miércoles, 27 de diciembre de 2017

Grande Rock


 

La marcha de Dregen de la banda para ocuparse solamente de sus Backyard Babies (de ello saldrá el tremendo Total 13) hará que los Hellacopters pierdan la etiqueta punk para convertirse en un grupo de rock con las lecciones del garage, el high energy y el hard bien aprendidas. Descubrir algo nuevo en el mundo del rock and roll en 1999 era algo muy complicado, pero no era ésa la misión de los suecos; la suya era la de perpetuarlo de la manera más convincente y apasionada posible, la de poner toda la carne en el asador al interpretar unas composiciones espléndidas listas para asaltar al oyente y presentadas bajo el título de Grande Rock. MC5, Dictators, Kiss (Paul Stanley tiene sus canción homónima en el disco), Rolling Stones, Motörhead, Stooges y otros son invocados aquí y allá, si bien la banda de Nick Royale tiene un sonido particular —entroncando con sus anteriores trabajos— que conjuga las potentes guitarras de su cantante y (solo en Grande Rock) Boba Fett, las teclas de éste, la batería nerviosa de Robert Eriksson (hija de la de Keith Moon) y el bajo de Kenny Håkansson: cuatro tipos que muerden criados en los brazos de Chuck Berry y que no parecen albergar dudas sobre su objetivo. La edición en vinilo añadía una versión del Angel Dust de Venom, adaptada sin problemas al universo hellacopter, que endurecía el conjunto sin mejorarlo o alterarlo. El de un elepé excelente de un grupo que todavía tendría mucho que decir los años siguientes pero que en Grande Rock ya rozaba su nivel más alto.

jueves, 21 de diciembre de 2017

Zenyatta Mondatta


Con el tiempo quizá sea el disco de Police que más aprecie, teniendo como tengo los dos primeros en un altar. En Zenyatta Mondatta (1980) el trío profundiza en la desnudez de su estilo, el tono es más grave —a pesar de los momentos de distensión— y los singles, pegadizos y coreables, no son himnos como Roxanne, So Loney o Message In A Bottle.

La experiencia de Sting como maestro y la obra maestra de Nabokov, Lolita, dan vida a Don't Stand Close To Me, cuyo polémico contenido es advertido por el inquietante sintetizador que abre el tema. La sobriedad del bajo de Sting, la peculiar guitarra de Andy Summers y la extraordinaria batería de Stewart Copeland dibujan la magnífica composición del primero. La conciencia política de éste asoma en Driven To Tears, una canción inmejorable en la que destaca sobremanera un Copeland lleno de ideas y fuerza y el breve solo de Summers. Un motivo de bajo, un arpegio de guitarra con su eco correspondiente y un ritmo muy marcado de batería se repiten constantemente en la minimalista When The World Is Running Down, You Make The Best Of What's Still Around. Canary In A Coalmine es uno de esos "momentos de distensión" a los que aludía, instantáneo reggae pop que choca con Voices Inside My Head, descripción sonora de las voces internas que nos atormentan en un corte semiinstrumental. Bombs Away es una sátira política y el primero de los dos temas que trae Copeland al álbum.

La segunda mitad la encabeza De Do Do Do, De Da Da Da, una de las canciones más famosas del grupo británico. Loa a la sencillez de brillante letra, el que fuera segundo single del elepé contrasta violentamente con Behind My Camel, extravagante instrumental de Andy Summers que será versionado por Primus, banda fuertemente influida por The Police y, en concreto, Zenyatta Mondatta. Man In A Suitcase sigue la (breve) estela de Canary In Coalmine antes de que Shadows In The Rain desarrolle sus cinco minutos de psicodelia marciana plagada de garabatos y ruidos de la guitarra de Summers. La segunda composición de Stewart Copeland es el tema instrumental que completa el disco, The Other Way Of Stopping, buena coda para rematar un trabajo de mucha brillantez y verdaderamente singular que, a pesar de los problemas coyunturales que arrastró su gestación, llevaba a sus autores a un nivel de creatividad muy alto, paralelo como mínimo al de Outlandos d'Amour y Reggatta de Blanc. E incluso superior.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Abraxas


Si hablábamos en la anterior entrada de un grupo participante en el mítico festival de Woodstock que publicaba su tercer elepé en 1970 —The Band—, lo hacemos ahora de otro que también estuvo allí y asimismo tenía disco en el mercado al año siguiente: Santana y su excepcional Abraxas. La banda del guitarrista mexicano registraba un trabajo subyugante que parece convertir en sonido Los pasos perdidos, Cien años de soledad y parecidas joyas del realismo mágico hispanoamericano.

Un instrumental escrito por el percusionista Mike Carabello, Singing Winds, Crying Beasts, inicia una liturgia esotérica que van a corroborar, sin solución de continuidad, las soberbias versiones del Black Magic Woman de Fleetwood Mac y el Gypsy Queen de Gábor Szabó, conformando ambas un solo tema. Las percusiones de Carabello y Chepito Areas, la batería de Michael Shrieve, el bajo de Dave Brown, el teclado de Gregg Rolie y la guitarra de Carlos Santana ponen en pie un entramado de rock ácido, ritmos latinos y jazz de mucha originalidad, belleza y vigor. La lectura del Oye cómo va de Tito Puente es una delicia de gozoso e imparable ritmo que hará universal la composición del neoyorquino, y en la que sobresale el rol solista del órgano de Rolie y las seis cuerdas de Santana. Incident At Neshabur, escrita por Santana y Alberto Gianquinto, completa la primera cara mediante otra pieza únicamente instrumental en la que Gianquinto además aporta su piano.


Escrito Se A Cabo, Se acabó —en correcto castellano— es un tema de Areas encargado de encabezar la segunda mitad de los surcos. Cantada y compuesta por Gregg Rolie, Mother's Daughter, se acerca al rock pesado vía Jimi Hendrix, gimiendo distorsionado el instrumento de Santana cual émulo del creador de Are You Experienced. Samba pa ti, tercer y último corte sin vocalista, es un original de Carlos Santana pensado para su lucimiento, cerca de cinco minutos donde saborear su magnífica técnica. Hope You're Feeling Better repite el esquema, el cantante y el autor de Mother's Daughter con resultados igualmente espléndidos. Una miniatura de Areas, con la percusión y la voz de Rico Reyes (que ya hemos escuchado en Oye cómo va), finiquita un trabajo que, a la par que hijo del momento al que pertenece, exhibe una personalidad enorme y arrebatadora que le diferencia de lo que le rodea, precede y obviamente influye.

