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lunes, 14 de octubre de 2019

Vileza y redención de un policía


Pocos seres tan viles como El teniente corrupto soberbiamente encarnado por Harvey Keitel en la película dirigida en 1992 por Abel Ferrara. Adicto a las drogas, el juego y el sexo, el teniente sin nombre es un tipo despreciable ajeno a su profesión y centrado en sus vicios y sus más bajos instintos. Ferrara lo retrata sin conmiseración alguna, pero tampoco su figura es ensalzada. El grano logrado por la emulsión fotográfica, aliado con una planificación seca y poco invasiva, potencia el ambiente sórdido en el que se mueve el policía (camellos, putas, violadores, drogadictos…) y las escenas escabrosas de las que es protagonista. La miseria humana desfila sobria ante nuestros ojos, hija de una normalidad espeluznante que si no arrastra a quienes la viven a las cloacas es porque ya están en ellas. Que el teniente busque redimir su conciencia de antiguo católico gracias a una monja que ha sido vejada por dos hombres puede ser un hecho discutible, pero nada mejora o soluciona. La cámara de Ferrara sigue igual de impertérrita para mostrar que al infierno le es indiferente la vida o la muerte.


Considerada su mejor obra (desde luego es superior a las otras cuatro películas que yo he visto de él, todas posteriores y de la misma década: Body Snatchers, The Addiction, The Funeral, The Blackout), la cinta de Ferrara debe su categoría, por encima de su notable puesta en escena, a la actuación de Harvey Keitel (o el nihilismo hecho carne), quien se consolidará como uno de los grandes intérpretes de su generación tres años más tarde, al trabajar para Wayne Wanng y Theo Angelopoulos, respectivamente, en la brillante Smoke y en la extraordinaria La mirada de Ulises. El único defecto que achacar a El teniente corrupto sería todo lo relacionado con la agresión sexual sufrida por la religiosa y el acto de redención a ella vinculada. No es que no encaje en la trama o no me cuadre con el carácter del policía (no soy ni quiero ser psicólogo), sino que no me convence la manera en la que es mostrado. Las imágenes de la violación, el interrogatorio a la monja o el arrepentimiento de nuestro hombre en la iglesia tienen un aire de irrealidad —buscado ex profeso con toda seguridad— que no encajan con el tono sucio, callejero y realista del resto del largometraje; merma ésta que hace que no hablemos de una obra maestra, sino de un trabajo muy bueno de un director que, aquí por lo menos, no deja indiferente al espectador. Dureza, dureza y más dureza.