en escena y prolongadas por improvisaciones que casen con el concepto buscado. El resultado final es excelente y muy, muy sugestivo, pues a cada nueva escucha (y más si éstas son espaciadas) parece tornar The Grand Wazoo un elepé nuevo. Y nos sirve para reafirmar la idea —agarrándonos a cada uno de los cinco temas que lo conforman— de que seguir etiquetando a su creador como un músico rock está totalmente fuera de la realidad. Músico a secas, y de los mejores del siglo XX.

martes, 1 de agosto de 2017

Medicine Show


No hay en el conjunto de Medicine Show (1984) una perfección como la del anterior, primer y magistral álbum de Dream Syndicate, The Days Of Wine And Roses. Sin embargo, conforme avanza, el disco va recuperando todas las virtudes del grupo hasta dar con una segunda cara sobresaliente que ya anticipa el último corte de la primera: Bullet With My Name On It. Es entonces cuando los temas se alargan para no bajar en ningún momento de los seis minutos y dejar que las guitarras martilleen una electricidad digna de Neil Young y Lou Reed y punzante como el sonido del autor de Ascension, homenajeado durante cerca de nueve minutos en la que quizá sea la mejor canción del cuarteto: John Coltrane Stereo Blues.

Y no es que el material con el que se ha abierto Medicine Show sea de segunda división, no me malentiendan. Daddy's Girl o Burn son temas muy notables, de los que servidor disfruta como un niño, pero la exuberancia y las maneras de The Medicine Show, el mencionado recuerdo al inigualable John Coltrane y Merrittville —balada eterna que invade el territorio de Crazy Horse para marcarlo con la huella de Steve Wynn y Karl Precoda— se elevan por encima del resto del elepé, plasmando y corroborando la clase de un cuarteto que pocos rivales tiene a la sazón en el mundo del rock and roll.

La ausencia de Kendra Smith —sustituida por Dave Provost—, el paso a A&M y la producción de Sandy Pearlman traen un sonido diferente al plástico (más de la época, por así decirlo), pero no dañan significativamente el discurso de Dream Syndicate, en especial en los cuatro temas ya mencionados, allí donde la banda copula larga y extáticamente con la distorsión y convierte en poesía las notas que toca. La poesía de un grupo que supo alargar la vida de la música ideada por Chuck Berry sirviéndose de nociones y planteamientos personales cuando ya parecía que todo estaba dicho. Mayor mérito que cuando —unos lustros atrás— el terreno todavía era virgen para inventar. Aunque si suena "algo de John Coltrane en el estéreo, nena", las cosas siempre serán más fáciles.