Autor de la portada de Bitches Brew, que también ve la luz en 1970, el cuadro de Mati Klarwein que pone imagen al plástico y la cita de Herman Hesse en la contraportada —el título de Abraxas está extraído de Demian— acentúan el carácter pagano y psicodélico del álbum, la obra maestra de un grupo en absoluto estado de gracia a situar a la altura de All Things Must Pass, Led Zeppelin III, Fun House, American Beauty, Cosmo's Factory, Paranoid, John Lennon/Plastic Ono Band, Free Your Mind And Your Ass Will Follow, Sunflower, Loaded y, por supuesto, el ímplicitamente citado Stage Fright. Un año de gloria para el rock and roll, para la cultura popular y para uno de sus más conspicuos representantes: Santana.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Stage Fright


El aspecto de odisea arcaica hecha vanguardia que tenían los extraordinarios Music From Big Pink y The Band no lo tiene, desde luego, Stage Fright, tercer elepé del grupo canadiense que asoma al mundo sus virtudes en 1970. Y digo virtudes desde el principio, pues el que sus canciones se acerquen a un concepto rock en el que el folk tenga menos peso, no las hace peores que las que conformaban —misteriosas y cocinadas a fuego lento— sus dos primeros álbumes. Simplemente, las hace diferentes. La calidad de las composiciones que trae Robbie Robertson (con alguna ayuda de Levon Helm y Richard Manuel) es indiscutible, fenomenal colección de una banda todavía exquisita y de una musicalidad de primerísima categoría.


Strawberry Wine abre el álbum con un sabor a honky tonk que contrasta con la delicadeza de Sleeping, poética y emocionante canción que une a The Band con Randy Newman en algún lugar de nuestros sueños. Vuelve el hony tonk barnizado por el rock and roll a Time To Kill, cuya deliciosa instrumentación nos lleva a ese cruce de boogie-woogie y pop titulado Just Another Whistle Stop. All La Glory es una balada tocada por los ángeles y dominada por el sonido del acordeón de Garth Hudson y ese órgano espacial del que desconozco si se encarga él o Richard Manuel. De lo que sí estoy seguro es de que es este último quien canta el que quizá sea el himno por antonomasia de los creadores de Cahoots: The Shape I'm In. Funk y rhythm and blues nutren una canción irresistible que es puro groove y en la que vuelve a destacar el órgano, aquí sin duda, de Hudson. The W.S. Walcott Medicine Show y Daniel And The Sacred Harpprimorosamente interpretados ambos— conectan con el universo ancestral que alimentaba los trabajos previos del grupo, el primero de los temas jugando con el dixieland y el segundo con el bluegrass. Del pánico escénico como metáfora del miedo a la fama, sus aledaños y consecuencias nos habla Stage Fright, filigrana pop que nos conduce a The Rumor, cuya mayestática cadencia —servida por el bajo de Rick Danko y la batería de Levon Helm— pone fin a un disco sobresaliente de arriba abajo, a pesar de apartarse del misticismo de sus antecesores.


Registrado en el Woodstock Playhouse pero sin público y con Todd Rundgren como ingeniero de sonido, Stage Fright posee esa frescura e inmediatez en lo musical que Robbie Robertson y el propio Rundgren buscaban y que el resto del quinteto, o parte, no veía tan claras o con tan buenos ojos. Frescura e inmediatez que parecen enfrentarse a unos textos básicamente negativos y tristes que reflejan la realidad de una banda que ya se está resquebrajando, aunque para la separación definitiva todavía faltaran varios años. Sea como fuere, un tercer paso igual de imprescindible para el que solo tengo las alabanzas en el texto reflejadas.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Distancia


Con los años echo de menos
las noches en casa de mis primos
las bolas de nieve en la Vuelta del Castillo
la llamada al timbre de mi amigo David
el botellón de los Caídos
los helados que me compraba mi abuelo
mi primera novia y mi primer cigarro
escuchar a Bryan Adams en casa de Fran
los veranos con mis padres y mis hermanos
reírme con Kike, David y Guillermo
el último concierto de Kortatu
jugar con Chechu y los Gainza
El Chavo del 8 y El Chapulín Colorado
las casetes de los Clash y los Stones
y patinar en Antoniutti.

Pero a quien más echo de menos
(o a quien únicamente echo de menos)
es a mí.

lunes, 4 de diciembre de 2017

Nights Are So Long



Muerto Razzle y muertos los Hanoi Rocks, Michael Monroe —cual Elvis del high energy y el punk rock— iba a iniciar su carrera en solitario publicando en 1987 un disco plagado de versiones en el que aportaba solo tres temas. Nights Are So Long se nutría del Monroe fan e intérprete, mientras que se abría poco a poco un camino como compositor que daría lo máximo de sí en el personal y espléndido Life Gets You Dirty. Los artistas escogidos por Monroe para acompañarle en su debut a nadie deben sorprender, pues la fidelidad del finlandés a sus ídolos musicales es de siempre sabida. She's No Angel, de los Heavy Metal Kids, repetiría más fornida en su siguiente plástico, piano de Ian Hunter incluido, aunque aquí también se disfrutaba. El Million Miles Away que cantara Stiv Bators; Shake Some Action, la inmortal canción de los Flamin Groovies; It's A Lie y Nights Are So Long, del proyecto de Jimmy Zero que no llegó a cuajar, Club Wow; y las totémicas High School (MC5) y You Can't Put Your Arms Around A Memory (breve revisión acústica del clásico de Johnny Thunders) completan el cuadro de las lecturas de composiciones ajenas, cantadas con amor y respeto por Michael Monroe aun sonando —característica inseparable del autor de Peace Of Mindal sleaze ochentero  sin remilgos. De los temas traídos por él, Can't Go Home Again es una buena balada, y Too Rich Too Be Good y Keep It Up, dos sabrosos rocanroles, es especial el segundo. Los escribirá mejores Monroe, lo hemos comentado, pero ya apuntaba unas maneras que el tiempo ha ido confirmado, construyendo una obra a la altura de la de la banda que le vio crecer. Sea como fuere, Nights Are So Long es un primer paso que yo al menos sigo escuchando con deleite.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Mantra Of Love


