Entre la lección de pintura y el melodrama, entre el documental de enseñanza y la ficción cinematográfica. Ahí es donde se sitúan las colosales cuatro horas de La bella mentirosa (1991), dirigida por un Jaques Rivette en estado de gracia, radical hasta la extenuación y con un manejo de la puesta en escena de extraordinaria elegancia. Aunque existe una versión (Divertimento) que dura la mitad y "sacrifica sobre todo los largos primeros planos de la mano de Bernard Dufour pintando, autor de los diseños y cuadros que aparecen en la película, pero también incluye algunas escenas que no aparecen en la original", como explica Augusto M. Torres en su esencial diccionario de cine, es en la extensa y primera donde la fusión a la que aludo cobra su sentido y da toda su originalidad al largometraje. Compuesto principalmente por planos fijos, cuando la cámara se mueve con sutileza realza la exactitud técnica de Rivette para reformular la imagen y/o modificar la posición que ocupan los personajes en la pantalla, en la narración, en su evolución dramática y en su vinculación con el proceso creativo. La alambicada relación entre el pintor, la modelo —sobresalientes Michel Piccoli y Emmanuelle Béart— y las parejas de ambos es perfectamente descrita y detallada a la vez que vemos cómo un pintor realiza su trabajo —cuadernos, plumas estilográficas, lienzos, bastidores, pinceles, pintura…—, momentos didácticos en los que el sonido cobra mucha importancia. En este sentido, el film tiene similitudes con otra obra maestra que un año después estrenará Víctor Erice, El sol del membrillo, si bien la amalgama de documental y ficción del director vasco va más allá, o juega en otro terreno que el del francés. Sea como fuere, y basada en el cuento de Balzac La obra maestra desconocida, La bella mentirosa es, sin duda, una de las películas más personales y logradas del cine de finales del siglo XX, ajena a conceptos industriales o comerciales sin tampoco resultar ininteligible.