La magnificencia barroca, desaforada de Ciudadano Kane (1941) y El cuarto mandamiento (1942) no volvió a surgir con todo su esplendor hasta que Orson Welles rodó Sed de Mal en 1958, obra maestra del cine negro a la que seguirían las sobresalientes adaptaciones de Kafka y Shakespeare —respectivamente— El proceso (1962) y Campanadas a medianoche (1965). No son ajenas las tinieblas de ambos creadores a las de la historia de corrupción, violencia y traición (el "evil" o mal del título original) que, situada en la frontera entre México y Estados Unidos, nos va a narrar el autor de La dama de Shangái (1947). La visión lúgubre y desazonadora del ser humano que transmiten unas imágenes incalculablemente bellas tiene mucho que ver con la que los dramas del inglés y las novelas y relatos del checo legaron llenos de pesimismo.

Que Welles no simpatice con el policía que tan perfectamente interpreta, incluso que lo deteste, no quiere decir que defienda la actitud de Vargas y su mujer (Charlton Heston y Janet Leigh) o la delación de Menzier (Joseph Calleia), y las escenas finales son explícitas al respecto. Nuestro director no deja fuera sus ambigüedades y contradicciones, no quiere que nadie sea absolutamente culpable aunque sus acciones así nos lo hagan ver: todas tienen su reverso, su precio y su reacción. E, indepedientemente de ello, sabe de sobra que una obra de ficción no va a cambiar el mundo y no va a salvar a nadie, a lo sumo nos podrá conmover su extraordinaria envoltura, su acabado sin mácula, los fotogramas en blanco y negro que un genio del séptimo arte llenó del mejor celuloide imaginable. El que a pesar de los pesares Orson Welles logró sacar en ocasiones adelante. Sed de mal, una de ellas.