Miembro destacado de la escena japonesa aplicada a la música más extrema y autor de una obra pantagruélica, Acid Mothers Temple And The Melting Paraiso U.F.O. (también llamado de otras maneras) publicaba en 2004 Mantra Of Love, colosal muestra de su arte que ponía en el mercado el sello canadiense Alien8 Recordings. Compuesto por solo dos piezas, el disco se abre con La le lo, canto tradicional occitano que es llevado a la media hora y convertido a la vanguardia atonal que nace en Viena y añade —por el camino y en el ámbito de la cultura popular— free jazz, psicodelia, kraut, space y noise rock. Lo que empieza como un intenso mantra repetido por una Cotton Casino a punto de dejar el grupo se va desplazando hacia el encarnizamiento sonoro que acaba dominando por completo el tema.  La intensidad que alcanza el quinteto de Kawabata Makoto en el último tercio es tal —hija de la de Ascension o The Diamond Seaque puede resultar dañina para aquel oyente que, relajado en su sofá, espere armonías afectadas y ritmos relamidos que no modifiquen su plúmbea y predecible percepción sensorial. Justamente la mitad, quince minutos, dura L'ambition dans le miroir, original de la banda que asimismo comienza siendo cantado por Casino para acabar viendo reducido a cenizas su motivo melódico. No tan denso ni duro como su compañero de viaje, el segundo de los cortes gravita igualmente en torno a la improvisación y el trance cósmico, psicotrópico y alucinatorio. Voz, bajo, batería, percusión, sintetizador, guitarra, violín, sitar eléctrico, órgano y bouzouki son —por último— los instrumentos encargados de elaborar la radical propuesta del álbum, indiferente a listas de ventas, himnos o empatías fáciles; es decir, consecuente con sus creadores, que en Mantra Of Love daban con un nivel estratosférico.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Living Is The Best Revenge


Cambio de siglo, que no de maneras musicales. Allí donde lo habían dejado en 1994 con Get Our Way, volvían los Cynics ocho años después para entregarnos otro disco estupendo cuyo título era una evidente declaración de intenciones: Living Is The Best Revenge. ¡Y vaya si están vivos! Pletóricos y desmelenados, los de Pittsburgh arrancan fulminantes con Turn Me Loose, clásico instantáneo de la banda. Making Deals es un ejemplo de arqueología musical que rescata el, al parecer, único single de los Satans, registrado en 1966. Expeditiva y fulminante, forjada con el fuzz más agresivo, The Tone es una breve pieza de garage y high energy que se interpone entre Marianne y Ballad Of J.C. Holmes, intensa pero de menos revoluciones la primera, delicioso pop bañado por el órgano de Patches la segunda. She Lives (In A Time Of Her Own) pierde la marca psicodélica de los 13th Floor Elevators y se convierte en un himno del rock and roll al recibir el tratamiento de choque de los autores de Twelve Flights Up. Revenge y I Got Time siguen repartiendo acordes y ritmos de garage rock, espléndidos riffs y solos de Gregg Kostelich, una base rítmica precisa y entregada (Thomas Hohn y Smith Hutchings) y la irónica, burlona voz de Michael Kastelic. La tristeza baña con elegancia Let Me Know, pop de hermosa melodía y mejor letra cocinado a fuego lento. You've Never Had It Better es una versión de los Electric Prunes que se mantiene fiel al salvajismo del original. Last Day es otra sabrosa porción de garage a la que sigue Shine y sus seis minutos de rock expansivo que hablan de la versatilidad de los Cynics y la garra instrumental de Kostelich. Culminación de un álbum producido por Tim Kerr y publicado, claro, por Get Hip que —vida y venganza mediante— devolvía al grupo norteamericano en una forma sobresaliente que las actuaciones en directo vendrían a corroborar. Se lo asegura un servidor que allí estuvo presente.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Torres de electricidad


Todavía quedaban dos años para dar su carrera por finiquitada cuando Manta Ray publicaba el que a la postre sería su testamento discográfico. Torres de electricidad (2006) clausuraba, pues, la obra de una banda esencial que forjó su camino sin cesiones al mal gusto que le desviaran de sus objetivos artísticos. Aun no brillando al nivel de la que considero su obra maestra, Esperanza, el álbum es una muestra más del talento del grupo asturiano y cuenta con una mayoría de canciones tituladas en castellano, pérdida del predominio del idioma inglés que los autores de Estratexa venían ya acentuando en los dos trabajos que acabamos de citar.

Con Kaki Arkarazo repitiendo en la producción, los diez temas que contiene el CD suenan a Manta Ray por los cuatro costados y son dueños de una pujanza inquebrantable. El rock electrónico e industrial de la banda puede ser taciturno o torrencial, pero nunca deja de ser parcialmente áspero, esquivo, distante, como si no se entregase del todo al oyente o lo hiciera con tirantez. Instrumentalmente los cuatro miembros fijos del grupo lo bordan, asistidos por los vientos de Igor "Fino" Ruiz, Jon Elizalde y Aritz Lonbide y la viola de Sara Muñiz. Las atmósferas que tejen Xabel Vegas (batería y coros), Nacho Álvarez (bajo y teclados), José Luis García (guitarra y voz) y Frank Rudow (teclados, bajos y samples) son tan opresivas y arcanas como de costumbre, altivos retazos existenciales de herencia kraut que reclaman su espacio propio.


El río de melodía y ruido desemboca en los diez minutos de Torres de electricidad, compendio del conjunto cuya inicial y morbosa languidez acaba convertida en una descarga de high energy digna de Union Carbide Production completada por un sample repetido en bucle —música concreta en toda regla— que cierra ominoso el disco y el paso por los estudios de grabación de Manta Ray. Un cuarteto —aquí ampliado cuando es necesario— que demostró una personalidad arrolladora dentro de la tradición más vanguardista del rock and roll.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

The Battle Of Birdland


Inaugurado en 1949, el Birdland es uno de los clubs de jazz más legendarios de todos los tiempos, santuario así nombrado por el genial saxofonista Charlie Parker. Para hablar de él no debemos hacer una lista de quién ha tocado en su escenario, sino de quién no ha tocado. Dos de los que lo hicieron en 1954 son Sonny Stitt y Eddie "Lockjaw" Davis, amarrados ambos a su saxo tenor y acompañados del órgano de Doc Bagby y las baquetas de Charlie Rice. Curioso cuarteto éste que se mueve entre el bebop y el swing en The Battle Of Birland, batalla que es más suma de talentos felices, aunque los solos alternativos de Lockjaw y Stitt puedan hacer pensar metafóricamente en términos agónicos. No veo yo confrontación o competición entre los cuatro intérpretes —aun reconociendo que siempre ha habido lucha en el arte, erróneamente trasladada de ámbitos deportivos—; veo improvisaciones estupendas y largas en los cuatro temas que dan forma al elepé (ninguno baja de los siete minutos), realizadas por intérpretes concentrados y, si se puede decir, muy a gusto frente al público. Una noche de música fantástica en Nueva York en un tiempo en el que las había a docenas —en nuestro club o en otros, en nuestra ciudad o en otras—, lo cual no es óbice para disfrutar de ésta. Si pasa por sus manos, no dejen de escuchar The Battle Of Birland. Hasta tres y cuatro veces seguidas lo hago yo cuando lo pongo en mi reproductor.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Beyond Respect


