martes, 26 de julio de 2011

The Clown


¿Un quinteto o una big band?, se pregunta el oyente al sentir, más que escuchar, el estrépito que sigue a la introducción del contrabajo en Haitian Fight Song, el tema que abre The Clown. Ambas cosas: un quinteto que suena como una big band. Y es que ésa es una de las características de la música de Charles Mingus: el cruce del sonido atronador de la fanfarria con las vanguardias del jazz que se desarrollan desde los años cuarenta. Continúa Haitian Fight Song con los líricos y extensos solos de Jimmy Knepper (trombón), Wade Legge (piano), Shafi Hadi (muy parkeriana su intervención al saxo) y Mingus, hasta que retoman el motivo principal para despedirse como habían comenzado: haciendo ruido. Blue Cee respira bebop por los cuatro costados, destacando las filigranas del contrabajo de Mingus. Reincarnation Of A Lovebird es un homenaje a Charlie Parker (a quien también recordará en Mingus Ah Um), principal referente musical de Charles Mingus si exceptuamos a Duke Ellington. Una pieza exquisita resuelta con finura por el quinteto. The Clown, cuarto y último corte del elepé de mismo nombre, contiene una narración de Jean Shepperd —a la que se tiende a dar demasiada importancia, por muy brillante que sea, cuando se habla de este disco— en su primer y último tercio punteada por unos interpretes que improvisan en el segundo sin voz alguna de fondo.

Registrado en febrero y marzo de 1957 en Nueva York, The Clown es posterior a Pithecanthropus Erectus y anterior a Mingus Ah Um, pero, a pesar de no gozar de su fama, está a la altura de las dos obras maestras que Mingus grabó en los años cincuenta, y, junto a The Black Saint And The Sinner Lady y Oh Yeah, sus inmortales grabaciones de la década posterior, podría conformar sin duda el Pentateuco particular de Charles Mingus, contrabajo y pianista de legado imprescindible, personalísima visión estética y, me atrevería a decir, obligado conocimiento para cualquiera interesado en el jazz.

miércoles, 20 de julio de 2011

Los Ronaldos y Saca la lengua

R&B y rock and roll de la escuela Waters/Berry/Stones, ramalazo funk, rockabilly, matizaciones velvetianas y ecos high energy y garage es lo que encontramos en el debut de Los Ronaldos. Es decir, los influencias que manejarán a lo largo de una carrera que tendrá su culminación en Cero, aunque lejos quedara ya la frescura de Los Ronaldos (1987) en la obra maestra del cuarteto madrileño. Al igual que Los Enemigos —coetáneos y conciudadanos—, el grupo de Coque Malla mejoró técnicamente con los años, pero su homónimo primer elepé tiene una inmediatez, una gracia y un desparpajo que es difícil encontrar en el artista curtido. Y además, qué demonios, unas canciones que son pequeños clásicos del rock español: Ana y Choni, Si os vais (con un riff digno de los Celibate Rifles), Guárdalo, Sí, sí… Realmente llama la atención la consistencia de Los Ronaldos, que ha envejecido mucho mejor que la mayoría de álbumes españoles de su época porque estamos ante una banda —así lo demostrará su trayectoria— que, sin corsés que limiten su discurso, sabe cómo quiere sonar, es ajena a modas (o movidas y posmovidas insufribles) y tiene claro el camino, aunque no dude en salirse de él —como hará, sin perderlo de vista, en el siguiente capítulo discográfico— si hace falta.
 
