Nacido en la pequeña localidad finlandesa de Orimattila en 1957, Aki Kaurismäki es una rara avis dentro del panorama del cine actual. En una industria cinematográfica como la de su país, prácticamente inexistente, ha conseguido poner en pie una obra personal, sugerente y atípica con la ayuda de su hermano Mika —también director— y unos cuantos colaboradores. Productor, director y guionista de todas sus películas, el cine de Kaurismäki mantiene una línea de coherencia ejemplar que hace difícil encasillarle porque —aunque pueda tener puntos en común con cineastas coetáneos— debido a su acusada personalidad es complicado remitirle, en el presente, a nadie. Si que encontramos, sin embargo, referencias en el pasado (las cosas no surgen por generación espontánea), pues es Kaurismäki —y esto sin menoscabo de sus películas, ya que éstas tienen como referencia primordial la vida, al contrario de aquéllos que no han salido de la sala oscura sino para empezar a rodar su primer largo tras unos cuantos (¡horror!) cortometrajes— un cinéfilo apasionado. Influencias básicas de Kaurismäki son, por un lado, Robert Bresson (del que ha aprehendido hieratismo, austeridad y control) y, por otro, el cine de género de serie b norteamericano de los años cuarenta y cincuenta (concisión y agilidad narrativas); a las que ha venido sumándose —con los años y cada vez con más intensidad (es evidente en el aspecto formal de su última película, que ahora vamos a comentar)— las de Luis Buñuel (surrealismo e incluso fantasía) y Frank Capra (ingenuidad y buenas intenciones).
Un hombre sin pasado (2002) es la última aventura emprendida por Aki Kaurismäki, estrenada con el habitual (habitual, podríamos decir, en todas las películas «diferentes», por llamarlas de alguna manera. Veamos si no, por ejemplo, Los espigadores y la espigadora (Agnès Varda, 2000) o Millenium Mambo (Hou Hsiao Hsien, 2001). Por cierto, que del taiwanés sólo se han estrenado dos filmes en nuestro país, tratándose, como se trata, de un cineasta importantísimo) retraso en España. En ella narra la historia de un hombre que llega a Helsinki y recibe una paliza que le hace perder la memoria. La amnesia le convierte en un ser marginal y sólo con la ayuda de un puñado de indigentes y una mujer que trabaja en la beneficencia podrá salir adelante. La película entronca directamente con Nubes pasajeras (1996), su anterior e inferior trabajo, y continúa con la senda de peculiar optimismo abierta con Contraté a un asesino a sueldo (1990), que aquí toma forma —creo que ya de modo definitivo y sin cortapisas— de compromiso moral con sus congéneres (el protagonista llega a citar la regla áurea de toda ética: «Ama al prójimo como a ti mismo»), aunque no por ello haya que pensar que Kaurismäki haya dejado de mostrar el lado más duro de la realidad —sin la sequedad, eso sí, de Ariel (1988), su obra maestra, o La chica de la fábrica de cerillas (1990) y con más sentido del humor—, se haya vuelto blandengue o mojigato, haya empezado a eludir responsabilidades o, en fin, se haya aburguesado. No. Kaurismäki es, básicamente, el de siempre. Ahí están la sobriedad de su puesta en escena, su humor negro, sus escasos diálogos, sus extraños y entrañables (humanos, cuanto menos) personajes y su amor por las elipsis (¡y qué gusto da cuando nos ahorran toda esa serie de explicaciones penosas e innecesarias a las que nos tienen (mal)acostumbrados!). Es verdad, también, que Un hombre sin pasado tiene más movimientos de cámara, es más luminosa (encontramos todo un canto a la solidaridad generada de manera individual —es decir, por cada individuo— frente a la deshumanización de la sociedad neoliberal) y en ella se habla más de lo habitual, pero las constantes de su cine siguen inamovibles.
Creador de una de las obras más hermosas e intransferibles del cine reciente, la apuesta que lanzó Kaurismäki hace veinte años va cobrando sentido, si bien sea constituyendo una más de las islas que predijo su admirado Bresson. Él ha dicho en repetidas ocasiones que gracias a que hace películas no se ha suicidado. Esperemos que siga haciéndolas para que al menos alguien nos cuente el reverso doloroso de uno de los países, Finlandia, con mayor estabilidad y renta per cápita, junto al resto de países escandinavos, del planeta, pero que, al igual que éstos, tiene una de las tasas de suicidio más altas y que con la disolución de la URSS, principal destino de las exportaciones finlandesas, sufrió una fuerte recesión que aumentó el paro y le hizo tener que reestructurar su economía.
NOTA: Esta reseña fue publicada por la revista Ruta 66 el mes de mayo de 2003.
Pues voy a repasar mi colección rutera para ver si encuentro la revista de marras, muy propicia, por otro lado, a este tipo de cine. Totalmente desconocido el autor finlandés, de hecho, creo ser esta la primera y única referencia que tengo de la cinematografía de dicho país escandinavo.
ResponderEliminarAbrazos,
JdG
Es uno de mis directores favoritos, Javier, y, además, muy ligado a la cultura rock. Ninguna de las diez películas que he visto de él me ha defraudado, pero "Ariel" y "Contraté a un asesino a sueldo" son mis favoritas de él. La que comentaba en Ruta 66, "Un hombre sin pasado" es también magnífica.
ResponderEliminarAbrazos.
El Havre y El otro lado de la esperanza sus 2 últimas pelis son 2 obras maestras, con su sello de identidad y tan crítico y mordaz como nunca. Siempre Aki nunca defrauda en estos días grises por donde andamos
ResponderEliminarAsí es, Jacinto, esas dos películas son magistrales. Jamás defrauda Kaurismäki, jamás.
ResponderEliminarAbrazos.