No parece que vaya a reverdecer a estas alturas la vida discográfica de los Celibate Rifles, por eso podemos considerar Beyond Respect (2004) como su testamento, epítome de una carrera ejemplar que no se rindió a veleidades dictadas por la edad. You Won't Love Me lanza el cuchillo del high energy contra aquel oyente que pueda esperar que los años hayan moderado a la banda de Dave Lovelock y Kent Steedman, ¡ni de coña! Espectaculares riffs y solos de guitarra, una base rítmica rotunda y la voz grave de Lovelock dan vida a las canciones desde el primer momento, contundencia punk, garage y hard que solo cercenan la atmósfera psicodélica de la soberbia Alhambra —maravilla arquitectónica nazarí que sirve de inspiración a los autores de Roman Beach Party— y los suntuosos seis minutos de When We Meet Again, acechante medio tiempo que precede a las versiones del Nobody Knows de Destroy All Monsters y el My Generation de The Who (ésta oculta) que clausuran el trabajo. Fieles a los originales registrados, respectivamente, por norteamericanos y británicos, las lecturas de los Rifles suenan asimismo al quinteto australiano, virtud que éste tiene de apropiarse del material ajeno sin renunciar a su estructura. Homenaje a dos referencias básicas para los Celibate Rifle y cierre de un álbum excelente y de la obra en estudio de uno de esos grupos tan espléndidos como insuficientemente conocidos que pueblan el rock de nuestros antípodas. Cierre, lo repito, que a día de hoy se me antoja definitivo.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Coney Island Baby


La construcción de la carrera de Lou Reed en base a fuertes contrastes (de White Light/White Heat a The Velvet Underground, de Transformer a Lulu, de Street Hassle y Take No Prisioners a New Sensations) responde sin duda a criterios creativos del músico neoyorquino, pero cuando dichos contrastes llegan al extremo de yuxtaponer Coney Island Baby a Metal Machine Music, a la pura exigencia artística hay que unir una necesidad física de liberarse del brutal exabrupto noise que en forma de doble elepé había publicado muy a su pesar RCA. Sin embargo, si sacudimos el misticismo poético y bajamos la farándula al suelo de los humanos, las presiones de su discográfica y los acuciantes problemas económicos de Reed seguramente tengan un peso más importante en la existencia del elepé que nos ocupa que otro tipo de consideraciones telúricas u ontológicas.


Coney Island Baby, puesto a la venta en 1976, expurga cualquier atisbo experimental y se entrega a la canción rock —con los matices que ahora especificaremos— mediante ocho magníficas composiciones del autor de New York. Ligera, breve y feliz, Crazy Feeling expone su pop pegadizo como apertura del álbum. Aún más corta, Charley's Girl es también suave y pop, si bien su cadencia y su aroma caribeño la hacen diferente. She's My Best Friend reescribe el tema grabado originalmente por la Velvet Underground, alargándolo, endureciéndolo y convirtiéndolo en una nueva canción, pues en nada tiene que ver el tono naíf, amateur de la interpretación de los autores de Loaded con la profesionalidad y el dramatismo de la de los músicos que acompañan aquí a Lou Reed: Bob Kulick, Bruce Yaw y Michael Suchorsky. Kicks se va igualmente hasta los seis minutos, en los que Reed canta (o habla) sobre un fondo jazzístico en el que destacan los punteos de la guitarra de Kulick y las baquetas inquietas de Suchorsky. En el quinto de los cortes, Reed se autoproclama calmo y solemne "un regalo para las mujeres de este mundo", aunque sea la ironía la que riega el sosiego de A Gift. Ooohhh Baby es un rock and roll clásico de querencia glam a archivar junto a Hangin' Round. Nobody's Business se divide en tres partes claramente diferenciadas: una introducción que parece sacada de Berlin; un desarrollo country en la línea de la última Velvet; y un tramo final en el que el boogie y el ritmo se adueñan de la canción hasta completarla.

Coney Island Baby merece párrafo aparte. Al igual que en los posteriores Street Hassle y The Bells, el tema que da título al disco se eleva por encima de los que le rodean aumentando enormemente su trascendencia y valor. La que quizá sea la balada definitiva de Reed —con mención específica a "Lou y Rachel", su novia transexual de entonces— despliega su majestuoso tempo lento en el que disfrutar y dejarse llevar por las notas del bajo de Yaw, la guitarra solista de Kulick, la acústica y el fraseo de Reed, la batería de Suchorsky y los coros del productor Geoffrey Diamond, Joanne Vent y Michael Wendroff. Una absoluta maravilla que redondea un trabajo excelente que, personalmente y sin embargo, sitúo algo por debajo de otros del maestro estadounidense. En los antípodas sonoros y conceptuales, sea como fuere, de su antecesor Metal Machine Music.

lunes, 6 de noviembre de 2017

More Fun!


Coincidiendo con el extraordinario debut en largo de los New Christs en 1989, Distemper, veía la luz un epé del otro grupo de Rob Younger, Radio Birdman, titulado More Fun! El mismo documentaba la agresividad de la banda australiana en directo mediante tres cortes extraídos de una actuación en Sidney fechada en diciembre de 1977. Dark Surprise, Breaks My Heart y More Fun —los dos últimos formarían parte del segundo elepé del sexteto, Living Eyes— son testigos de la energía apabullante que Deniz Tek había exportado de Ann Arbor a la antigua colonia carcelaria, además de su indiscutible pericia compositiva y el gusto por la música surf. El disco añadía un tema de Chris Masuak registrado en Gales en abril de 1978 dedicado a explorar la faceta pop de Birdman. El guitarrista se llevaría Didn't Tell The Man a los Hitmen, con quienes regrabaría la canción para convertirla en un desenfadado himno de power pop mucho menos introvertido que la versión primigenia de los autores de Radios Appear. En definitiva, un artefacto curioso este More Fun! de uno de los grupos favoritos de esta casa… e imagino que de la de cualquiera que hable con amor y propiedad del rock and roll.