Saca la lengua veía la luz a finales del año siguiente, 1988, con Paco Trinidad de nuevo a los controles y Los Ronaldos dispuestos a saltar a la fama sin bajarse del burro ni perder la congruencia. Gana aquí la pulsión funk y se orientan los temas hacia un pop comercial. Menos directos, con más arreglos, los cortes del álbum muestran a unos Ronaldos diferentes (que no mutantes), abiertos, curiosos. Además de contener dos de sus canciones más conocidas (Por las noches, Adiós Papá), en Saca la lengua encontramos una versión del Rock del Cayetano de Pata Negra, esa aproximación al lounge que es No como él (de lo mejor del redondo) o rock and roll nuevaolero (Siesta de alcohol, Cuidado conmigo). Pero, sobre todo, encontramos aires festivos, rumberos, por doquier, los traiga Keith Richards o Sly Stone; canciones que te hacen bailar antes que empuñar una guitarra imaginaria y poner caretos estúpidos ante el espejo. Sea como fuere —mueva unos los pies o se quede amarrado al sofá—, Saca la lengua se trata de un buen disco, aunque "el rock and roll descarado, vacunado contra la trascendencia y capaz de escandalizar a los guardianes de lo políticamente correcto"* de Los Ronaldos haya pasado con mejor nota el test del tiempo. Aquí, al menos, nos parece evidente.

*César Luquero

viernes, 15 de julio de 2011

Re-ac-tor

Si de algo dista Neil Young es de esa figura del viejo roquero (bochornosa expresión per se) dormido en los laureles que vive de las rentas (económicas y/o artísticas) dando una imagen patética de sí mismo y de su profesión. Inquieto por naturaleza, rebelde sin pausa (que diría Public Enemy), Young, sin querer pasar por eternamente joven, no se instala en lo conocido,  no renuncia a la investigación y no parece preocuparle el desconcierto que pueda causar. Es por ello que por mucho que critiquemos su obra en los años ochenta no deja de ser el riesgo de un artista integro, auténtico, que hace lo que le viene en gana, y no lo que a otros les pueda apetecer.

Recibido sin mucha alegría —algo a lo que tendrá que acostumbrarse el canadiense hasta 1989 y Freedom—Re-ac-tor (1981) es quizá el disco más cercano al punk (el rojo y negro anarcosindicalista de la portada) y al high energy de todos los que ha grabado Neil Young, aunque nunca han estado lejos de Stooges y MC5 sus planteamientos. No es aquí la electricidad extática, como en Zuma o Everybody Knows This Is Nowhere, ni hay nada en el disco del carácter elegíaco de On The Beach, pero al menos no se dedica Young a hacer música para adolescentes estúpidos o profesionales liberales que buscan desconectar un rato. "You were born to rock / You'll never be an opera star" canta salvaje en Op-er-a Star acompañado por Crazy Horse —como en el resto del elepé, que no se nos olvide—. Rock duro sin concesiones es también lo que sigue en Surf-er Joe And Moe The Sleaze y los nueve minutos de T-Bone, que convierte al metal que triunfaba por aquel entonces en chicle de fresa, si me admiten el símil. Get Back On It relaja el ambiente al final de la primera cara, a pesar de que el piano trotón no tenga el suficiente protagonismo como para rebajar la aspereza del sonido de Young y sus caballos locos. También crudos pero accesibles se presentan South-ern Pac-i-fic y Mo-tor Cit-y, los dos primeros cortes del la segunda cara. Rap-id Tran-sit me parece la canción más floja del álbum, sin ser mala, aunque sea redimida por Shots, cuya épica tronadora no desencajaría en Rust Never Sleeps. Llega así a su fin un disco que, sin ser una obra maestra, mantenía intacta la dignidad artística de Neil Young aun rebajando las cotas de su creatividad. Dignidad que no perderá en los años siguientes, se piense lo que se piense de lo que algunos consideran "experimentos" (no niego que lo sean) que comienzan con Trans. Siempre en los antípodas de tanta medianía y del viejo roquero del primer párrafo, eso es lo que diferencia a Neil Young —tanto obras mayores como menores son inseparables, asfaltando una misma vía— y le hace, como a Bob Dylan, Lou Reed o David Bowie, músico insustituible, verdad frente a mentira. Incluido Re-ac-tor.

