lunes, 25 de abril de 2016

jueves, 21 de abril de 2016

Shining On Everyone


Llamen a los Byrds, los Beatles, The Band, los Eagles, los Kinks, Neil Young y Big Star, y asegúrense de que el repetidor esté hecho de los Jayhawks, Teenage Fanclub y Wilco. Súmenles en el proceso de conexión once temas estupendos compuestos por Txomin Guzmán y grabados en directo en el estudio si exceptuamos las voces y algún arreglo que otro. Añadan unas maravillosas interpretaciones que hacen que lo clásico suene actual y creíble mientras escuchan los tonos del teléfono. Y, por fin, envuelvan todo en la elegante portada de Miguel Guzmán e Iñigo Gil justo cuando, desde Getxo, alguien descuelga el aparato. Si nada ha fallado y han seguido correctamente mis instrucciones, no podrá ser otro que el excelente y segundo disco de The Fakeband, Shining On Everyone (2014).


En el tiempo que va de la publicación de su primer plástico (también con Rock Indiana), Too Late, Too Bad, hasta la del álbum que nos ocupa, el "rompecabezas mágico de melodía y electricidad que reconstruye desde Getxo el sonido californiano y el pop británico viajando desde Laurel Canyon hasta Picadilly en píldoras multicolores", en bellas palabras de Manel Celeiro, no ha hecho sino multiplicar sus capacidades para dar con una obra de enorme riqueza en la que el power pop, el rock and roll y el soul se funden y alternan a la caza de la canción perfecta, ésa que jamás existirá pero que The Fakeband roza con la yema de los dedos. Cada una de las que aquí encontramos despliega irresistible sus cualidades desde la primera vez que el oyente se acerca al trabajo, pero cuando las escuchas aumentan es el conjunto el que termina deslumbrando (que no solo brillando, como su título establece) y triunfando sobre cada una de sus piezas. No es posible destacar una por encima de otra, todas gozan de detalles a descubrir y admirar y de matices que las hacen diferentes, aunque siempre subsidiarias de la epifanía cierta que supone el resultado de la suma de sus virtudes individuales: ese riff o ese solo de guitarra, esa armonía vocal, esa línea de bajo, ese ritmo exacto que marcan las baquetas, esa letra que te deja tocado…


Shining On Everyone es, en definitiva, uno de aquellos discos que contradicen a los que nos empeñamos en criticar la falta de evolución del rock, no por que la logren, sino porque cuestionan que sea necesaria cuando —sirviéndose de ingredientes de sobra conocidos y explotadoslogran un manjar al que las pegas que poner más parecen las del maniático cascarrabias en que se va convirtiendo uno que las del amante del arte capaz de disfrutarlo sin prejuicios castrantes aun epistemológicamente indudables. Es decir, que la ciencia se haga a un lado durante un rato para dejarnos arrastrar por el espíritu de The Fakeband y la mejor música norteamericana y británica, sin preocuparnos porque ésta llegue —al igual que la de Cancer Moon o Atom Rhumba— desde un rincón de Vizcaya.

NOTA: Esta entrada está dedicada a Joserra Rodrigo, autor de las notas que hacen aún más luminoso Shining On Everyone y fan irredento de sus autores.

lunes, 18 de abril de 2016

Els A-Phonics & Friends


No diré que de moda, pero sí que parece que la aplastante calidad y el éxito de Los Coronas han hecho que la música surf instrumental cobre una repercusión en este país impensable cuando a finales del siglo pasado los Golden Zombies o los propios Coronas practicaban los sonidos que Quentin Tarantino había devuelto a la actualidad. De los grupos que se adhieren a esa religión cuyos dioses son Dick Dale, los Ventures o Link Wray hay que destacar a los valencianos Els A-Phonics, capaces de sorprender al exquisito y entendido público estadounidense en la gira que el verano de 2015 llevaban a cabo por las tierras del Imperio en compañía de Fernando Pardo, a su vez productor del primer EP de la banda, miembro ilustre de Los Coronas y uno de los amigos que dan título y colaboran en Els A-Phonics & Friends (2014), debut en formato largo del cuarteto. Los ochos temas del trabajo conforman una (breve) delicia de ésas que una vez acabadas apetece volver a escuchar para entrar en un bucle sin fin. Los invitados llenan de calidez las composiciones, cómplices absolutos de unos A-phonics rendidos a tanta maestría que enriquece y potencia lo que ya de por sí es muy bueno. Además del nombrado Pardo, encontramos —atentos a Nokie Edwards (The Ventures), Deke Dickerson (Untamed Youth), Mike Barbwire (The Barbwires), Dani Nel.lo, Mario Cobo (Mambo Jambo), Johnny Bartlett (Phantom Surfers) y John Blair (Jon & The Nightriders); es decir, de lo más granado del rock and roll instrumental (y no solo) que uno pueda imaginar. Pleno de reverb, como mandan los cánones, el sonido bulle espectacular a lo largo y ancho del plástico, explotando en el irresistible Guitar Party, atómico despliegue rítmico y guitarrero que obliga a bailar sí o sí al oyente. Tanto aquí como en el siguiente Bull Skull, impone Dickerson su acusada personalidad rockabilly para marcar ciertas diferencias con el resto del disco sin que su discurso estético pierda fuerza o coherencia, sino que ensanche su trascendencia y vitalidad como lo hace el aire hispano de El Torcal o Albufera Stomp, magnífica dupla inicial de Els A-Phonics & Friends. Veinte minutos largos que pasan como un instante en beneficio de nuestro solaz. Notable alto.