lunes, 30 de octubre de 2017

El desasosiego y el abismo. Una obsesión amorosa


Romper todos sus límites: eso es lo que hizo Hitchcock al rodar Vértigo (1958). Romperlos e inaugurar un periodo antológico al que se sumarán Con la muerte en los talones (1959), Psicosis (1960) y Los pájaros (1963) para completar una tetralogía por yuxtaposición, no por temática o argumento, que llevará al séptimo arte a su máxima expresión técnica y formal. El director británico era ya el autor de obras maestras como Encadenados (1946), Extraños en un tren (1951) o La ventana indiscreta (1954), películas que hablaban de un artista que utilizaba su cámara para indagar en la parte más oscura o crítica del ser humano —tabús sociales, miserias ocultas, miedos opresores— con la excusa de narrar una intriga básicamente insustancial que agarrase al espectador sin ganas de comerse la cabeza. Con Vértigo esto se iba a hiperbolizar, pues una trama infumable e insostenible servía de base al mayor de los despliegues cinematográficos y a la historia de amor más sentida y triste que servidor recuerde.


James Stewart y Kim Novak, como es sabido, protagonizan dicha historia: la del enamoramiento radical de un policía retirado de una mujer sensual y misteriosa a la que tiene que vigilar a petición de su marido. El ridículo MacGuffin narrativo hubiera podido dar lugar en manos de otro director a un desaguisado absoluto, pero la puesta en escena de Hitchcock sublima un guion —de lo rocambolesco, sonrojante o absurdo a lo excelso— del que el autor de Rebeca (1940) se vale con el objetivo de retratar a un hombre superado y destrozado y una mujer arrepentida arrojados —por sus propios sentimientos— en pos de la tragedia.


La poesía inunda las imágenes, que se encargan de transmitir con detalle la fascinación y posterior pasión que el policía siente por la esposa de su amigo, ya sea siguiéndola por las calles de San Francisco, un cementerio o un museo, o abrazándola en un magnífico bosque de secuoyas. Los recursos visuales de nuestro autor son infinitos, pero hay dos que son recordados por cualquier aficionado: la mezcla de zoom y travelling para mostrar el vértigo de Stewart, y el travelling alrededor de éste y Novak en el que se funden tiempos y espacios diferentes que circundan a los dos amantes fundidos a su vez en un beso más que intenso. Ambos, recursos visuales y poesía, dan forma indivisible a la magia de unos fotogramas que viven entre el sueño y la realidad, algo que los estimulantes títulos de crédito de Saul Bass adelantan y la sensacional música de Bernard Herrmann corrobora constantemente.


Si Vértigo mantuviese alguna tesis, ésta sería la del carácter pasajero, fugaz, coyuntural del amor, ostentosa y pretenciosa ilusión abocada al fracaso de las supersticiones. Esto nos hace situar el largometraje en la misma caja que genialidades pretéritas (Casablanca, 1942), coetáneas (Un extraño en mi vida, 1960) y futuras (Los puentes de Madison, 1995), dirigidas, respectivamente, por Michael Curtiz, Richard Quine y Clint Eastwood (la segunda asimismo con Kim Novak en un papel principal), antes que en el saco del suspense del cual es considerado Hitchcok maestro. Aunque si en un lugar debe estar es en el olimpo de las creaciones del siglo XX, ya que reducir su imponente belleza a la del estricto ámbito del celuloide no sería justo.

jueves, 26 de octubre de 2017

Prairie Wind


Entre la electricidad conceptual y política, respectivamente, de Greendale y Living With War, Neil Young vivía otro retorno al folk, Prairie Wind (2005), con el antecedente de Silver & Gold cinco años atrás. Dedicado a su padre recientemente fallecido (un escueto "For daddy"), el disco dibuja variados paisajes líricos y sonoros paridos en Nashville que —meciéndonos al igual que el viento de la pradera que le da título mece la sábana de la portada— hacen de él un buen trabajo, emocionante en ocasiones, pero que no está a la altura a obras maestras pasadas del canadiense como After The Gold Rush, Harvest, On The Beach o Zuma. Por supuesto que Young canta y toca guitarras, piano y armónica con su característica autenticidad; por supuesto que es un placer sentir los dedos de Ben Keith haciendo vibrar dobro, pedal steel y slide; por supuesto que da gusto escuchar la voz de Emmylou Harris en los tres cortes en los que colabora; por supuesto que Karl Himmel y Chad Cromwell son estupendos bateristas; por supuesto que los vientos de Wayne Jackson y Thomas McGinley, las teclas de Spooner Oldham y el bajo de Rick Rosas son un lujo; por supuesto, ¿cómo no? (y que me perdonen el resto de músicos que aparecen en el álbum). Estando la calidad asegurada, el asunto es que las composiciones de Neil Young no son tan brillantes como las de antaño, si bien todas llevan su sello y de todas se disfruta. Dentro del folk rock que pauta el disco, hay en él además country susurrado (Falling Off The Face Of The Earth y la preciosa This Old Guitar), soul de querencia country (Far From Home y Prairie Wind), gospel ontológico (When God Made Me) y baladas (la soberbia It's A Dream, cumbre orquestada de las diez canciones que conforman el redondo). De los cuatro temas que no he nombrado, tengo que citar el homenaje a Elvis, He Was The King, pues nunca está de más una oda que recuerde la grandeza de quien fuera rey del rock, especialmente si viene de alguien que pudiera perfectamente ocupar su trono. Seguramente no por este Prairie Wind, tiene mejores elepés, lo acepto, pero sí por una obra conjunta a la que pertenece por derecho.

lunes, 23 de octubre de 2017

Ningún cielo


Si algún disco español de lo que llevamos de siglo merece ser llamado obra de culto es el único álbum parido por Miguel Ángel Villanueva, Ningún cielo, de 2004. Miembro de grupos como Los Plomos, Los Auténticos y Los Brujos, Villanueva es uno de esos artistas "olvidados por casi todos sin que uno comprenda cuáles son las razones", como decía el querido Red River. Por eso, queremos recordar un trabajo tan hermosamente elaborado, delicado y poético como el que hoy traemos a la red.


