"Última película que dirigió Yasujiro Ozu, parece lógico considerarla como una especie de testamento del director, un compendio que resume toda su obra anterior, sus intentos y sus logros. Pero El sabor del pescado de otoño no es ni más ni menos compendio que las demás. Es otro eslabón en esa extensa crónica de la vida familiar que el director llevó a cargo a lo largo de su vida profesional. Empleando un término musical, una variación sobre el mismo tema." Son estrictamente ciertas las palabras de Áurea Ortiz escritas en el especial que la revista Nosferatu dedicaba al maestro japonés en diciembre de 1997. En El sabor del sake (1962), como es realmente conocida la película, encontramos al mismo Ozu que ha ido depurando su estilo, radicalmente después de la guerra. Los planos fijos (absolutamente todos aquí), la cámara situada impertérrita a la altura de una persona sentada, los planos de situación que sirven de transición entre escenas y un pequeño drama familiar a observar. Nada nuevo, pues. Y, sin embargo, es mi trabajo favorito del autor de Cuentos de Tokio (1953), el que encuentro más delicado y emocionante, sensaciones ambas (la delicadeza y la emoción) siempre detectables en sus largometrajes.
La historia del viudo que quiere casar a su hija tras darse cuenta de que es lo mejor para ella, aun peor para él, es ilustrada con una sencillez, una limpieza y una distancia deslumbrantes que se suman al frío carácter japonés, esquivando Ozu juicio alguno sobre lo que narra. Los conflictos intergeneracionales y domésticos son mostrados sin ambages pero sin que ningún personaje deje de esgrimir sus razones o el realizador imponga las de unos sobre las de otros. No es su función alertar o valorar, como mucho comprender y, sobre todo, dejar que la vida fluya protegida por su estilo mayestático, que, aunque no interfiera en lo que cuenta, lo plasma con una bellísima ternura y una inteligencia visual extraordinaria. Los planos finales son absolutamente ejemplares e ilustrativos, cuando la hija ya se ha casado y el padre queda solo en casa con su hijo. El vacío de la marcha femenina y la soledad a la que su progenitor se aboca son mostrados de una manera soberbia, ausentes las palabras y dejando el protagonismo completo a unas imágenes infinitamente poéticas y espectrales.
Los sentimientos y las impresiones estéticas que en mí despierta El sabor del sake son similares a los de … Y el mundo marcha (King Vidor, 1928), El río (Jean Renoir, 1951), Centauros del desierto (John Ford, 1956) o El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), es decir los de las grandes obras maestras cuyo celuloide trasciende su condición cinematográfica (y artística) y aspira a hacernos repensar el mundo y nuestras relaciones, si bien no dándonos una visión cerrada o definitiva de las cosas. Sumando a ello la apabullante singularidad formal del realizador de Buenos días (1959), tendremos el por qué la cinta glosada aspira muchas veces al trono entre mis preferidas. Imposible decir adiós de una manera más hermosa.
A pesar de mi admiración por el cine de Ozu, este último alegato cinematográfico suyo no lo he visto aún, cosa que es evidente que debo remediar a la mayor prontitud.
ResponderEliminarUn abrazo.
En este caso no tengo duda de que te va a gustar mucho, muchísimo, la película.
ResponderEliminarUn abrazo, Jorge.