 

miércoles, 13 de abril de 2016

Las tres hermanas de Kafka


Las tres hermanas de Kafka
asesinadas por los nazis
representación práctica y horripilante
de las pesadillas descritas
en El proceso
La metamorfosis
El castillo
no hubiese imaginado Kafka
o sí
semejante degeneración
semejante brutalidad
semejante escarnio
la humanidad reducida a cero
expresada por el vacío
mirando a la nada
la humanidad contra
Elli
Valli
Ottla.

lunes, 11 de abril de 2016

Gonna Ball


Publicado meses después de su debut en el mismo año 1981, Gonna Ball enfrentaba la peliaguda cuestión de arrostrar un soberano primer paso con el que se medirá cualquier elepé deseoso de rescribir el rockabilly en la década de los ochenta. Stray Cats era (y es) un referente demasiado importante como para cotejarlo con otros y que éstos saliesen indemnes de la operación. Así que el segundo álbum del grupo de Brian Setzer tenía, de antemano, todas las de perder. El tiempo, sin embargo, que todo lo morigera y ajusta, ha hecho que hoy se alce orgulloso como una pieza más de aquella terna que completará Rant N' Rave y que no solo revitalizará un subgénero musical, sino que establecerá y extenderá las bondades de una banda de mucha personalidad.


Empezar un disco con una versión de un clásico de Johnny Burnette como Your Baby Blue Eyes (aquí sin el "Your") y llevarlo a tu terreno sonoro sin que se pierda nada de su irresistible poder melódico es de artistas valientes, convencidos y en plena forma. Que Setzer, Lee Rocker y Slim Jim Phantom lo son es evidenciado así desde el primer momento, y va a ser corroborado durante los diez temas siguientes. Precisamente con el Burnette acerado de The Train Kept A-Rollin' o Rock Billy Boogie enlaza Little Miss Prissy, uno de los momentos más duros del trabajo. Si Wynonie Harris y el jump blues son visitados y homenajeados mediante una feliz lectura de su Wasn't That Good, Cryin' Shame acelera los riffs y las estrofas de Elmore James y otros maestros del blues. (She'll Stay Just) One More Day lleva al trío a un universo jazz relajado en el que al contrabajo, la batería y la guitarra se suman saxo y órgano para crear un tema donde caben la bossa nova, el lounge y Jimmy Smith. You Don't Believe Me vuelve la vista dos cortes atrás con la intención de fabricar blues blanco impregnado de doo-wop antes de que Gonna Ball se escore al rockabilly canónico que tan bien practican los Stray Cats. Breve y contundente, Wicked Whiskey es un instrumental que precede a Rev It Up And Go, rock and roll de la escuela de Chuck Berry en el que suenan (un tanto ocultas) las teclas de Ian Stewart. Lonely Summer Nights se sumerge maravillosamente bien en los tópicos de las baladas de los años cincuenta, soslayando el lado cursi del romanticismo al cantar de una manera sentida y convincente a "todas esas largas y solitarias noches de verano" sin la persona amada. Crazy Mixed-Up Kid pone fin al elepé con una furiosa ración de psychobilly encargada de cerrar por todo lo alto una función que —en 2016 lo sabemos de sobra— mira sin miedo y segura de su contenido al álbum que —chulesco, altivo— le había precedido. Por muy necesario y espléndido que fuera el homónimo elepé de los Stray Cats, Gonna Ball se ha ganado situarse a su lado y poder ser disfrutado de la misma manera. La manera en que se escuchan los clásicos.

jueves, 7 de abril de 2016

En contra

Despierto en contra,
camino en contra,
trabajo en contra,
regreso en contra,
descanso en contra.
En contra de ti,
de él,
de vosotros.
Pero
—sobre todo—
en contra de mí.

lunes, 4 de abril de 2016

Small Change


Un tanto arrinconado por los posteriores hallazgos que la metamorfosis del Tom Waits de los años ochenta traerá consigo, el periodo en Asylum del artista californiano —crooner de garganta quebrada empapada de blues, jazz y alcohol que también marca las distancias con su tiempo y se acerca a los de Louis Armstrong— dejó un serie de grabaciones verdaderamente hermosas que, vistas en perspectiva y sumadas al resto de su obra, ensanchan la categoría de una trayectoria tan notable como creativa e intransferible.