El pop anglosajón de los sesenta (Beatles, Love, Kinks, Zombies…) ilumina el camino de Villanueva, aunque sea imposible no encontrar concomitancias y similitudes con el hecho aquí (de los Brincos a Nacha Pop, pasando por Solera y CRAG). La batería de Andy Morten, el bajo de Louis Wiggett y la voz y la guitarra de Villanueva son la (brillante) base de las canciones escritas por este último, adornadas cuando se cree preciso por diferentes instrumentos de viento y cuerda —de cuyos arreglos se encarga Peter Dolle— y por diversas teclas. El aserto que da título al CD se traslada al contenido de los catorces cortes del mismo, algunos más explícitos en su enunciado, pero todos amigos de la pérdida y la nostalgia. A diferencia de varios de los solistas o bandas que a la sazón practicaban en España un pop de primera categoría (los Winnerys, por ejemplo), la música de Villanueva se reclama genuina e intenta escapar del ejercicio de estilo, por muy bien que éste esté construido. La peculiaridad de las melodías y las letras en castellano hacen de Ningún cielo un disco singular, método de expresión de su autor antes que homenaje a sus ídolos, influencias que son evidentes pero que no devoran el discurso y las intenciones de Miguel Ángel Villanueva. (Al igual que Santi Campos, Nacho Vegas o José Ignacio Lapido, aunque olvidado en el fondo del baúl de los recuerdos.)

Escuchen (y lean) este álbum y quizá comprendan, ahora que lo pienso, las razones a las que aludía Red River, pues, en el fondo, no es amable ni comercial. A veces nos acarician sus sonidos, sí, pero son caricias que se vuelven ásperas y tristes. Igual que las que recibimos a lo largo de nuestra existencia.

jueves, 19 de octubre de 2017

Sabotage


Cuatro tipos bastante feos y de discutible indumentaria llamando al Sabotage delante de un espejo es lo que nos enseña la portada del sexto álbum de Black Sabbath, publicado en 1975. Tan horrenda imagen esconde el último de los plásticos imprescindibles de la primera etapa del grupo británico, que, ya sin Ozzy Osbourne y en los años ochenta, grabaría dos elepés espléndidos con Dio y uno con Ian Gillan al que el tiempo, dependiendo de con quien se hable, ha hecho ganar enteros.

Separadas por una miniatura acústica e instrumental —Don't Start (Too Late)—, Hole In The Sky y Symptom Of The Universe abren el disco sin miramientos, contundentes piezas de heavy metal pensadas para arrasar cuanto se interponga entre ellas y el oyente. Sin embargo, la segunda de las dos se transforma en su último tercio, de la más inopinada de las maneras, en alegre folk sacado de alguna fiesta hippie. Megalomania justifica con su título sus cerca de diez minutos de delicioso rock psicodélico, metálico y progresivo, cuyos riffs han sido tomados a Tony Iommi por docenas de guitarristas. No menos influyente ha sido el riff principal de Thrill Of It All, canción asimismo mutante que de medio tiempo seco y agresivo pasa a hard rock sinfónico en el que Iommi, además de la guitarra, toca piano y sintetizador. Supertzar es un corte instrumental de épicos o terroríficos coros (según sensibilidades) a cargo del English Chamber Choir. Aroma pop es lo que desprende Am I Going Insane (Radio)… todo lo pop que la voz de Ozzy permite, claro. El bajo de Geezer Buttle y el sintetizador de Iommi configuran la estructura sonora del tema, uno de los más peculiares jamás grabados por el grupo inglés. The Writ sigue la senda de Megalomania en cuanto duración y diversidad de estilos (en algún momento el cuarteto parece Pink Floyd) hasta que Blow On A Jug (oculta y sin nombrar) pone breve y juguetón fin al elepé con un Bill Ward que deja sus baquetas y se sienta al piano y hace coros.

Ni Technical Ecstasy ni Never Say Day! estarían ya a la altura de la obra previa de Black Sabbath, y habría que esperar hasta que la llegada de Dio y Heaven And Hell volvieran a poner las cosas en el sitio en el que Sabotage las había dejado. El de una banda única y legendaria que este 2017 nos ha dejado definitivamente. O eso parece.

lunes, 16 de octubre de 2017

The Black Saint And The Sinner Lady


Cuando Charles Mingus se dispone a grabar en enero de 1963 The Black Saint And The Sinner Lady es un músico con una carrera a sus espaldas suficiente para ocupar un espacio definitivo en los anales más conspicuos del jazz. Extraordinariamente libre y feliz, elepés como Pithecanthropus Erectus, The Clown, Mingus Ah Um, Oh Yeah o Money Jungle (éste compartiendo protagonismo con Duke Ellington y Max Roach) son testigos inmarcesibles de la docta heterodoxia mingusiana y se bastan y se sobran para dar fe de su categoría. Sin embargo, el disco que va a salir de aquel estudio neoyorquino llevará su arte a un nivel superior para codearse con cualquiera de las más sublimes creaciones del medio.

Escrito al completo por Mingus y estructurado como si de un ballet se tratara, el álbum se divide en cuatro piezas (la última de ellas subdividida a su vez en tres movimientos) para diferente número de bailarines cuya riqueza compositiva, orquestadora, interpretativa e incluso sonora maravilla sin cesar al oyente. Once son los músicos encargados de dar vida a la teoría que el autor ha traído al estudio, entre los que dominan los vientos: saxofones de todo tipo, trompetas, flautas, trombón y tuba. Además, batería, guitarra clásica, piano y contrabajo, instrumentos estos dos últimos de los que se encarga, claro, Charles Mingus (junto con Jaki Byard si hablamos de las teclas). La big band estruendosa que funciona cual fanfarria —tan del gusto de Mingus— aparece aquí y allá, e incluso vertebra la mayoría del plástico, pero no solo de ella viven partitura e improvisaciones. Retazos de sonata en su forma tradicional, folclore centroeuropeo, flamenco, disonancias cercanas al free jazz, ragtime, gospel y la sempiterna influencia de Duke Ellington sobre nuestro hombre completan y colorean la tela estampada por un grupo exquisito.

