lunes, 31 de octubre de 2022

La inocencia, el terror y la locura

Los títulos de crédito que abren ¡Suspense! (nefasto título castellano de The Innocents, 1961) nos indican que estamos ante una película muy especial y nos preparan para el dolor y las tinieblas en que nos vamos a sumergir. La adaptación de la magnífica novela de Henry James Otra vuelta de tuerca (también objeto de una traducción obscena en su momento —Los fantasmas del castillo— y llevada a la pantalla en varias ocasiones) a través de la versión teatral de William Archibald es una de las mejores muestras de cine de terror de la historia, soberbiamente dirigida (y producida) por Jack Clayton sobre la base de un guion escrito por el propio Archibald y Truman Capote.

Gracias a un manejo prodigioso del cinemascope de Clayton y una fotografía extraordinaria en blanco y negro de Freddie Francis, completados por la interpretación de Deborah Kerr y la música de George Auric, la Inglaterra rural y decimonónica de las clases pudientes se convierte en una prisión del espanto y la ambigüedad, manteniéndose constantemente la duda de si la institutriz que encarna Kerr ha perdido la cordura o los niños a los que cuida están poseídos por el jardinero y la institutriz que le antecedió, fallecidos los dos.

La planificación de Clayton, tanto en el uso de la profundidad de campo y los movimientos de cámara como en el encuadre y el reencuadre, genera la mayor de las tensiones posibles en cada una de las escenas, al mismo tiempo que el guion maneja el crescendo con la exactitud necesaria para que la angustia torne en horror gradual pero impenitentemente. El tremendo final cierra el relato en coherencia con lo sucedido, dejando al espectador un malestar moral inversamente proporcional al bienestar que el espectáculo fílmico le ha deparado.

No solo obra referencial dentro de su género, The Innocents será aclamada por críticos y directores, entre ellos el español Alejandro Amenábar, quien no dudará en aprender de ella antes de rodar Los Otros (2001), notable largometraje que en mi opinión es el mejor de los suyos. Muy lejos, eso sí, del ambiente malsano y perturbador logrado por Jack Clayton y su equipo de colaboradores durante cien minutos que nos remiten —sus lecturas son tantas como espectadores y los asuntos que trata escapan a este texto— al lado más siniestro del ser humano.



jueves, 27 de octubre de 2022

La mirada única de Ozu en su adiós

"Última película que dirigió Yasujiro Ozu, parece lógico considerarla como una especie de testamento del director, un compendio que resume toda su obra anterior, sus intentos y sus logros. Pero El sabor del pescado de otoño no es ni más ni menos compendio que las demás. Es otro eslabón en esa extensa crónica de la vida familiar que el director llevó a cargo a lo largo de su vida profesional. Empleando un término musical, una variación sobre el mismo tema." Son estrictamente ciertas las palabras de Áurea Ortiz escritas en el especial que la revista Nosferatu dedicaba al maestro japonés en diciembre de 1997. En El sabor del sake (1962), como es realmente conocida la película, encontramos al mismo Ozu que ha ido depurando su estilo, radicalmente después de la guerra. Los planos fijos (absolutamente todos aquí), la cámara situada impertérrita a la altura de una persona sentada, los planos de situación que sirven de transición entre escenas y un pequeño drama familiar a observar. Nada nuevo, pues. Y, sin embargo, es mi trabajo favorito del autor de Cuentos de Tokio (1953), el que encuentro más delicado y emocionante, sensaciones ambas (la delicadeza y la emoción) siempre detectables en sus largometrajes.

La historia del viudo que quiere casar a su hija tras darse cuenta de que es lo mejor para ella, aun peor para él, es ilustrada con una sencillez, una limpieza y una distancia deslumbrantes que se suman al frío carácter japonés, esquivando Ozu juicio alguno sobre lo que narra. Los conflictos intergeneracionales y domésticos son mostrados sin ambages pero sin que ningún personaje deje de esgrimir sus razones o el realizador imponga las de unos sobre las de otros. No es su función alertar o valorar, como mucho comprender y, sobre todo, dejar que la vida fluya protegida por su estilo mayestático, que, aunque no interfiera en lo que cuenta, lo plasma con una bellísima ternura y una inteligencia visual extraordinaria. Los planos finales son absolutamente ejemplares e ilustrativos, cuando la hija ya se ha casado y el padre queda solo en casa con su hijo. El vacío de la marcha femenina y la soledad a la que su progenitor se aboca son mostrados de una manera soberbia, ausentes las palabras y dejando el protagonismo completo a unas imágenes infinitamente poéticas y espectrales.