viernes, 8 de julio de 2011

Photo-Finish


Una escucha aislada de Photo-Finish (1978) en el año 2011—bien metidos como estamos en el siglo XXI— llevará a una primera y obvia (que no errónea) conclusión: un excelente disco de rock and roll —las guitarras distorsionadas de sustrato blues y la aguerrida base rítmica hablan por sí solas— grabado en los años setenta de la centuria anterior. Pero si ampliamos con lupa y contextualizamos, entramos en detalle y buscamos el matiz —como obligación lo tenemos—, podremos dar con ciertas claves, la miga que la corteza, tan crujiente y sabrosa, oculta. Porque, ¿qué ha pasado en los dos años que van del sensacional Calling Card a este Photo-Finish? ¿Por qué Rory Gallagher ha prescindido del teclado de Lou Martin? ¿Por qué ha endurecido su sonido?

Como explica Donald Gallagher, "Rory comenzó a grabar el material para el álbum en San Francisco, pero al finalizar aquellas sesiones no estaba contento con los resultados y decidió llevar el proyecto a Alemania. Mientras, Rory había escrito más canciones y convertido de nuevo la formación en un trío". De aquel estudio de Alemania, situado en Colonia, sale el más duro de los trabajos del maestro de las seis cuerdas, y uno de los argumentos más utilizados para justificar esa dureza es la presencia de Scorpions (imagino que grabando Taken By Force) en el mismo estudio. Respetando dicha opinión, sin negar que alguna influencia tuviera el grupo teutón, y teniendo claro que la última palabra al respecto siempre sería del irlandés y sus músicos, en mi opinión es el zarpazo punk —cuyas garras sufre Gran Bretaña precisamente entre Calling Card y Photo-Finish, para ir soltando presa después— el que modifica la visión de Gallagher, si no de por vida, al menos sí en aquel momento. Por supuesto que es imposible que técnicamente Pistols, Clash o Damned enseñasen nada a Gallagher; por supuesto que el giro no es tan radical para que el guitarrista se pase al krautrock (aun estando en Alemania) o al free jazz; y por supuesto que el punk no le hace tocar desafinado o componer temas de menos de tres minutos. Pero me parece que es dicho movimiento la razón —si se quiere ideológica— de mayor peso para explicar el cambio que hay entre dos álbumes que, por otro lado, tienen en común la calidad de ambos y la emocionante precisión de Gallagher. Nadie ha dicho que para el puñetazo y la caricia no pueda utilizarse la misma habilidad.

La demoledora Shin Kicker es toda una declaración de principios con su riff de puro rock and roll prendiendo fuego al reproductor. ¿Hard rock? Pues claro. Como el que contiene Powerage, sin salirnos de ese mismo 1978; es decir, (mucho) más cerca del punk que del heavy metal. Brute, Force & Ignorance es un suculento medio tiempo en el que Gallagher se ocupa también de la mandolina. En Cruise On Out encontramos high energy rockabilly en espectacular homenaje a Elvis. Cloak & Dagger es otro medio tiempo, y en él vuelve Gallagher a tocar un instrumento diferente, la armónica en esta ocasión. Overnight Bag suaviza las cosas dando protagonismo a la guitarra acústica en un corte realmente hermoso. Shadow Play es, quizá, la joya de la corona, una canción que en Ragged Glory adoramos, con su extenso y soberbio solo de guitarra. The Mississipi Sheiks nos cuenta la historia del mítico grupo del mismo nombre de los años treinta y mantiene, por supuesto, el nivel por las nubes, pues no hay aquí tema malo. Con el Last Of The Independants vuelve a moverse en el terreno de Cruise On Out, el de la música de los cincuenta amplificada. Fuel To The Fire despide Photo-Finish en forma de balada con un Rory Gallagher que cala hasta el tuétano con su guitarra.

