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lunes, 9 de enero de 2017

Brothers And Sisters


La vida sigue. Muerto Duane Allman el año anterior, muerto Berry Oakley en plenas sesiones de grabación en noviembre de 1972, Brothers And Sisters (1973) no iba a dejar de ser el cuarto elepé en estudio —entremedias esa delicatessen doble en directo llamada At Fillmore East— de la Allman Brothers Band. Y para muchos el mejor. Totalmente lógico: compuesto —a pesar de los sinsabores vividos— de siete canciones geniales y beatíficas para quien las escucha, fuentes sin par de placer y armonía, hechas de riqueza instrumental y habilidad compositiva, y a las que no se puede poner un solo pero, Brothers And Sisters se erige como un clásico del rock de los años setenta, pero es sobre todo una mirada amplia y fascinante a la música norteamericana que en ningún momento suena rancia o demodé.

Plena vida, pleno presente, Wasted Words ejemplifica desde un principio esa puesta al día de la tradición acometida por la banda y la plenitud creativa de sus miembros. Escrita por Greg Allman y comandada por la soberbia slide de Dickey Betts, la canción es un espléndido blues rock sureño interpretado con gusto exquisito y una autoridad arrebatadora. Ramblin' Man lleva al grupo al mundo del country de la mano de Betts, pero a su vez lo adapta a su universo improvisador, dinámica que invade la segunda mitad del tema mediante —fundamentalmente la potencia expansiva de las guitarras solistas de su autor y Les Dudek y las baterías de Butch Trucks y Jaimoe. Si en estas dos primeras piezas Berry Oakley toca el bajo (lo que las hace aún más emotivas), en Come And Go Blues es ya Lamar Williams el encargado de las cuatro cuerdas. Funk progresivo debido a Greg Allman, hablamos de un corte cuya atmósfera delicada lo hace diferente a los temas que le rodean manteniendo intacta la calidad—, pero cuya suavidad enlaza a las mil maravillas con la versión de Jelly Jelly, blues lento y delicioso en el que se suceden fantásticos los solos de órgano, piano y guitarra de Greg Allman, Chuck Leavell y Dickey Betts respectivamente.

La segunda mitad del plástico es habitada por tres composiciones de Betts tan sobresalientes como las que hemos comentado hasta ahora. Southbound es una formidable colisión de funk y blues que rebosa feeling en su impecable ejecución, la misma de la que disfrutamos en Jessica, fantasía instrumental que probablemente sea lo más famoso del repertorio de la Allman Brothers Band. Tras este tour de force de siete minutos, el grupo culmina el álbum abandonando la electricidad y saboreando las texturas acústicas del hillbilly y el honky tonk en Pony Boy, cierre que entronca con esa Norteamérica que alimenta el imaginario del grupo de los hermanos Allman (hermano a secas por desgracia), nacido en la era del rock and roll pero amamantado y solidario con todas las formas musicales que dieron lugar al arte de Chuck Berry, de los Stones o de los Sonics. Un grupo único y esencial que en Brothers And Sisters sonaba en todo su esplendor.

lunes, 22 de febrero de 2016

At Fillmore East


Que la Allman Brothers Band solo hubiera publicado dos elepés antes de editar su mítico doble en vivo At Fillmore East de 1971 no significaba abuso comercial por parte de su compañía, sino el deseo del grupo de plasmar en plástico una personalidad expansiva que en el estudio no podía quedar reflejada más que parcialmente. Hay pistas que ya desde los créditos nos invitan a imaginar algo así: de los siete temas que encontramos cinco no pertenecen a los dos álbumes previos, tres superan los diez minutos y cuatro son versiones. Pero las pistas son borradas por las evidencias conforme la música avanza; al sexteto de los hermanos Allman le pasa sobre las tablas lo que a Led Zeppelin: es otra banda.


Statesboro Blues y Done Something Wrong, los dos cortes iniciales, anuncian tímidamente la transformación (el segundo con la obsesiva armónica de Thom Doucette como invitada), pero es a partir de Stormy Monday cuando la el grupo empieza a desmelenarse. El blues de T-Bone Walker se alarga hasta los casi nueve minutos, que se quedan en nada si los comparamos con los cerca de veinte de You Don't Love Me, composición de Willie Cobbs donde las guitarras de Duane Allman y  Dickey Betts, las baterías de Jaimoe y Butch Trucks (crucial duplicidad en la percusión y el empuje de la banda), las teclas de Gregg Allman y el bajo de Berry Oakley entran en trance melódico y rítmico delante de un público neoyorquino fagocitado por las ondas jam que envían los instrumentos. Un breve instrumental (en comparación con lo que va a venir), Hot 'Lanta, introduce las dos piezas que ocuparán el resto del segundo elepé. La primera es una colosal lectura de la asimismo instrumental In The Memory Of Elizabeth Reed, que en directo duplica su duración en Idlewild South. El tema de Dickey Betts se convierte en un colosal tour de force que se sirve del jazz (Miles Davis y John Coltrane en concreto) para generar un excitante crescendo protagonizado por unas guitarras que echan fuego pero en el que órgano y base rítmica no se quedan atrás en potencia y musicalidad. Sumergida en el exceso, la Allman Brothes Band pone fin al disco cuadruplicando los cinco minutos largos y originales de Whipping Post  que se hallan en su debut —escritos por Greg— y llevando a los espectadores al orgasmo estético y colectivo. El rock progresivo, el jazz, el blues y la psicodelia tienen cabida en esta larguísima improvisación que se aleja del motivo central en busca de esos sonidos libres —ya furiosos, ya relajados— que el artista sensible y cultivado labra fuera de las convenciones, los prejuicios o las predeterminaciones.


La publicación de Eat A Peach un año después hará saber a quien no estuvo allí que en aquellas actuaciones del 12 y 13 de marzo de 1971 de las que se alimenta At Fillmore East, la Allman Brothers Band había ido más lejos (en duración, que no en espíritu o creatividad) al llevar por encima de la media hora la Mountain Jam basada en el There Is A Mountain de Donovan. Detalle interesante aunque no cambie o mejore la extraordinaria impresión —conmoción para quien se topa con él por primera vez— que nueve lustros más tarde sigue obrando un trabajo tan superlativo como el que hoy ha iluminado estas páginas virtuales (y esperemos que a su autor). La muerte de Duane Allman ese mismo año hará del doble elepé —otrosí— testamento del carismático, excelente y joven músico, cuya temprana desaparición no obstaculizó un legado inmarcesible que lidera su paso por el icónico templo de Manhattan. A pesar del nivel de los artistas que en la sala tocaron durante su breve existencia, pocos dejaron un sello así de indeleble.