Los sentimientos y las impresiones estéticas que en mí despierta El sabor del sake son similares a los de … Y el mundo marcha (King Vidor, 1928), El río (Jean Renoir, 1951), Centauros del desierto (John Ford, 1956) o El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), es decir los de las grandes obras maestras cuyo celuloide trasciende su condición cinematográfica (y artística) y aspira a hacernos repensar el mundo y nuestras relaciones, si bien no dándonos una visión cerrada o definitiva de las cosas. Sumando a ello la apabullante singularidad formal del realizador de Buenos días (1959), tendremos el por qué la cinta glosada aspira muchas veces al trono entre mis preferidas. Imposible decir adiós de una manera más hermosa.

lunes, 24 de octubre de 2022

Del cinematógrafo como arte en extinción

Decía Robert Bresson hace ya muchos años que en el futuro el cine (con mayúsculas) lo realizarían jóvenes aislados en su entorno y de espaldas a la industria que, contra viento y marea, fueran capaces de llevar adelante sus proyectos. El secreto de ese cine que es tiempo antes que imagen o sonido (aun conformado por éstos), que habla de auténticos seres humanos y que no desea epatar sino alumbrar e informar parece perderse en un nebuloso pretérito sustituido por un lenguaje audiovisual postmoderno que fagocita su entorno y hace indiferenciable películas, videoclips o anuncios, imponiendo un código común. El camino está marcado y no hay vuelta atrás. ¿O sí la hay? 

José Luis Guerin es uno de esos francotiradores de los que hablaba Bresson. Nacido en Barcelona en 1960, Guerin alterna la práctica de la puesta en escena con la docencia en el Centre d’Estudis Cinematogràfics de Catalunya, labores ambas necesarias y complementarias en alguien que en una entrevista realizada en la época del estreno de Innisfree (1990), su segundo largometraje, comentaba consternado que "cada vez es más difícil hablar [con nadie] de cine" al preguntarle su interlocutor por el peculiar punto de vista desarrollado en su film. "De punto de vista se puede hablar con poquísima gente, porque normalmente ni siquiera saben lo que es", decía. Esta actitud arrogante mezclada con un carácter tímido define a un realizador precoz —su primera película, Los motivos de Berta (1983) la dirige con sólo veintitrés años— que es incapaz de ceder un ápice, sin que esto sea una postura intelectual o de resistencia, aunque pueda —y deba— parecerlo. Un realizador diferente y retraído, pero nunca ensimismado y teniendo siempre la realidad —en su sentido más inmediato y vital— como referencia.

Viene esto a colación porque, tras su paso por el festival de San Sebastián, se ha estrenado en Madrid En construcción (2001), cuarta película del director catalán, que se convierte, junto con Código desconocido (Michael Haneke, 2000) —del que ahora nos llega La pianista (2001), premiada en el último festival de Cannes con el Gran premio del jurado— y Ni uno menos (Zhang Yimou, 2000), en lo más apasionante estrenado durante el último año en la capital. Partiendo de la riquísima tradición documental del cine, tradición masacrada por la ínfima calidad del género y la falsa separación de la ficción —que llega a hacer decir, y es algo muy extendido en nuestros días, que si una película no narra una historia no lo es, olvidando que el cine es, ante todo, fotografía en movimiento que reproduce una secuencia espacio-temporal—, y entroncando, de forma diferente, con realizadores actuales como Abbas Kiarostami y Nanni Moretti y, clara y contundentemente, con el guipuzcoano Víctor Erice (para el que tiene una agradecimiento en los títulos de crédito) y su obra maestra El sol del membrillo (1992, experiencia aislada en el cine español de los años noventa) y el japonés Yasujiro Ozu, el director bucea por primera vez en su entorno habitual tras tres obras situadas en Castilla, Irlanda y Francia respectivamente.

La propuesta de Guerin deviene radical y marginal en el panorama actual, y eso que, como él bien dice, su cine es de vocación popular. Los protagonistas son vecinos y trabajadores del Barrio Chino de Barcelona (el Raval) durante el proceso de derribo y reconstrucción (remodelación, en eufemísticas palabras gubernamentales) del mismo, retratados por Guerin con una sinceridad y naturalidad conmovedoras. Personas normales sobre las que no se quiere hacer ningún énfasis, huyendo de la psicología fácil y dejando que ellas mismas crezcan en pantalla. Las casas que van a ser derruidas —espacios silenciosos y expectantes que cobran un inusitado protagonismo— conforman un paisaje desolador al que el director parece querer dar un empujón esperanzado con ese largo travelling final, que resulta ser el único movimiento de cámara tras dos horas de composiciones fijas. Esta ética de lo inamovible para captar el movimiento —tanto el del tiempo que pasa como el de los personajes y las cosas dentro de cuadro— se convierte en la apuesta estética de la obra (ya comprobado en anteriores títulos del autor, aunque Tren de sombras (1997) o Innisfree fuesen más experimentales; experimentos plenamente logrados, eso sí) y la explota hasta sus últimas consecuencias para conseguir, al fin y al cabo, decisivo cine de altos vuelos, distante y emocionante a partes iguales, nunca manipulador (el espectador tiene siempre la última palabra), que nos recuerda, paradójicamente quizás, que no hay como mirar atrás para crear la obra más arriesgada e innovadora. Con la ayuda, sin lugar a dudas, de un grupo de impagables actores no profesionales que llenan de vida la pantalla y nos regalan unos diálogos, en ocasiones, memorables.

NOTA: Este fue mi primer artículo escrito para Ruta 66, publicado a principios del año 2002. Lo comparto aquí ligeramente corregido.