La yuxtaposición de elementos muy diferentes (unas notas de piano, por ejemplo, seguidas de unas potentes armonías de los vientos; unos acordes de guitarra flamenca antes de una rumbosa fanfarria; etc.) protagoniza la soberbia cuarta y definitiva pieza, cerca de diecinueve minutos de órdago que corroboran todas la certezas expuestas hasta ese momento multiplicando sus posibilidades y llevando el conjunto del elepé a su verdadera envergadura. La de la obra maestra de un tipo único que todavía tenía muchas cosas que decir pero que con The Black Saint And The Sinner Lady alcanzaba su cima. Aunque la verdadera grandeza de Charles Mingus resida en que incluso si no la hubiera registrado seguiríamos refiriéndonos a él como una de las figuras más indómitas, singulares y geniales surgidas de la música del siglo XX. Tal es la prestancia del resto de su discografía.

lunes, 9 de octubre de 2017

Wynton Marsalis. The Gold Collection


Parece indudable que lo de la Gold Collection que —en forma de doble cedé dorado y cajita de cartón protectora— se propagó durante los años de apogeo del formato ahora tan denostado (ni tanto ni tan calvo, oiga) estaba destinado a un público domesticado al que le daba igual qué (y cómo) escuchar mientras lo pudiese comprar en su centro comercial, gran almacén o cadena de tiendas de ocio favoritos; es decir, dónde la calidad según sus estándares estaba asegurada. Obviamente, esto no quiere decir que dichas rodajas no pudieran contener o contuvieran grabaciones excelentes de algunos de los artistas de mayor renombre en la música popular: James Brown, Frank Sinatra, Bob Marley o Carlos Gardel.


El caso que hoy nos ocupa certifica que incluso colecciones tan casposas como la comentada llevan a veces en su interior sonidos tan deliciosos —inversamente hermosos— como los que los Jazz Messengers de Art Blakey aventaron un 11 de octubre de 1980 en Ft. Lauderdale. ¿Jazz Messengers?, ¿Art Blakey?, se preguntarán ustedes con razón; porque ¿no estamos hablando de un doble álbum de Wynton Marsalis? Pues sí, hasta ese extremo llega la caspa: se adjudica la autoría a quien no es sino un miembro del mítico grupo de Blakey. Cierto que un miembro destacado. Varios de los temas tocados aquella velada ya habían sido publicados en un elepé de 1981 de Art Blakey and The Jazz Messengers titulado Recorded Live At Buba's Jazz Restaurant en cuya portada se añadia Featuring: Wynton Marsalis. El concierto al parecer completo que veía la luz en 1998 (o 1997) bajo el título de Wynton Marsalis. The Gold Collection debería haber seguido un criterio idéntico o similar, sin utilizar de manera fraudulenta el nombre del trompetista de Nueva Orleans por motivos de hipotético tirón comercial. (No nos rasguemos las vestiduras, de todos los modos: en 1983, solo dos años más tarde de la edición del disco de Art Blakey, habían aparecido sendos elepés de Wynton Marsalis en Gran Bretaña e Italia de exacto contenido pero diferentes título y portada con otros cinco cortes extraídos del mismo concierto.)


Superados los inconvenientes descritos, sin embargo, vamos a encontrar cerca de dos horas de espléndido hard bop que sigue la línea clásica de la famosa institución de Blakey, una banda que aquí suena como un cañón. One By One y My Funny Valentine, bien diferentes ambos en tempo y construcción, marcan unas pautas que en el resto de temas van a manifestarse igualmente: si bien el sexteto es excelente en su totalidad, la trompeta de Marsalis, la batería de Blakey y el piano de Jimmy Williams (en Jodi le sustituye Ellis Marsalis) están un punto por encima. Y digo esto con mala conciencia, ya que el saxo tenor de Bobby Watson, el tenor de Billy Pierce y el contrabajo de Charles Fambrough son tratados con gran destreza e ímpetu por sus dueños. Atrapados por el placer de escuchar a intérpretes tan capacitados y excitantes, y tras haber gozado del inmortal Moanin' que compusiera Bobby Timmons para los Messengers más esenciales, nuestro prurito de exactitud se impone lo mejor que puede para aclarar que —ponga el lector símbolos de admiración si lo cree oportuno— el homenaje al mítico pianista que se yuxtapone (Soulful Mister Timmons) está escrito por su homólogo Williams, no por Art Blakey, y que el siguiente tema sí es de Charlie Parker, pero no se titula My Ideal, sino Au Privave.


Consciente de que nada puedo hacer para enmendar el desaguisado editorial del artefacto que observo encima de la mesa con precaución y desasosiego, me recomiendo centrarme en el aspecto musical (al fin y al cabo es el que importa, ¿no?) y repetir que éste merece mucho la pena aunque el envoltorio sea execrable. Aquella formación de los Jazz Messengers de Art Blakey era realmente buena y Wynton Marsalis. The Gold Collection lo deja muy claro. Farsas o engaños comerciales aparte.

lunes, 2 de octubre de 2017

Teen Sublimation Riffs


Entremedias de la publicación de Forced Into A Corner y Not Meant For This World, Asteroid B-612 editaba un epé de cinco canciones (Teen Sublimation Riffs, 1995) que confirmaba igualmente por qué el quinteto australiano superaba a prácticamente todos los grupos dedicados en la década de 1990 a la música del diablo, en especial a los surgidos de Seattle que, bajo la etiqueta grunge, supieron de un éxito desaforado al que siempre fue ajeno nuestro asteroide favorito.

Straight Back You, primero de los cortes, es un glorioso rock and roll que también estará entre los temas que conformen el tercer elepé de la banda. Las guitarras salvajes de Johnny Casino y Leadfinger hacen saber de su ascendencia high energy, golpeando inmisericordes sobre el oyente relamido a base de riffs y punteos hijos de Deniz Tek, Ron Asheton y Link Wray. You Know I'll Never Be Good y Teen Sublimation Riff vomitan la misma electricidad fulminante apoyada en una base rítmica no menos letal (Ben Fox y Scott Nash) y comandada por la voz de Grant McIver. Llevada al terreno aguerrido del grupo, la versión del Is It My Body de Alice Cooper sirve de prólogo a Undertow (Second Time Around), nueva lectura de la soberbia balada que ya encontrábamos en el debut de Asteroid B-612. De similar intensidad a la original y parejo influjo de Neil Young y Crazy Horse, aquí brilla por encima del resto la guitarra solista de Leadfinger en la segunda mitad de la canción, donde se desata la emoción a la manera de Like A Huricane, Cortez The Killer o Love And Only Love. Punto y final de un nutritivo aperitivo que paliara el hambre de los seguidores de la banda antes de que el descomunal y mencionado Not Meant For This World la saciara por una buena temporada.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Some Girls


Para mí no hay duda al respecto: Some Girls (1978) fue el último álbum realmente necesario de los Rolling Stones. Si en ese momento la banda se hubiera disuelto no habría pasado nada en los planos discográfico y creativo, aunque haya que reconocer que millones de fans desperdigados por todo el mundo habrían dejado de disfrutar de unos cuantos y multitudinarios conciertos. Aclarado esto, tampoco hablamos de un nuevo Sticky Fingers o un nuevo Beggars Banquet, sino de un muy buen disco de una banda única que aún pisaba con fuerza y roqueaba sin el piloto automático.