De aquellos elepés publicados en de la década de 1970, Small Change (1976) es mi favorito, seguido muy de cerca por su debut, Closing Time. En el año en el que los Ramones abren fuego y el punk empieza a hacerse notar, Waits se mantiene sordo a todo lo que no sean sus intenciones y sus influencias, rodeado de unos músicos excelentes y componiendo unas canciones magníficas. Entre el romanticismo (Tom Traubert's Blues, I Wish I Was In New Orleans…) y la ironía (The Piano Has Been Drinking (Not Me), Bad Liver And A Broken Heart y su guiño a Casablanca…), el álbum maneja diferentes registros musicales que hallan al autor de Bone Machine enriquecido por una sección de cuerda y los arreglos de Jerry Yester mientras sus dedos se deslizan por el piano y de sus labios sale la historia de rigor; acompañado por el mítico Shelly Manne a la batería, Jim Hughart al contrabajo y Lew Tabackin al saxo tenor —que también se cuelan en alguna ocasión entre los violines, las violas y los chelos—, bien en una suerte de swing minimalista (la genial Step Right Up) o en un jazz de clubs nocturnos y letreros de neón (The One That Got Away) sobre los que Tom Waits recita (o si se quiere rapea); demostrando que Swordfishtrombones no sale de la nada al cantar en la única compañía de la percusión sincopada de Manne (Pasties And A G-String) o al hablarnos de Small Change, banda sonora de cine negro que Waits y Tabackin se valen y se sobran para interpretar; o, simplemente, solo delante de las teclas.

Como si fuera un fotograma congelado de una de las películas en las que Tom Waits actuará en el futuro, la decadente, existencialista imagen que sirve de portada al disco se ha convertido en una de las más reconocidas en la carrera del creador de Rain Dogs, y no parece desentonar en un elepé registrado en cinco días de julio, una grabadora estéreo de dos pistas y un estudio de Hollywood. Aparentes limitaciones temporales y tecnológicas que solo lo son para quien no tiene talento y pone excusas donde debería haber estímulos para las ideas y las intuiciones. Espléndidas generalmente las de Waits, se reconocen y sienten especialmente redondas si hablamos de un álbum titulado Small Change. De ésos a lo que no sobra ni una nota y que no parece envejecer, pues aunque no pertenezca a esta época, tampoco lo hace a aquélla en la que vio la luz, cualidad que suele ir unida a los trabajos realmente clásicos. Y éste lo es.

 

viernes, 1 de abril de 2016

Éxtasis formal de la contención


Ganadora del Goya a la mejor película en 2008, La soledad (2007) es, en mi firme opinión, la obra más perfecta de Jaime Rosales hasta la fecha y uno de los films más extraordinarios que servidor haya podido contemplar en lo que va de siglo. Lo que en anteriores o posteriores trabajos del director catalán resultan brillantes detalles formales dentro de un conjunto que no cuaja del todo, o que en determinados momentos carece del rigor necesario, en el segundo de ellos fluye con una precisión y una armonía asombrosas que nacen de una coherencia estilística innegociable defendida con pundonor, pero que no se olvida del desarrollo y la progresión dramática de los hechos (excelentemente) guionizados que la alimentan. Las características visuales del largometraje de Rosales —una cámara que no se mueve, ausencia de planos detalle, uso de la multipantalla, austeridad gestual de los actores— no viven ajenas a la historia que cuentan ni quieren imponerse a ella como signos de autoría que desprecien a los personajes que retratan o las peripecias que éstos viven; sin embargo, no por ello pierden un ápice de su belleza u ocultan la maestría de la puesta en escena que inflexiblemente conforman. La muerte, la enfermedad, la violencia (terrorista en este caso), las relaciones familiares o los fracasos sentimentales —temas que se repiten en la filmografía del creador de Las horas del día (2003)— son el sedimento de unas imágenes y unos sonidos que tienen como referentes a Erice y Guerin en España y a Ozu y Bresson en el extranjero, y llevan la contención y la distancia hasta sus últimas consecuencias, lo que no quiere decir que se desentiendan del dolor o la tristeza, sino que los acompañan con un respeto y un pudor alérgicos a los sentimentalismos. Obvias para cualquiera que tenga un mínimo conocimiento del medio cinematográfico, las influencias de Jaime Rosales no constituyen losa alguna en el acabado de La soledad, pues no hay en ella asomo de mimetismo que pueda cercenar sus logros, genuinos siempre en el caso de este autor, si bien especialmente deslumbrantes y sopesados aquí. De ésos que te garantizan reconocimiento de por vida, aunque no sean del agrado de los amantes de los espectáculos épicos o apocalípticos en tres dimensiones que —diseñados para necios por artistas degenerados— pueblan las pantallas.