miércoles, 18 de abril de 2018

Rencores patrios


"Cuidado, sobre todo, con los movimientos de cámara. Todos los jóvenes, cuando hacen su primera película quieren hacer cosas insensatas con la cámara. No sirven para nada", aconsejaba John Ford —aunque imagino que ahora admiraría su tenacidad e independencia de criterio— a Bertrand Tavernier en París a mediados de los años sesenta cuando éste era todavía un crítico que aspiraba a dirigir películas. Y se aseguró Tavernier de tener cincuenta años y más de una docena de títulos a sus espaldas para contradecir del todo al maestro, convencido ya de lo que se traía entre manos.


El cineasta galo —muy controvertido (incluso entre sectores de la izquierda) en Francia por tocar donde duele— da un giro a su carrera —también interesante hasta entonces— a partir de 1992 con Ley 627, insuflando una viveza y un nervio a sus películas propias del cine moderno sin perder un ápice de su virtuosismo y ganando en densidad y credibilidad. A través de La carnaza (1994), Capitán Conan (1996) y Hoy empieza todo (1999) —y con la vista puesta en el cine de Ken Loach y Rompiendo las olas (1996, Lars Von Trier), cuya influencia es evidente en Hoy empieza todo— depura su estilo mientras retrata pasado y presente, glorias y miserias, de su país con una cámara en perpetuo movimiento que se adecua con exactitud al material narrativo que maneja, relatos rápidos y tensos en los que deja claro su compromiso político y social y su rechazo a ciertos vicios de la sociedad que le rodea.

En esta línea se sitúa Salvoconducto (2002). Sin llegar al nivel de las tres anteriores —es un filme más convencional—, Tavernier narra la historia de Jean Devaivre y Jean Aurenche, ayudante de dirección (y posterior director) y guionista respectivamente, y, por extensión, de otras personas, que trabajaron en la industria cinematográfica —y en concreto en la productora Continental— durante la ocupación nazi de Francia. Absteniéndose de hacer juicios de valor ("Tenía muy claro que no quería dar notas de buena o mala conducta. Quería comprender, quería descubrir las opciones que tenía la gente menos conocida —aunque muy respetada en su profesión— es decir los directores, guionistas, técnicos, empleados, figurantes. ¿Dónde estaba la línea de separación entre cumplir el trabajo y deshonrarse? ¿Entre trabajar y colaborar? ¿Entre sobrevivir y ponerse en una situación comprometida? Me planteé también esta pregunta: ¿cómo me hubiera comportado yo en esas circunstancias?", ha declarado) con la excusa de la distancia histórica o haciendo uso quizá del tan llevado corporativismo, Tavernier y sus colaboradores crean un gran fresco de época —es una cara producción con dinero francés, alemán y español— que, tras una primera parte un tanto farragosa, debido a un excesivo número (seguramente necesarios, ahí está el lastre) de personajes, cobra realmente sentido y emociona en su segunda mitad, cuando Devaivre —antiguo ciclista— recorre en bicicleta los 385 kilómetros que separan París del pueblo donde están su mujer, su hijo y su suegra en camino de ida y vuelta y hace que el espectador sienta una enorme sensación de libertad y cuando —por una relativamente casual concatenación de hechos— viaja en tren  y avión durante la noche para ser interrogado por los ingleses acerca de unos papeles con información crucial que de forma excesivamente fácil —sospechosa, por lo tanto, de no ser fiable— ha sustraído a los alemanes y entregado a la Resistencia mientras todo el mundo cree que está en cama curándose de un virus.


Salvoconducto ha creado, cómo no, polémica en Francia, pues muchos de los personajes que retrata fueron tachados en su momento —y aún hoy en día lo siguen siendo— de colaboracionistas por la Resistencia (incluso aunque trabajasen para ella). Se acusa a Tavernier de ser demasido indulgente cuando tan mordaz es con el presente. Pero también se le acusa de los contrario. De todos modos, ésta es ya una historia de rencores patrios en la que no queremos entrar, pues, —como todas las historias de rencores patrios— tiene demasiados recovecos y hay muchas cosas que desde aquí se nos escapan. Nos quedamos, en fin, con el trabajo de Tavernier, que se ha convertido por méritos propios en uno de los grandes del cine europeo y con la excelente interpretación de Jacques Gamblin.

NOTA: Esta reseña fue publicada por la revista Ruta 66 el mes de enero de 2003.

2 comentarios:

  1. Mi desapego por el cine (por las salas de cine) puede que cumpla ya 15 ó 20 años, un hecho insólito en el que me mantengo aferrado como clavo a la pared. Insólito porque me sigue gustando el cine pero no acudo a verlo. Debe ser un autocastigo impuesto por algún pecado del que desconozco casi todo. Prefiero el cine en casa, sedentario y, a ser posible, en soledad. Y aún así, hace un par de días tuve que concluir la visión de "La noche americana" antes incluso de que apareciera en pantalla la sin par Jacqueline Bisset, ¡qué aburrimiento!. De Tavernier recuerdo con gusto su "Round Midnight", y poco más. Me gustaría volver a verla.
    Abrazos,
    JdG

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  2. ¿El tiempo está haciendo daño a Truffaut, Javier? El Tavernier de los noventa no tiene precio, en serio, aunque el anterior también es buenísimo ("Round Midnight", "La vida y nada más", su cine negro…).

    Abrazos.

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