Tuvo que regresar el irlandés de la tierra que originó el blues y el rock and roll, sus grandes amores, para sacar adelante el disco justo cuando, al parecer, terminaba el plazo de entrega a la discográfica. Desconozco qué defectos vio Rory Gallagher en las sesiones californianas, pero obviamente ninguno de ellos sobrevivió a las realizadas en Europa, por mucho que alguien ose decir, como he leído en alguna ocasión, que Photo-Finish es un álbum menor. ¿Menor un disco en el que todas las composiciones destacan y están ejecutadas de manera sobresaliente? Que baje Dios y lo vea. Un elepé que no sería tan bueno —que no se nos olvide, y para terminar—, ya que hablamos de ejecución, sin la magnífica base rítimica a la que hacíamos mención en el primer párrafo: el habitual de la casa, Gerry McAvoy, al bajo, y el baterista que se estrenaba junto a Gallagher en Photo-Finish, Ted McKenna. Sus depuradas, pero contundentes (tal y como pide la obra), maneras son colofón perfecto para esta reseña.

jueves, 30 de junio de 2011

Lovesexy

Comprensible. Cuando se habla de Lovesexy (1988) saltan a la palestra The Black Album y Sign 'O' The Times —especialmente este magistral y doble elepé— para advertirnos de que Prince había puesto el listón tan alto que cualquier cosa que viniera después iba a estar por debajo. Compresible hasta ahí, pues Lovesexy tiene la suficiente categoría como para defender su idiosincrasia con o sin comparaciones, y en él se respira el talento de uno de los artistas más refinados que ha conocido la música pop.

Lovesexy abunda en el sonido que desde 1999 y Purple Rain desarrolla el autor de Mineápolis y que le eleva a su privilegiada posición. Aunque es cierto que el álbum es más suave que sus predecesores, nadie más que Prince podría haberlo hecho. El funk clintoniano pasado por el tamiz principesco de No y la espléndida Alphabet St., los dos primeros cortes, no invita a confusión alguna, guiados por su gozoso falsete, que igual pasa por sexual que por delicado. Glam Slam es el típico material que en manos de otro sería una horterada, pero que Prince sublima con su habitual aptitud, llenando de matices una canción que tiene un hermoso final instrumental. Siguen la emotiva Anna Stesia y Dance On, haciendo honor a su nombre el tema más cercano al synth pop del disco. Los casi seis minutos de Lovesexy, la balada When 2 R In Love, la concisión y contención de la bellísima I Wish You Heaven y Positivity completan un álbum que no es el mejor del príncipe del rock, pero del que es fácil disfrutar si nos olvidamos de los precedentes que le hicieron referencia indispensable de la música de los años ochenta.

jueves, 23 de junio de 2011

Trout Mask Replica

Quizá a primera vista pueda parecer un impromptu en veintiocho actos facturado por un grupo de friquis (ésos que dan grima en la contraportada), pero nada más alejado de la realidad. Este monumento a la atonalidad rock fue minuciosamente ensayado —siguiendo las instrucciones más que las partituras de Don Van Vliet— durante varios meses antes de que en un solo día fueran registradas las veintiocho piezas ideadas por Captain Beefheart. Ya lo decíamos al hablar de su debut, Safe As Milk: es harto complicado que nuestras palabras sirvan para que el oyente que se acerque por primera vez a Trout Mask Replica (1969) se haga una idea de lo que ahí se va a encontrar. Traducir al castellano, en nuestro caso, la visión que de blues, rock y free jazz da Van Vliet en su obra cumbre es absolutamente imposible. ¿Que ha influido en Tom Waits? Sí, y mucho. Pero la música de Waits (es decir, la música de Waits a partir del esencial Swordfishtrombones) no es ni la décima parte de radical que la del Capitán. ¿Que Trout Mask Replica es una grabación tan extrema como, por ejemplo, Cluster 71 o Tago Mago? También, pero no hay signo alguno en su musica de querer romper con sus raíces afroamericanas. En el fondo, Beefheart sigue tocando blues, a pesar de hacerlo añicos y devolver los fragmentos en un orden irreconocible. Quizá ésa sea la diferencia esencial con la vanguardia alemana, aunque el inconformismo artístico, la visión tajantemente subjetiva y la ausencia de concesiones les pueda emparejar.