Miss You es una sorprendente apertura en la que los Stones se entregan con elegancia a la música disco tan en boga a la sazón. El saxo de Mel Collins y la armónica de Sugar Blue calientan el tema en su segunda mitad, preparándolo para el potente When The Whip Comes Down, rock de crudas guitarras que Keith Richards y Ron Wood sacan chulescas a pasear. Just My Imagination (Running Away With Me) es un versión del clásico de los Temptations, pacífica pieza de soul orquestado que los Stones transforman en funk rock psicodélico. High energy blues de primera categoría, Some Girls es un medio tiempo espléndido y fornido en el que repite Sugar Blue. Uno de los rocanroles más agresivos jamás grabados por el grupo de Mick Jagger, Lies se suma al espíritu punk de la época. Far Away Eyes ejerce como vivo contraste, pues se pasan los Stones al country para seguir aumentado la variedad del álbum. Al igual que Lies, Respectable hace gala de la influencia punk al endurecer la herencia de Chuck Berry en una canción gozosa. En Before They Make Me Run Richards sustituye a Jagger y nos canta sobre sus problemas con las drogas con esa voz suya tan especial. Beast Of Burden es la balada del álbum, necesario y bello remanso en un elepé en el que domina la energía para hablar de los diferentes tipos de mujeres… y otras cosas. Shattered añade más rock and roll y guitarras al asunto y culmina el álbum. Siempre he pensado que es un tema que bien podían haber grabado Iggy Pop y James Williamson formando parte de Kill City, dicho como anécdota que en nada modifica el (notable) contendido del trabajo. De aquí en adelante —sin negar que haya buenas canciones— los Rolling Stones carecerán en mi opinión de importancia artística y se dedicarán a vivir de las rentas, aunque éstas sean de un nivel estratosférico. Cotejen Aftermath, Let It Bleed o este Some Girls que hemos juzgado con cualquiera de sus discos posteriores y me dicen.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Melange


Sábado 2 de abril de 2016. Madrid. Sala El Sol. Llena ésta hasta los topes, la expectación es máxima por ver en directo a Melange, nueva banda madrileña que acaba de publicar un debut homónimo en forma de doble elepé y que la mayoría del público aún no ha catado, al menos en su totalidad. Formado por músicos de grupos tan ilustres como Lüger o RIP KC (aunque sean más), el cuarteto que ha registrado el álbum se ha transformado en quinteto en el ínterin que va de la grabación al concierto que vamos a presenciar en este segundo fin de semana de la primavera. Así es. Sergio Ceballos se ha unido a la banda tras volver de tierras austriacas y se prepara para que los acordes de su guitarra se sumen a los de la de Miguel Rosón, el bajo y el sitar de Daniel Fernández, los sintetizadores y teclados de Mario Zamora y la batería del otro Ceballos, Adrián, convertido desde hace años en un maestro de las baquetas.


Desde el comienzo de la actuación hasta su último suspiro las esperanzas se han hecho realidad, los rumores se han transformado en inapelables sentencias afirmativas: acabamos de vivir un espectáculo musical soberbio que el disco que adquirimos una vez finalizado nos debe confirmar. Su apariencia, para empezar, es inmejorable. La elegancia de su presentación, la belleza de la portada y lo fornido de ambos vinilos —añadido a la categoría escénica de la que hemos sido testigos— invitan al mayor de los optimismos. Al igual que los créditos. Sumándose a los miembros citados, descubrimos las colaboraciones de Carlos Domingo (guitarra en Verdiales del encuentro), Sara Muñiz (viola en Los ojos negros (bulerías de Düsseldorf), Nuevos ritos y Los ojos del mar), Luis Erades (saxo soprano y contralto en Tríptico de Tobalá) y Marcos Monge (clarinete bajo en el mismo tema), algunos de ellos habitantes temporales asimismo de las tablas de la Sala El Sol. Y por último (el plato va a empezar a girar), los títulos de las canciones, pues además de las citadas están Solera, Saquesufáh, Viaje a Cenera, Beti Jai (capricho sefardí) o Las dunas de Diabat, sugerentes, enigmáticos enunciados que invitan a la escucha de los sonidos que les dan sentido.


Quince en total, las piezas que conforman el trabajo nos mueven, según se amplían las escuchas, de la hipótesis y la conjetura a la epifanía plena de unas composiciones y unos intérpretes que huyen tajantemente de la clasificación. No es que no haya pasajes en los que a uno le vengan a la cabeza el space rock, el pop psicodélico, el rock progresivo español de querencia flamenca, el propio flamenco, el krautrock, las escalas arábicas o las bandas sonoras de los spaghetti westerns —sí—, pero aparecen entreverados de tal manera que abjuran del artificio o del ejercicio de estilo, entregándose a la vida que sus autores deciden darle y no a la repetición mecánica de algo ya sabido y ejecutado hasta la náusea. Si en experiencias anteriores con diferentes bandas los miembros de Melange todavía dependían mayoritariamente de factores exógenos (anglosajones o europeos), factores que se iban reduciendo y limando, en su arranque discográfico éstos pierden fuelle en beneficio de la idiosincrasia autóctona, sin que la influencia extranjera deje de estar allí. No sé si atreverme a calificarlo de rock de raíces ibéricas, en todo caso música personal que coge de donde haga falta para ensanchar su discurso y alejarse de ortodoxias, determinismos y militancias.


No hemos hablado de las voces (Rosón y Fernández) y coros (Zamora y Ceballos) que dan el empaque definitivo al elepé, y no podemos terminar este texto sin hacerlo. En setenta minutos largos que apuestan mayormente por lo instrumental, son esas voces y esos coros —de naturaleza matizadamente naíf— un instrumento más con el que jugar, no los encargados de interpretar unas letras con una melodía equis (archisabida y previsible).


La escucha atenta de Melange durante los últimos dieciocho meses me invita a declarar que estamos ante el mejor álbum (doble o sencillo) grabado en España en mucho tiempo, pero como dicho adjetivo (que seguiré utilizando, no se me asusten) me causa cada día un mayor repelús, diré que se trata del más genuino y especial. A la espera de que Viento bravo, a publicar en noviembre de este año, corrobore lo dicho de su primer plástico o lance al quinteto a la ciénaga de las grandes imposturas.