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lunes, 1 de enero de 2024

El adiós de John Wayne de la mano de Don Siegel

Desde los primeros planos que recogen imágenes de un John Wayne más joven en películas antiguas podemos intuir que El último pistolero (Don Siegel, 1976), último largometraje protagonizado por el mítico actor estadounidense, va a funcionar en dos niveles: el de ficción, o el de la historia que se nos va a contar, y el metacinematográfico, o el del homenaje y la despedida a un tótem indiscutible del séptimo arte. El carácter radical e inequívocamente crepuscular que Siegel confiere al trabajo y la presencia de Lauren Bacall y James Stewart potencian dicha dualidad, de la que resulta difícil evadirse.

Situada en 1901, o el arranque del siglo XX, en el pueblo natal J.B. Books (al que regresa a punto de morir de cáncer el pistolero que encarna Wayne), cuando el viejo oeste empieza a menguar y a ser sustituido por un nueva sociedad en la que hay agua corriente, electricidad, tranvías (todavía tirados por caballo, eso sí) e incluso incipientes automóviles, como el que mira significativamente —un mundo que se va, otro que llega— Books al final del film, la película avanza sobria y sin premura hacia un desenlace que se presume fatal. Si asistimos a un universo romántico, cruel y salvaje que se deshace para ser sustituido por otro en que la ley, el orden y la vulgaridad se impongan, también lo hacemos a una forma de hacer cine que se volatiliza, pues detrás de Wayne es imposible no ver a John Ford, a Howard Hawks y a una industria tremendamente idiosincrásica que ha dejado de existir. Sin embargo, dentro del tono dramático hecho de pequeños detalles y rostros cansados se cuela un sentido del humor siempre necesario para compensar la tristeza implícita y explícita, algo habitual en el autor de Harry el sucio (1971).

Las muertes física (en la pantalla) y artística (en la realidad y que cobra su sentido absoluto el 11 de junio de 1979, fecha de su deceso) de John Wayne van de la mano, no se pueden separar. El peso de su trayectoria, su impronta extraordinaria se funden con el relato de Don Siegel, modesto pero bien trabado y emocionante, mientras el vocablo adiós se pronuncia silente en nuestra cabeza. Fueras o no un nazi, como cantaba M.D.C., aquí y ahora te recordamos en tu caballo o con tu pistola en Centauros del desierto (Ford, 1956), Río Bravo (Hawks, 1959) y, por supuesto, en El último pistolero.



lunes, 22 de junio de 2020

Nadie se fuga de Alcatraz


De las cinco películas que nacen de la colaboración entre Don Siegel y Clint Eastwood, es la última de ellas la más conseguida, Fuga de Alcatraz (1979), y una de las que mejor ha envejecido del irregular director de Chicago. El subgénero de cine carcelario, en el que Siegel ya se había fogueado: Motín en el pabellón 11 (1954), tiene entre sus varias ramificaciones la de las fugas como una de las más destacadas. ¿Quién no comprende al preso que, independientemente de la gravedad del delito por el que cumple condena o la repugnancia particular que nos cause, quiere huir de un encierro prolongado en un lugar hostil e incompatible radicalmente con la libertad e incluso la vida?


La primera virtud que tiene Fuga de Alcatraz es la de no arrodillarse ante la gran obra maestra de los filmes de huidas de prisión*, La evasión. La minuciosidad y el realismo logrados en 1960 por Jacques Becker (imagen, sonido y actuaciones de exacta sobriedad) no están a la altura de nadie, pero el trabajo de puesta en escena de Siegel es realmente admirable y digno en su precisión y contención del cineasta francés. El autor de La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) planta su cámara en el interior de la mítica cárcel californiana para contarnos la historia verdadera de Frank Morris, bien interpretado por Eastwood. Siegel hace un continuo y completo análisis del espacio que habita Morris, planificación geométrica que, junto con la fotografía de Bruce Surtees, nos ayuda a conocer y profundizar en el entorno en que se mueve el protagonista y los secundarios que tan bien y concisamente describe el guion de Richard Tuggle. El ambiente de la prisión se plasma con pausa y equilibrio, y aunque es cierto que el alcaide no sale bien parado, no hay un intento de ensalzar o criminalizar a los reclusos, sino de mostrarnos su realidad. Desde un primer momento el espectador sabe que Morris ha intentado escaparse de otras prisiones y que Alcatraz, a pesar de la fama de su hermetismo insuperable, no va a ser excepción. Es por ello que la elaboración física de la fuga acaba cobrando absoluto protagonismo: cucharas, cortaúñas, taladros, pinceles, pintura y papel de periódico se convierten en instrumentos de una liberación hábilmente ideada y contada con detalle. Acciones y comportamientos se imponen a una inmersión psicológica que podría haber destrozado la película, si bien su autor rechaza dicho peligro desde el principio sin que por ello los personajes nos parezcan marionetas sin personalidad.


Como es sabido, los cuerpos de Frank Morris y sus dos compañeros de escape nunca fueron encontrados y se les dio por oficialmente muertos, lo que no es óbice para que Don Siegel sea ambiguo al respecto —valiéndose de un simbólico crisantemo— en el final del largometraje. Solo dos más dirigiría Don Siegel después de éste que hemos glosado, dejando una obra desigual pero capaz de logros como los mencionados o Al borde de la eternidad (1959), Comando (1962), Código del hampa (1964) y, también con Clint Eastwood, El seductor (1971). Un director, en fin, al que, no pudiendo situar en la primera división, sería injusto olvidar o ningunear.

*No tengo en cuenta Un condenado ha muerto se ha escapado (1956), pues las intenciones de Robert Bresson hacen de la fuga mero instrumento o MacGuffin de ascesis.