Producido por Franz Zappa, que ese mismo año publica Hot Rats (otro disco extraordinario en el que también colabora Beefheart), Trout Mask Replica es, en primera y última instancia, lo que muchos artistas persiguen (otros no, dicho esto sin menosprecio) y pocos consiguen: una obra única que, fagocitando su entorno y sus precedentes, los escupe sin desprecio pero bajo un nuevo prisma que servirá de guía libertaria y espiritual —nunca norma de aprendizaje técnico— para el creador rebelde del futuro. Estrictamente alejada de la improvisación, como ya se ha informado, la disonancia es aquí contraria a la aleatoriedad o al automatismo y recoge el mundo armónico de Beefhart; un mundo que habita entre el delta del Misisipi, la British Invasion, el sistema dodecafónico y la vanguardia jazz de los años sesenta, aunque ninguno de los cuatro le dicte los pasos a seguir. Pequeñas fanfarrias, soliloquios, garage y funk pervertidos: canciones que parecen a punto de romperse, pero que no lo hacen; que tienen su consistencia y su peculiaridad —precisamente— en una inconsistencia que no deja de anunciarse sin llegar a materializarse. Un doble elepé de casi ochenta minutos que no lo pone fácil, al que hay que ir porque él no viene al oyente, y que necesita de la implicación del mismo para reconstruir en su cabeza —de su inteligencia y su bagaje depende el resultado final, siempre mutante y provisional— lo que los músicos deconstruyen fuera.

Al borde del abismo con la cabeza bien alta, Trout Mask Replica nos habla del disidente que se aferra a la tradición, aun a sabiendas de que ésta probablemente no le quiera. Nos habla también de la tradición hecha pedazos —difícil ver paradojas a esas alturas del siglo XX—, del rock and roll sin zapatos de gamuza azul. Que nadie piense en madurez o pamplinas similares (¿es más maduro Bird que Duke Ellington?: sólo formular la pregunta causa vergüenza ajena), sino en un creador que busca su camino y no sigue el que ya está marcado —las cosas suelen ser más sencillas de lo que parecen—, aunque haya que tener una sensibilidad y un talento (y un valor) para encontrarlo como los que muestra Don Van Vliet, transgresor por antonomasia de los códigos de la música de Chuck Berry, incluso siendo ésta la que practica el enfant terrible del rock and roll en Trout Mask Replica.

lunes, 20 de junio de 2011

The Best Of Eddie Cochran

Hay personas que viven noventa años y dejan la misma huella de su presencia en la tierra que un gato callejero atropellado a los pocos días de nacer. Hay otros que no viven ni la tercera parte y, sin embargo, ven reflejada su impronta mucho tiempo después de su desaparición. Eddie Cochran es, por supuesto, de los segundos: un sólo vistazo a los artistas que han versionado sus temas dan idea del impacto que las grabaciones del mítico rocker —muerto en 1960 a los veintiún años— causaron en los Beatles, Blue Cheer, Led Zeppelin, Sex Pistols o los Who; grabaciones cuyas reminiscencias siguen presentes, en mayor o menor medida, en el rock and roll del siglo XXI. Pues no sólo hablamos de una gran voz, sino de un notable guitarrista, del que nunca sabremos hasta qué punto hubiese evolucionado en su manejo de las seis cuerdas electrificadas si tan brillante era su sonido con tan solo dos décadas de existencia.

