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lunes, 1 de septiembre de 2014

La dolorosa fragilidad del amor


Si Milan Kundera expresaba La insoportable levedad del ser en su ya mítica novela, bien pudiera ser la dolorosa fragilidad del amor —o algo parecido— la que unos cuantos años antes estilizaba Michelangelo Antonioni en la primera parte de su inconmensurable trilogía acerca de la incomunicabilità: La aventura (1960). Pero, obviamente, no eran los temas que ambos artistas trataban lo que les hacían universales y excelentes, sino la forma en que los moldeaban hasta convertirlos en referencia estética ineludible e incontestable. 

"Antonioni es fundamental en la historia del cine. Es el hombre que aportó una nueva visión tras el Neorrealismo. Fellini existía ya, era un verdadero mago, formidable, pero a nivel de lenguaje cinematográfico no ha aportado nada; Antonioni sí. Él renovó el cine desde un aspecto fenomenológico que impulsó el lenguaje muy lejos. Por ejemplo en la cuestión del time, del sentimiento del paso del tiempo, que es algo extraordinario en La aventura y La noche (1961)" decía Theo Angelopoulos en una entrevista concedida a la revista Nosferatu. Desde Hitchcock hasta Wim Wenders, pasando por Francis Ford Coppola, son muchos los directores que quedan tocados por el Antonioni que, a partir de La aventura, crea una visón cinematográfica tajante, de belleza absoluta y preocupada por un arte invadido por la literatura y la narración convencional. Si el director de Psicosis mata ese mismo año a su protagonista a la mitad de la película, Antonioni hace desaparecer al principio a la que bien pudiera haberlo sido… para no saber nada de ella durante el resto del metraje. No solo se desentiende así de retóricas baratas del cine policiaco, sino que vuelca todo su interés en las armas propias del celuloide mediante una puesta escena dedicada a observar el sufrimiento y la superficialidad de cierta burguesía italiana. Si bien los conflictos tan asfixiantes de las relaciones sentimentales pueden ser (o devenir) similares tanto en las clases pudientes como en las populares, la manera en que Antonioni coloca a sus personajes en la pantalla y los movimientos que éstos realizan sirven para potenciar la pavorosa deshumanización con la que los ricos —por ser claro— viven las historias del corazón, perdidos en una individualidad infecunda cuya capacidad de conexión con el prójimo no parece existir. Los actores extraordinariamente fotografiados por Aldo Scavarda en blanco y negro son meras figuras fulminadas por Antonioni, tan atrapadas en la luminosidad de una isla como en el interior de un hotel. Monica Vitti y Gabriele Ferzetti son arrastrados por la irracional pero precisa corriente de la pasión, que desemboca en un final —no creo que exista otra calificación— lúgubre, angustioso y ajeno a cualquier salida o solución positivas.


En los antípodas de lo defendido por Angelopoulos, Joseph Mankievicz acusaba a Antonioni de deshonestidad intelectual e impostura artística, como si para el autor de La huella (1972) solo existiera un único tipo de narración, un único tipo de cine. Sin descartar la envidia, peca Mankievicz de un conservadurismo que —sinceramente— me sorprendió mucho cuando supe de él, pues siempre le he tenido por artista notable y persona cabal. Dicho esto, nuestra postura es la del gran creador griego —tan trágicamente fallecido en 2012—: Antonioni consigue plasmar en los fotogramas el tiempo, ordenar la realidad de su época a su manera, sin olvidar que por delante de tal ordenamiento siempre se levantará la barrera impuesta por los instrumentos cinematográficos: la ilusión orquestada por el demiurgo. La aventura, la película que encabeza la trilogía nombrada en el primer párrafo, es un ejemplo arrebatador de ello, pero también lo serán las dos que la completan y Blow-up (1966), Zabriskie Point (1970) o El reportero (1975), en lo que todavía a día de hoy se me antojan piezas de resistencia en un mundo —el del cine— vendido al mejor postor (por no decir impostor). Sin concesiones.