Entre dos de sus filmes más famosos (La naranja mecánica, 1971, y El resplandor, 1980) Stanley Kubrick rueda uno de los de menor eco popular pero de una categoría artística extraordinaria: Barry Lyndon (1975), un descomunal fresco de la Europa previa a la Revolución Francesa que a la vez retrata cargado de ironía y escepticismo la vida de un arribista irlandés encarnado por Ryan O'Neal. El verismo casi documental y la riqueza de los detalles hacen de sus tres horas un largometraje fascinante —ficción y lección de historia al mismo tiempo— donde las guerras entre las naciones y el abrazo de un padre a su hijo en la intimidad son tratados con igual precisión y elegancia.
Kubrick, que se había refugiado hacía años con su familia cerca de Londres para poder rumiar con calma sus (nunca mejor dicho) proyectos, afrontaba la preparación y posterior rodaje de Barry Lyndon con la polémica encendida por La naranja mecánica todavía caliente. Basada en una novela del británico William Makepeace Thackeray, Kubrik decidió adaptarla porque "prefería no ser considerado como un extranjero peligrosamente perdido en Gran Bretaña, sino como alguien que había adoptado el país como su hogar, a quien le encantaba y que estaba dispuesto a echar el resto haciendo la mejor película histórica británica de la historia, a partir de la obra de un autor británico". Sea cierta del todo o no esta afirmación de John Baxter, sí podríamos afirmar que, a diferencia de Lolita (1962), ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), 2001, una odisea del espacio (1968) o La naranja mecánica, los cuatro filmes que le precedían en el tiempo, las implicaciones éticas y filosóficas del tema de la película (la sola enunciación del tema) no determinan tanto el posterior análisis de Barry Lyndon, que al quedar fuera del ámbito del pensamiento directo, permite observar con nitidez el tempo de los planos, el montaje, las elipsis o la espléndida iluminación; las formas que, en definitiva, utiliza Kubrick para sumirnos en un constante goce estético. Barry Lyndon es para quien esto escribe la más perfecta de las películas del director estadounidense. Muy alejada de los excesos que lastran del todo La chaqueta metálica (1987), ha envejecido mejor que La naranja mecánica y carece de las limitaciones que la adscripción a un género concreto perjudican a la, por otro lado, excelente El resplandor (1980). Que las consecuencias morales del ascenso social a cualquier precio puedan competir o no con las del estupro, las armas nucleares o el sentido de la existencia es otro cantar. La realidad es que no suponen (o suponían) un ataque frontal a las convicciones de una sociedad a la que se podría tildar (y se ha hecho) de hipócrita.
No alcanzará ya pues Stanley Kubrick el nivel de acabado de Barry Lyndon, cumbre del cine histórico cuyo perfeccionismo servirá de inspiración a algunas películas de corte similar, es especial a la bellísima La edad de la inocencia, que Martin Scorsese dirigiera en 1993. No por casualidad, el autor de Toro salvaje (1980) considera asimismo la triste historia de Redmond Barry el mejor trozo de celuloide filmado por su conciudadano y uno de los mejores de cualquier tiempo o lugar.
NOTA: Este texto recoge en su segundo (y más extenso) párrafo parte de un artículo publicado en Ruta 66 en 2005 sobre una serie de películas que a la sazón cumplían treinta años; párrafo al que he añadido, cual Harry Stephen Keeler y con mayor o menor acierto, uno delante y otro detrás escritos este año.