
Considerada su mejor obra (desde luego es superior a las otras cuatro películas que yo he visto de él, todas posteriores y de la misma década: Body Snatchers, The Addiction, The Funeral, The Blackout), la cinta de Ferrara debe su categoría, por encima de su notable puesta en escena, a la actuación de Harvey Keitel (o el nihilismo hecho carne), quien se consolidará como uno de los grandes intérpretes de su generación tres años más tarde, al trabajar para Wayne Wanng y Theo Angelopoulos, respectivamente, en la brillante Smoke y en la extraordinaria La mirada de Ulises. El único defecto que achacar a El teniente corrupto sería todo lo relacionado con la agresión sexual sufrida por la religiosa y el acto de redención a ella vinculada. No es que no encaje en la trama o no me cuadre con el carácter del policía (no soy ni quiero ser psicólogo), sino que no me convence la manera en la que es mostrado. Las imágenes de la violación, el interrogatorio a la monja o el arrepentimiento de nuestro hombre en la iglesia tienen un aire de irrealidad —buscado ex profeso con toda seguridad— que no encajan con el tono sucio, callejero y realista del resto del largometraje; merma ésta que hace que no hablemos de una obra maestra, sino de un trabajo muy bueno de un director que, aquí por lo menos, no deja indiferente al espectador. Dureza, dureza y más dureza.