Aunque los hay más completos, este recopilatorio puesto en circulación por EMI en 1985 puede servir de guía para conocer los méritos, la clase y el glamour de Cochran. Summertime BluesC'Mon Everybody, sus dos canciones más famosos (ambas de 1958), son joyas universales que, por mucho que las escuche, a quien esto firma le siguen poniendo los pelos de punta. Three Steps To Heaven, Sittin' In The Balcony Drive In Show muestran la cara más sentimental del cantante y guitarrista, que se mueve como pez en el agua en el terreno del doo-wop y las baladas. Con Jeanie Jeanie Jeanie y Somethin' Else, entre las que se cuela Teenage Heaven, tenemos a Cochran de vuelta al mejor rockabilly. My Way y Cut Across Shorty nos hacen saber que también se maneja con soltura —qué placer oírle cantar en las dos— en el rhythm & blues y el country. El resto de las veinte canciones de The Best Of Eddie Cochran recorren caminos similares con igual elegancia, destacando, quizá, la excelente versión de Ray Charles (Hallelujah, I Love Her So). Estremece, además, escuharle cantar a Buddy Holly, The Big Bopper y Ritchie Valens en Three Stars, pues un año más tarde, al igual que las tres estrellas, también él morirá en un trágico accidente. La vida es así, que diría un futbolista, y a cada cual nos despide —como empresario desalmado librándose de sus trabajadores— cuando lo cree necesario. De Eddie Cochran se desprendió demasiado pronto, no cabe duda, pero no fue capaz de impedir que su escaso periplo fuera de relevancia enorme para el futuro del rock and roll, la música que él contribuyó a forjar. Otros, ya lo hemos dicho, llegan a ancianos sin haber oteado más allá de la mediocridad.

miércoles, 15 de junio de 2011

Sonic Temple

Como si quisieran recuperar la querencia melódica de Love sin perder el sonido y la pegada de Electric, Ian Astbury y Billy Duffy se aplicaron a fondo en Sonic Temple (1989) para dar con una colección de canciones que se encuentra entre las mejores de The Cult. Colección en la que encontramos dos préstamos directos de Led Zeppelin, aunque si consideramos que las canciones resultantes (Edie (Ciao Baby) y Soul Asylum) están muy bien y que Jimmy Page nunca tuvo pudor alguno en tomar ideas prestadas de otros (a los que tampoco pedía permiso), pues concluimos que no es sino peccata minuta.

Los seis minutos de Sun King abren de manera espectacular el disco. Un pedazo de canción, de ésas que levantan el ánimo a cualquiera gracias a unas guitarras incontestables de Billy Duffy. No le va a la zaga Fire Woman, primer sencillo del disco, que, en la línea de su antecesora, no reinventa el hard rock pero lo reescribe con dignidad, huyendo de la copia rancia. El resto del álbum —expuestas ya las reticencias sobre los dos temas  mencionados en el primer párrafo— cabalga en la misma línea (American Horse, Automatic Blues, Soldier Blue…), manteniendo el ímpetu de las interpretaciones la mecha encendida hasta el final. (Lo que no impide reconocer que la batería de Mickey Curry tiene la misma fuerza que la de Les Warner, pero nunca la riqueza de la del percusionista de Electric.)

No quiero dejar de señalar para concluir la presencia stooge en Sonic Temple, pues Iggy Pop canta en la magnífica New York City —la más cercana a Electric del álbum junto a Medicine Train, que cerraba la edición digital, pero no estaba en la analógica— y la portada remite a la de Fun House. No es obviamente el cuarto disco de los Cult la obra maestra del grupo de Detroit, pero veintidós años después de su publicación su garra y su brío se mantienen intactos.

domingo, 12 de junio de 2011

Chicken Zombies


Antes de que Gear Blues, Casanova Snake y Rodeo Tandem Beat Specter plasmasen la fórmula con perfección —cuatro japoneses comiéndose a los gringos en su terreno—, Chicken Zombies, el tercer trabajo de Thee Michelle Gun Elephant, editado en 1997, había dado con una explosiva y enjundiosa mezcla ya muy cercana a la de los álbumes mentados. Porque TMGE es uno de los escasos grupos que, sin salirse de la ortodoxia, revitalizó el rock and roll a finales de los noventa y supo dar voz propia a lo que en la mayoría es consigna repetida.

Alimentado por todos los palos de la baraja de la música del diablo, Chicken Zombies pone en pie una muralla de sonido digna de MC5 o Neil Young pero que remite igualmente a los Who, Eddie Cochran o Muddy Waters. Protagonista ineludible, la guitarra de Futoshi Abe, con su inconfundible estilo al pisar los trastes influido por Mick Green y Wilko Johnson, lidera trece canciones llenas de mordiente entre las que sobresalen los ocho minutos de Boogie, intenso y evocador tema que se desmarca del conjunto sin perder electricidad. El resto del grupo, a pesar del brillo de Futoshi, no se queda atrás en un alarde de precisión, potencia y conocimiento de causa de los que, verbigracia, Russian Huskey, Get Up Lucy o Romantic dejan constancia. Es decir, no hablamos de un mero avance de lo que está por venir, sino de lo que en aquel entonces era ya una realidad y los trabajos posteriores confirmarán sin lugar a dudas. ¿Supersuckers?, ¿Hellacopters? Sí, pero siempre por detrás de TMGE. Escuchen Chicken Zombies, y si no les queda claro, sigan con Gear Blues. Luego me dicen.

lunes, 6 de junio de 2011

Ecstasy

Consagrado por última vez por la trilogía que comprende, entre 1989 y 1992, New York, Songs For Drella (éste con John Cale) y Magic And Loss, el talento de Lou Reed había quedado más que probado, y su obra como una de las más importantes de la historia del rock. Así las cosas, daba igual que Set The Twilight Reeling bajara el listón —no siendo un mal disco— y que Ecstasy (2000) lo subiera de nuevo, pues aunque el sonido se situase entre la impoluta sobriedad de New York y la puesta al día de la Velvet Underground de The Blue Mask —Mick Rathke a la guitarra y Fernando Saunders al bajo son la mejor prueba—, no tenía la profundidad de ninguno de los dos. Pero es suficientemente bueno —un Lou Reed notable merece más la pena que discografías completas— como para traerlo aquí. Al menos así nos lo parece.

Porque, aunque nada tuviera que demostrar Lou Reed en el último año del siglo XX, los casi ochenta minutos de Ecstasy arrojan un balance positivo.  Como es habitual en el músico neoyorquino, temas rápidos y lentos se alternan conteniendo hermosos poemas en los que imágenes brutales conviven con descripciones de lo cotidiano y reflexiones (a las que repugna la demagogia) acerca de la condición humana y las difíciles relaciones de pareja . ¿Canciones? Paranoia Key Of  E, con un riff de ésos que Reed aprendió de Keith Richards y que empapan todo el álbum; Ecstasy, espléndida balada (o similar) de iridiscente percusión de Don Alias; Tatters, extraordinaria descripción de una convivencia que se arruina con bebé de fondo, en la que un Reed relajado durante la mayor parte del corte acaba cantando lleno de dolor —como si quisiera implorar pero estuviera prohibido por el orgullo—: "Es triste irse así, dejarlo todo hecho unos zorros"; Baton Rouge, o Lou Reed íntimo y acústico; Like A Possum, en los antípodas, dieciocho minutos de hipnótica electricidad que a más de uno espantará; y Big Sky, que echa un cierre lleno de emoción:

"Grandes grandes grandes noticias en vez de eso vamos a joderles
Es una gran broma, ¿es que pensaban que éramos monjes?
Pero a nosotros ya no pueden contenernos más".

Cada uno que lo aplique a lo que quiera mientras un feedback digno de Neil Young nos dice adiós; el mejor arte siempre deja abierta la puerta a cuantas interpretaciones pueda hacer cada receptor. Y el del fundador de la Velvet Underground es de los mejores.